[dropcap] H[/dropcap]ay falacias que se repiten una y otra vez, en especial en época de elecciones. Algunas son: todos los políticos son corruptos, todo funcionario público busca robar, el gobierno está exclusivamente para meternos la mano en el bolsillo. Pero el prejuicio no solo viene de ese lado, se dice que todo rico es ladrón y todo empresario explota a sus trabajadores. La corrupción, sin embargo, no es patrimonio solo de ellos. Es de todos.

La corrupción, como decía el cantautor argentino León Gieco, es un monstruo grande que pisa fuerte, igual que la guerra. Está tan arraigada en nuestra cultura que ni siquiera nos damos cuenta que ciertas cosas que vemos y hacemos, son también embrionarios actos de corrupción. Tampoco es patrimonio de una u otra tendencia política porque ha sido, en nuestro país, un tema reiterado esté quien esté en el poder.

Hay muchas definiciones pero la mayoría coinciden en algunas características. Por ejemplo, robar un banco es precisamente eso, un robo. No es corrupción. Pero utilizar información privilegiada para, en ese mismo banco, lograr alguna ventaja ilegítima, sí lo es. El resultado de ambos actos es el mismo: la apropiación indebida del dinero de los ahorristas para fines personales. Algunos politólogos, como Taleh Sayed y David Bruce, definen la corrupción como “el mal uso o el abuso del poder público para beneficio personal y privado”, pero aclaran que este fenómeno no se limita a los funcionarios públicos. 

Por eso cuando hablamos de corrupción nos referimos principalmente, aunque no exclusivamente, al uso del poder (público, aunque también privado) para obtener ventajas ilícitas. Son típicos actos de corrupción las coimas, el soborno, la malversación de fondos, el tráfico de influencias, el abuso de funciones, el enriquecimiento ilícito, el blanqueo de dinero, el favoritismo, la corrupción de los mercados, y un largo etcétera. Muchas veces la línea que separa la corrupción de otros tipos de apropiaciones ilícitas no es muy clara.

Hay que entender también que uno no es “medio corrupto” o “medio ladrón”, así como una mujer no está “medio embarazada”. Seguro piensan que hay una gran diferencia entre robar un dólar y robar 10 millones. Es cierto pero depende del contexto: si ese dólar es robado a un mendigo o a alguien que vive con dos dólares al día se le está quitando la mitad de su patrimonio y probablemente condenándolo a una situación muy difícil. También hay que diferenciar que una cosa es que un ladrón vacíe la casa de una familia, y otra es robarle al Estado, es decir a todas las familias del país.

Pero la relativización del delito, pensar que robar poco es mejor que robar mucho, nos ha llevado a creer que los robos que salen en la prensa, como los que han sido titular en los últimos días relacionados con Petroecuador y Odebrecht, son peores que los que suceden a diario, frente a nuestras narices, anónimamente, y que hay robos o actos de corrupción que pueden pasar como “normales”. Esta relativización ha llegado a niveles tan extremos que en las narco-películas ganan siempre los narcos “buenos” a los narcos “malos”, como si alguna diferencia hubiera entre ellos.

Muchos se preguntan si el funcionario se corrompe cuando tiene poder o siempre fue un corrupto. Aquí comparto la opinión del expresidente uruguayo, Pepe Mujica, quien dice que el poder no te cambia sino que simplemente saca lo que realmente eres. Corrupto es –o puede llegar a ser— quien: se queda con el vuelto mal contado, te vende el cajón de mangos con todos los mangos verdes debajo, engaña al seguro médico en complicidad con el médico para cobrar algo indebido, distorsiona pruebas para condenar a un inocente o liberar a un culpable, se inventa una enfermedad para cobrarte el tratamiento, se inventa un daño en el auto para ponerte un repuesto innecesario, miente al momento de declarar sus ganancias para pagar menos impuestos, contrata “a prueba” a la empleada por pocos meses para no asegurarla, manipula la balanza para venderte menos de lo que marca, le cobra a otro el primer mes de sueldo a cambio de darle el puesto, pone materiales inferiores en la construcción para quedarse con la diferencia, cobra “según la cara” del cliente, copia en los exámenes, se inventa datos para que los resultados de la tesis comprueben su hipótesis, falsifica documentos para quedarse con una herencia. Un corrupto también se dopa para ganar una medalla deportiva, mezcla la leche, o el aguardiente, con agua para aumentar su volumen, pone la antena “chimba” de televisión satelital para robarse la señal, compra videos piratas, falsifica las licencias de tala de madera, se mete sin pagar a los conciertos o al fútbol, miente para cobrar el bono solidario.

