[dropcap]S[/dropcap]abíamos que la estocada final de la candidatura de Guillermo Lasso sería el binomio que escogiera. La herida que se ha hecho la candidatura de CREO es mortal: ha tenido —por necesidad, por mero ejercicio de descartes— que elegir a Andrés Páez. Está claro que fue una jugada de último momento, porque Páez nunca estuvo ni siquiera en la lista de vicepresidenciables del expresidente del Banco de Guayaquil. La evidencia para esto nos las dio el mismo Lasso: dijo que su vicepresidente sería de Quito y que le parecía que el empresario Juan Carlos Holguín tenía un buen perfil. Por algún motivo, esa candidatura nunca se confirmó. Después de haber tanteado a varias prominentes mujeres políticas de la capital (y que todas le hayan dicho que no), Lasso no tuvo otra opción que recurrir a un hombre que en julio de 2016 había roto con CREO y estaba preparando una precandidatura presidencial por un movimiento llamado Ciudadanos Unidos. El ibarreño Andrés Paéz —atrás quedaron las promesas de que sería quiteño “por la importancia de la capital”— aceptó de forma esquiva la candidatura pero, apenas semanas después, estaba jurando lealtad en público a Lasso, su presidente. “¡Juro!” gritó. El binomio parece hecho de remiendos y la candidatura de Lasso se ha desdibujado a tal punto que su muy probable fracaso en febrero de 2017 sea el inicio de una nueva seguidilla de candidaturas como solo nos había acostumbrado el inefable Álvaro Noboa.
La designación de Paéz no es uno de esos casos en que el binomio no le suma al candidato: en realidad, le resta. Desmemoriados como somos, hemos olvidado que Páez es una especie de anti-Rey Midas de la política: todo lo que toca se cae —fue él el responsable de la desaparición de la Izquierda Democrática (ID). Paéz convirtió al partido que Rodrigo Borja había fundado bajo una clara luz socialdemócrata en un acomodaticio partido de burgueses. Desbaratar la ID no era algo sencillo, después de todo era —quizá— el único partido con bases sólidas y un claro matiz ideológico, con un proceso de formación de cuadros y líderes que no se eternizaban (Borja vive en un retiro discreto, aunque incómodo para el país). Pero Páez lo logró. Su capacidad de camaleonismo político ha sido tal que Cynthia Viteri, la candidata del Partido Social Cristiano, lo ha dicho con lucidez: «El señor Lasso escogió como su Vicepresidente a quien facilitó e impulsó la maniobra de los manteles para que Rafael Correa se tomara la Asamblea Nacional”. Es decir, Páez tiene una cintura política propia de los años 90s, una especie de Fabián Alarcón 2.0. Un hombre visceral y desprestigiado que representa muchos de los valores liberales que CREO y Lasso dicen abanderar.
Pero Páez no es el único trazo que desfigura el dibujo presidencial de Guillermo Lasso: su caída constante en las encuestas, su incapacidad para conectarse con la clase media no tuitera y sus recursos de campaña gringa que no pegan con nuestra idiosincrasia son los otros elementos de la debacle.
La más reciente importación de conceptos ajenos a nuestro país ha sido la oferta de permitirle a los campesinos armarse para que puedan defender a sus mujeres e hijas “como varón”. Es increíble: Lasso cree que la tenencia de armas —que es un tema polémico y central en la política estadounidense— tiene cierto valor en la discusión electoral del Ecuador. Es más, fue a hablarle a los campesinos vestido de mom jeans y camiseta cuadriculada y sombrero, una facha más propia de mid-west cowboy que de montubio. Basta con entrar al sitio oficial de su candidatura, donde toda la línea gráfica emula ¡a la de Barack Obama en 2008! ¿Cómo puede un candidato presidencial que lleva media década en campaña estar tan perdido?
Hace un tiempo, dije que Guillermo Lasso tenía una careta. Hoy debo admitir que estaba equivocada: Lasso tiene muchas caretas. No solo tiene la que usa para presentarse como liberal, cuando le conviene —es decir, solo para pagar menos impuestos, pero no para eliminar las ciudadanías de segunda clase o para respetar el derecho que tenemos las mujeres de decidir sobre nuestro cuerpo sin que corramos el riesgo de terminar en la cárcel. La otra máscara es esa que usa para querer pasar como popular: jugando índor, tomando cerveza a pico, andando en transporte público, o viajando en clase turista. Ahora se ha puesto la careta de varón, una palabra con una carga horrenda: varón es el que nos golpea, nos intimida, nos reduce. Un varon es violento e impetuoso, por eso anda armado y manda en la casa. Un varón es el opuesto contrario a esos maricas débiles y afeminados que merecen la invisibilidad social por lo que los varones consideran una enfermedad. Varón es ese que prefiere un hijo muerto a un hijo maricón. Varón es una palabra indignas de cualquiera que se crea liberal. Todos esos que revolotean a su alrededor diciéndose liberales deberían tener al menos la decencia de aceptar que lo que quieren es una reversión de las políticas tributarias de este gobierno, pero del resto de derechos ni hablar.
Lasso ha montado un acto de prestidigitación imposible: quiere que los públicos de sus caretas no sepan lo que hace cuando tiene puesta las otras. En el intento de ese truco, en ese frenesí de sacarse pronto un antifaz para ponerse otro, y otro, y otro, y otro, ha terminado sin identidad, convertido en un pastiche que fluctúa al ritmo de los trending topics de las redes sociales. Por lo menos en el 2013 era un banquero conservador de derechas. Ahora se ha convertido en un Frankenstein que intenta fingir una naturalidad que le es completamente ajena cuando sube unos lagarteros a su carro, o cuando se viste de cowboy gringo para hablarle a los campesinos. Tal vez en esa indefinición, en ese intento de agradarle a todos es que ha terminado por no convencer a nadie —quizá ahí se explica todos los no que recibió en Quito cuando andaba buscando Vicepresidente. Es probable que ahí se explique que solo le quedaba, que no le quedaba más, que elegir entre Andrés Páez y Macarena Valarezo.