[dropcap] E[/dropcap]cuador no es un solo país. Hay, al menos, dos grandes realidades que lo componen y se distancian una de otra. La primera es la de la gran mayoría: trabajadores por cuenta propia, poco calificados y de baja productividad, que vienen de hogares pobres o de bajos ingresos. Su niñez estuvo llena de privaciones, muchos sufrieron desnutrición —que deja secuelas para toda la vida—, su educación fue precaria, su entorno social convulso, muchas veces violento, sus oportunidades de prosperar ahora son limitadas, no hablan un idioma extranjero, están poco familiarizados con la tecnología, el Internet y la globalización, y muy pocos conseguirán un mejor futuro para sus hijos. La segunda es la realidad de una minoría, la clase media y alta: asalariados calificados y de mayor productividad, emprendedores y dueños de valiosos activos. Se distinguen por venir, generalmente, de hogares de ingreso medio o alto. Su niñez no tuvo carencias importantes y algunos vivieron incluso la abundancia. Su entorno social fue más propicio para el desarrollo de sus capacidades, su educación fue de mayor calidad y de nivel más avanzado, hablan al menos un idioma extranjero, están familiarizados con la tecnología, el Internet y la globalización, sus hijos tendrán, sin duda, más y mejores oportunidades.

Esta dualidad causa que los candidatos se vean tentados a asumir dos tipos de retórica. La primera apela directamente a la mayoría, a lo popular, y trata de identificarse con ella —por eso se la llama populismo—. Explota su indignación con esa sociedad injusta que los marginó (el rico es rico gracias a que tú eres pobre, su riqueza viene de lo que nos roban a todos) y les promete intervenir para darles acceso a lo que esa minoría privilegiada disfruta y a “nosotros” se nos niega. Esta primera retórica privilegia la redistribución. Ellos contra nosotros, en este caso, es el pueblo explotado contra las élites codiciosas y egoístas. La segunda apela directamente a la minoría e indirectamente a la mayoría: explota el miedo de la clase media y alta sobre la posibilidad de perder sus privilegios (nos van a meter un cubano en cada casa que tenga un cuarto vacío o pronto nos volveremos como Venezuela), promete estabilidad y ofrece a la mayoría, si se esfuerza, un camino seguro hacia los privilegios de la minoría que se derramarán sobre ellos —por eso se la conoce como economía del derrame— cuando las élites sean liberadas de la intervención del populismo. Esta retórica privilegia el crecimiento. Ellos contra nosotros, en este caso es la élite exitosa y generosa acompañada por quienes quieren “esforzarse” en contra de la demagogia del populismo.

Ambas son retóricas falaces y parten de una dicotomía: crecimiento o redistribución. La verdad es que, en nuestro país, para crecer de manera sostenible se necesita redistribuir y una redistribución sostenida solo es posible con crecimiento. No son excluyentes.

Los políticos saben muy bien que son las pasiones y no la razón las que definen el voto. Toda la literatura especializada sobre economía del desarrollo y los estudios sobre redistribución y crecimiento les tiene sin cuidado. Para ganar elecciones basta apelar al tribalismo, a ese sentido de pertenencia a un grupo que automáticamente despierta nuestra pasión por defender a los nuestros y atacar a los contrarios. Ellos o nosotros. Unos escogen identificarse con la justicia social, con el pueblo, con esa mayoría excluida y explotada, se sienten buenos, defensores de los oprimidos, luchan contra el egoísmo y el abuso, son los que defienden a los pobres de la avaricia de la élite. Otros escogen identificarse con el éxito individual, con la prosperidad de los que se esfuerzan, con esa minoría talentosa y próspera, se sienten merecedores de algo más, justifican lo que tienen como fruto de su esfuerzo, no le deben nada a la sociedad, son los que sacan adelante al país a pesar de la ineptitud y mediocridad de la mayoría.

Estos bandos, por lo general, no se escogen libremente. Es nuestra experiencia personal, el entorno en que crecimos, las convicciones ideológicas de nuestra familia y amigos lo que determina nuestra simpatía por una u otra postura. Muy pocos se cuestionan con rigor y racionalidad estas ideas, la mayoría las acepta como parte de su propia identidad. Sin importar a qué bando alguien pertenezca, rara vez se lo cuestionará. Acabará entregándose a las pasiones de una de estas dos retóricas. Es tribalismo: lo más fácil y efectivo.