De alguna forma todos nos vemos reflejados de cierta manera o en un momento de la vida en esta lista. Estas son las raíces del gran árbol de la corrupción. Porque quién de niño roba 10 dólares, de adolescente robará 100, de joven 1.000 y de adulto 10.000. Y si por ahí tiene poder o llega a ser funcionario pública robará millones, como Capaya y compañía.

Para acabar con esta cadena perversa hay que romper esta “cultura” de la “viveza criolla”, de quién es más “sapo”. Y eso no es fácil porque los niños ven cómo nos comportamos los adultos y si el ejemplo que ven es malo, les costará ser honestos. La educación, esa de valores que viene de casa, es clave. Por eso es más difícil, porque depende de nosotros, de nuestra generación ya irremediablemente corrupta, educar a nuestros hijos para que sean personas honestas.

Es necesario también fortalecer la acción ciudadana: crear veedurías para controlar la corrupción, pública o privada. El artículo 100, numeral 4 de la Constitución ya lo determina “Fortalecer la democracia con mecanismos permanentes de transparencia, rendición de cuentas y control social”. Pero poco se ha implementado para cumplirlo y en realidad hay muy pocos ejemplos de este tipo de control social en nuestra región. Un ejemplo lejano es el movimiento “India Against Corruption – IAC” (India en Contra de la Corrupción), una iniciativa de la sociedad civil que convocó gente para movilizarse en las calles a favor de un país más honesto. Aunque tuvo convocatoria, no llegó a constituirse realmente como una veeduría. El Ecuador podría ser un país vanguardista en control social contra la corrupción si se pusiera en  práctica el artículo constitucional mencionado.

Se debería transparentar cada decisión que tenga que ver con recursos públicos. Que toda la información sobre cualquier contrato esté disponible para que cualquier ecuatoriano la revise. También resultaría útil contar con un efectivo órgano estatal que garantice transparencia. En abril de 2016, por decreto ejecutivo se eliminó la Secretaría Técnica de Transparencia de Gestión, entidad que si volviese a aparecer, debería ser más autónoma y responder al Quinto Poder antes que al Ejecutivo. Un ejemplo interesante para replicar son las veedurías distritales que hay en Colombia.

Hay que fortalecer la idea de cero impunidad. Necesitamos un poder judicial capaz de juzgar con todo el peso de la ley todo acto de corrupción venga de donde viniere. Pero también cero impunidad en la función pública, en la empresa privada, en las comunidades, en escuelas, colegios y universidades, en el deporte y en la ciencia. La erradicación de la corrupción debe ser una tarea colectiva.

No debemos quedarnos callados. Entre los males que tenemos los ecuatorianos están no hablar, no gritar, no denunciar, en definitiva, “no hacer olas”. Es necesario entender que aunque nos tilden de exagerados, denunciar grandes o pequeños actos de corrupción es un deber moral con el país y con nuestros hijos. Un ejemplo es la renuncia del Primer Ministro islandés por presión popular cuando se conoció su participación en los famosos Panama Papers.

Por último, siempre habrá quien se equivoque sin ser un corrupto contumaz, y luego se arrepienta. Pues esas personas primero deben pagar su delito ante la ley, devolver todo lo que robaron y pedir disculpas públicas, pero sobre todo disculparse ante sus hijos. Y claro, nunca más volverlo a hacer. Solo así iremos creando una cultura de honestidad, en la que poco a poco, los actos de corrupción dentro o fuera del Estado, sean la excepción y no la regla.