A esta altura ya se han escrito demasiadas líneas sobre Leonard Cohen, tantas que quizás no tenga mucho sentido seguir llenando bytes con tributos y reverencias. Pero, ¿cómo parar cuando se trata de él? La muerte detuvo a un artista capaz de trabajar y trabajar su obra por meses —hasta darse la cabeza contra el piso, literalmente—, que era capaz de deshacerse de algo que no consideraba bueno, a pesar de todo el tiempo de dedicación. Al final, lo que sobrevivía luego de este proceso era la torre de su obra. Por eso, entre tantos homenajes, alguna joya quedará, alguna idea permanecerá latente, como todo aquello que se mantiene con vida y que burla la mortalidad aunque no tenga necesidad de seguir existiendo.

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Era un hombre de libros, de letras. Leyó de adolescente mucha poesía, a veces sin entender lo que esas palabras querían decir, pero siempre con la idea de que aquello a lo que se exponía era lo que quería hacer el resto de su vida.

La poesía como germen: “La poesía es la evidencia de la vida. Si tu vida está ardiendo bien, la poesía es tan solo la ceniza”, dijo alguna vez.

La poesía, la palabra, encerraban al mundo, lo contenían, pero no reemplazaban la vida. En 82 años, Leonard Cohen fue padre, amante, monje, cantautor, millonario, estrella, escritor, gracioso, estuvo en bancarrota, le robaron, dio consejos, escuchó mucho.

Vivir fue importante para Cohen.

“¡Estos cuadernos, estos cuadernos! /

La poesía no sirve de sustituto para la supervivencia./

En los libros que hay junto a mi cama /

Consumí mi voluntad como un analfabeto”

del poemario Parásitos del paraíso (1966)

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Muchos de mi generación llegamos a él gracias a Kurt Cobain. En Pennyroyal tea, Cobain canta: “Give me a Leonard Cohen afterworld/ so I can sigh eternally”. La única persona en una canción de Nirvana que aparece con nombre y apellido y en plena época pre internet un fan encontraba cosas a través de estas referencias. Necesitaba saber quién era ese tipo. En una caja de discos de baladas en inglés, de mi papá, encontré la respuesta luego de escuchar el cover que Joe Cocker armó de With a little help from my friends. El disco siguió sonando y una guitarra acústica se le adelanta a una voz nasal y casi susurrada. Y la voz hablaba sobre una mujer con la que va a terminar una relación, pero ella no se entera, no está ahí. Está, pero se mueve en otro nivel, en otra dimensión, en la que las situaciones, cosas y relaciones permanecen. Y él se lo quiere decir, pero ella seduce, encanta, como una sirena griega, y deja que el río diga que él siempre será su amante.

Y yo no sabía qué pensar de eso que escuchaba.

Leonard Cohen conseguía cantar la palabra wavelenght —longitud de onda— en una canción de amor.

Entonces, cuando entraba en el camino de la extrañeza, la voz, en la segunda estrofa, decide cambiar el registro y con eso transforma para siempre la idea de lo que una canción popular puede ser: Jesús entra en la historia, es un marinero que camina sobre las aguas, capaz de liberar a los que han caído y se ahogan. Una especie de faro que parece ser la salvación, pero eso, finalmente, no será posible, él también —por su forma humana— se ha ahogado antes.

No solo entendí que las palabras tienen un peso que desconocía hasta ese momento, sino que una historia de amor es también una historia religiosa.

Apenas se acabó Suzanne, me enamoré de Leonard Cohen.

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En una entrevista en The Irish Times en 2012, Cohen dijo cuándo empezó su amor por la creación, por los sonidos de las sílabas, por las imágenes: “Tenía 15 años cuando el ritmo y la estructura de las palabras me tocaron profundamente”, dijo.

Y así como Yeats y Federico García Lorca lo tocaron —a su hija la llamó Lorca— Elvis Presley también fue determinante para él. El amante de las palabras quería ser una estrella de rock. Y lo fue, a su manera. Las fotos lo muestran eternamente viejo, grande, un niño que más que niño era abuelo. De mayor, ya con el pelo blanco y la piel arrugada, el rictus no había variado, solo había más picardía en su cara.