Los seres humanos somos animales gregarios, evolucionamos en grupos y la principal ventaja de nuestra especie sobre el resto de la naturaleza es nuestra capacidad de cooperar. La compartimos con muchos otros animales pero la superamos largamente en cuanto al grado de complejidad. Por esto, nuestra selección natural ha privilegiado las características que nos permiten cooperar, nuestra biología y cultura están diseñadas para facilitar la cooperación. Las cuerdas vocales y rostros expresivos nos permiten coordinar acciones con gran detalle y precisión, la reciprocidad como respuesta y la aversión a conductas egoístas —como comer sin compartir frente al grupo— lo demuestran. Si me saludas amablemente, te sonrío. Si me ignoras, yo te ignoro. Si me ayudas, yo te ayudo, si no lo haces, yo tampoco. Tit for tat, con cada respuesta recíproca reforzamos la cooperación. Esto nos lleva a considerar a los demás antes de perseguir lo que queremos. La evolución nos ha enseñado que estaremos mejor si cuidamos de los nuestros que si decidimos perseguir por cuenta propia nuestro interés individual. El problema es que el proceso evolutivo que nos permite reprimir nuestro deseo para privilegiar un interés común se desarrolló solo para funcionar en el pequeño grupo al que pertenecemos. Por eso miramos a los extraños con desconfianza y preferimos la ayuda de un conocido. De aquí que somos tan buenos para anteponer el nosotros al yo, y muy malos para confrontar el ellos con el nosotros, como lo explica Joshua Greene, en Moral Tribes. Esta es la lógica del tribalismo, a los nuestros (nosotros) les perdonaremos todo y hasta justificaremos sus errores más graves, mientras que a los otros (ellos) les señalaremos hasta la más mínima falla, no perdonaremos nada. Incluso en nuestro razonamiento, privilegiaremos los argumentos que benefician a nuestro grupo y omitiremos los que dan la razón a los otros. Basta leer un editorial de El Telégrafo y uno de El Universo para comprenderlo. Bajo la influencia del tribalismo primitivo que domina la política ecuatoriana, todos nos dividimos entre populistas o elitistas, socialistas o capitalistas, oficialismo u oposición, colectivistas o individualistas, borregos o sufridores. Todo es o blanco o negro, tienes que escoger y no pienses o serás un traidor. Este es el principal mensaje en las campañas y de aquí se desprende la degeneración del ambiente electoral tan vacío de contenidos y lleno de consignas huecas y acusaciones.

Así se consiguen los votos, para qué razonar. Basta señalar lo terribles que son ellos y lo buenos que resultamos nosotros. Ellos los corruptos, nosotros los honestos. Ellos los ineptos, nosotros los capaces. Para qué vamos a profundizar en análisis económicos o reparar en la importancia del crecimiento, la redistribución y la necesidad de conciliar ambos objetivos si  eso no da votos. Lo que da votos es subrayar las diferencias, afianzar nuestro instinto de pertenencia, proteger a los nuestros y atacar a los contrarios. Es el canibalismo político ecuatoriano donde el único problema a ser resuelto es cómo nos “comemos” a nuestro contrincante.

El filósofo griego del siglo II, Hierocles, planteó la idea de Cosmopolitanismo en la que una serie de círculos concéntricos describen nuestra relación moral con los demás, la prelación que guiará nuestros actos según a quién favorezcan. El primer círculo somos cada uno de nosotros como individuos, el yo. En el segundo está nuestra familia más cercana, en el tercero, nuestra familia extendida y los amigos. En el cuarto, nuestra etnia; en el quinto, nuestra nación y en el sexto, nuestra especie: la humanidad. Siglos más tarde, Peter Singer, en The Expanding Circle, escribió sobre la posibilidad de expandir nuestra consideración moral más allá de nuestros círculos más íntimos hacia otros círculos más amplios habitados por seres extraños que pueden resultarnos distantes y distintos. El progreso moral, de esta manera, se entiende como la posibilidad de superar el tribalismo que nos resulta tan natural. Es un esfuerzo racional por tratar de expandir nuestros horizontes de consideración moral más allá de nuestra mera conveniencia como individuos, familia, etnia, nación o especie.

El problema en el contexto electoral ecuatoriano es que el progreso moral no sirve para ganar elecciones y el tribalismo es una manera fácil y segura de hacerlo. Durante la campaña seremos siempre nosotros (probablemente contra ellos) donde la única forma de ganar adeptos es destruir al contrincante. Acusaciones sin pruebas, videos furtivos, memes mentirosos, exacerbaciones grandilocuentes, gráficos tendenciosos, comparaciones cuestionables y estrategias para debilitar al otro. Muy poco se dice sobre ideas, propuestas viables y bases para temas que merecen un acuerdo nacional.

Pero una vez que termine la época electoral, sin importar quién sea el candidato que gane, nos convendrá empezar a superar el tribalismo y ponernos a pensar en el progreso moral: en ese círculo que como país compartimos y que nos abarca a todos. Entonces, y solo entonces, valdrá la pena discutir por qué en Ecuador para crecer de manera sostenible necesitamos redistribuir y cómo una redistribución sostenida solo puede mantenerse con crecimiento de largo plazo.

De convivir entre todos los ecuatorianos ni hablemos ahora, habrá que esperar el fin de la campaña para hablar de algo tan importante.