¿Cómo pudo encontrar su camino en la música? Con suerte, pero, sobre todo, con buenas canciones. Iba con su guitarra y lo escuchaban con atención. Tenía todo para perder: unos poemarios publicados. Unas novelas también. Pero ese hombre, que seducía, parecía santificar la experiencia entre artista y espectador. Y se lo tomaban en serio. A sus 33 años, cuando prefirió dejar los libros y empuñar acordes, lo hizo por las mujeres, por cierto reconocimiento que necesitaba. Con casi 80 años, en sus shows de una de las últimas giras que hizo, hablaba a su público como si se tratara de amigos y agradecía su asistencia. Alguna vez, como era su costumbre, inició puntual su show en el Nokia Theater, de Los Angeles, en 2012. La gente seguía entrando al terminar la primera canción, el pidió que encendieran las luces para que todos pudieran sentarse, dio la bienvenida, y al final de la primera parte del show, repitió la canción del inicio para que quienes no llegaron a tiempo no se la perdieran.

Era un tipo delicado.

Su voz, profunda y grave, sostenía las palabras que solo alguien como él debía decir.

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Escribió en Grecia, en Montreal, en el Chelsea Hotel de Nueva York.

Quería hacer una canción que le quitara lo solemne y divino al Hallelujah y volverlo algo más terrenal, humano, más equivocado. Trabajó en la letra cinco años, luchó, arrancó versos, colocó otros. Cuando pensó que la tenía, la volvió a trabajar y trabajar. Hizo otra versión, quería que suene un aleluya seglar, pero que parta de ese lado divino. El poeta se tomaba en serio las letras de sus canciones. Y se notaba. Era tan humilde para reconocerlo. Un día —en un viaje en carro por Nueva York, mientras sonaba Just like a woman por la radio — Bob Dylan le dijo: “Leonard, tú eres el número uno, yo soy el número cero”. Cohen no le quiso llevar la contraria. Siempre se mantuvo en ese nivel. Cantaba Hallelujah en sus shows y siempre cambiaba la letra. Le hizo 80 estrofas. La grabó en 1984, con sonidos sintetizados que parecían volverla cursi, pero la combinación resultaba: se volvía un tema más desesperado, la canción salía de sí, como si se tratara de un grito, de un lamento. En 1991, John Cale escucharía la canción en vivo y le pediría a Cohen la letra para cantarla. Le enviaría 15 páginas de canción y Cale escogería las estrofas que creía funcionarían para su versión. Esa se volvería la versión final del tema, como la cantarían todo el mundo, con las doscientas mil versiones que han hecho, hasta en realities de canto.

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¿Es realmente Leonard Cohen el poeta del pesimismo, de la oscuridad? Quizás esa sea la salida fácil. Hay melancolía y desesperación en su obra, pero la calma con la que todo sucede y se dice —incluso en sus discos en los que los sonidos sintetizados le ganan la partida a la guitarra acústica— convierte a esa desesperanza en un viaje, en un recorrido.

Cohen es la voz que acompaña cuando alguien se siente mal.

Hace unos años, un amigo lloraba desconsolado porque su novia se había ido con alguien que consideraba su mejor amigo. Puso Famous blue raincoat en repeat, hasta entender ese dolor que le dejaba ser parte de un triángulo amoroso en el que lo habían colocado.  Y se quedaba en la séptima estrofa, una y otra vez: “And what can I tell you my brother, my killer / What can I possibly say? / I guess that I miss you, I guess I forgive you / I’m glad you stood in my way.  Al poco tiempo, luego de ese constante ejercicio de ida y vuelta por esa emoción que la canción supo explicar mejor de lo que él pensaba, se sintió bien.

Cuando se ven esos afiches en los que aparecen un par de huellas en la arena y leemos una historia que termina con Jesús cargando a la persona creyente cuando tiene problemas —y esas son las huellas que se ven—, pienso en Leonard Cohen.

Fotografía de Reuben Strayer bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0