Hospitalizar a un paciente psiquiátrico es la última opción de la Salud Pública en Ecuador: de las más de doce mil atenciones en psiquiatría hasta agosto de 2016 solo cuatro fueron enviados al hospital Julio Endara, donde los cuadros más graves —suicidas activos, trastornos agudos y tendencias violentas o agresivas, o que no tienen una familia— son trasladados. Ahí continúan su tratamiento hasta que se logre estabilizarlos. Después, la Defensoría del Pueblo y el Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) les buscan hogares temporales, desde donde puedan continuar de forma ambulatoria. Ninguno de estos cuatro pacientes estuvo hospitalizado más de diez días.
Una vez estabilizados, el tratamiento readquiere su forma ambulatoria: de vuelta al nuevo San Lázaro. La psiquiatra Claudia Chávez del San Lázaro explica que “los psiquiatras siguen interviniendo de forma global en el área psicológica, psiquiátrica, trabajo social y familiar pero como una consulta médica común: se termina el ciclo, se da de alta y se acabó”. El objetivo es evitar las hospitalizaciones innecesarias. El rechazo al nuevo sistema, según Chávez, existirá hasta que se cambie el estigma que hay sobre la salud mental.
La constante repetición de que lo diferente debe esconderse en las frías habitaciones de un hospital obstaculizan que los pacientes mejoren. Cuando una persona sufre de bipolaridad, depresión, esquizofrenia, o algún otro desorden mental se la incapacita: se cree que ya no pueden razonar, cuidarse, relacionarse con otros. Todo esto bajo la creencia de que su condición es incurable. Y esa idea, esa incomprensión, se transforma en una mezcla de miedo y compasión que suelen producir el encierro y aislamiento de los pacientes. La falta de información sobre la salud mental causa internaciones innecesarias, deudas altísimas para las familias, que los pacientes no se curen y que la noción de incurabilidad permanezca. No es una coincidencia que los centros psiquiátricos estén siempre apartados de la comunidad: no nos gusta que nos recuerden que uno de nuestros familiares está pasando por esto, tampoco que a cualquiera le puede pasar. Ese prejuicio es lo que lleva a muchos a internar a sus familiares: no saben cómo trabajar con ellos y creen que la única forma de que el paciente no sea un peligro para otros es encerrándolos. Un encierro que tiene un costo altísimo.
Del otro lado de la oferta pública, está la privada. En Quito hay cuatro establecimientos dedicados a la salud mental que cobran una tarifa diaria para atender a los pacientes internos con distintos servicios y comodidades. En el Centro de Reposo San Juan de Dios en el Valle de los Chillos, a 45 minutos de Quito, la habitación simple cuesta 58 dólares y la doble 79 dólares por noche. Fuera de estos valores están el servicio de lavandería, peluquería, medicamento. Por estar una semana —que son los pacientes menos críticos— una persona podría pagar más de 553 dólares y por hasta un mes —para pacientes que son un peligro para su familia y ellos mismos— podría pagar más de 2.370 dólares. Por esa misma cantidad, un turista puede hospedarse por tres semanas en un hotel de cinco estrellas de Quito, con todos los servicios incluidos. Lo mismo ocurre en otros lugares como la Clínica Nuestra Señora de Guadalupe —cerca de 100 dólares la noche— donde los medicamentos y todos los servicios hospitalarios están cubiertos a excepción de exámenes de laboratorio o medicinas fuera del cuadro del Ministerio de Salud Pública. Elegir dónde (y cómo) tratar una cuadro psiquiátrico es, también, una decisión económica.
En el caso de no tener los recursos necesarios, los familiares pueden acceder a estos servicios con ayuda económica de los propios establecimientos, la Seguridad Social, o con descuentos de sus seguros particulares. La Clínica Nuestra Señora de Guadalupe trabaja con algunos afiliados al Seguro Social, y, en el caso de no contar con el seguro, el establecimiento ayuda a los pacientes financiado hasta el 100% de descuento en atención ambulatoria o un porcentaje para internarlos. Pero en el caso del centro San José Marina Comunidad Terapéutica es distinto: su propietaria Rosa Luna dice que intentaron hacer un convenio con el MSP pero que no aceptaron y “dijeron que les parecía una construcción pequeñita de unas tres casitas”. Este centro, en realidad, busca eso: un balance entre internar a los pacientes en un entorno familiar hasta que se estabilicen y puedan continuar de forma ambulatoria.
El negocio familiar de Luna se ha convertido, también, en el hogar temporal de muchos pacientes. Las instalaciones del centro San José Marina Comunidad Terapéutica están en Nayón, a las afueras de Quito. Es una pequeña urbanización de casas blancas de piedra con puertas cafés, rodeadas de flores y césped recién cortado y una hamaca en el centro del patio. Afuera de los altos muros de concreto hay árboles delgados con hojas verde oliva y los pacientes están haciendo sus terapias en las aulas, sentados esperando al doctor o conversando entre sí. Luna explica que es un negocio familiar que busca que los pacientes socialicen y se sientan como una familia. “Mis nietos vienen y conversan con los pacientes, nunca los ven como que estos son los locos. Nosotros festejamos cumpleaños, Navidad, todo como si estuvieran en casa”, cuenta mientras mira por un momento a la ventana hacia el patio y se fija otra vez en la conversación. Aunque no tienen una cobertura por parte del MSP o de un seguro privado de salud —que no dan cobertura total en caso de hospitalización por salud mental— intentan rebajar los precios para personas que no pueden pagar el tratamiento o conversan con ellos para que los traigan durante el día pero no duerman ahí. En el caso de internarlos, el costo es de 160 dólares —80 por utilizar todas las instalaciones más 80 dólares de los honorarios médicos especialistas— y, generalmente, se quedan 10 días: 1.600 dólares más las consultas médicas externas cuando estén en tratamiento ambulatorio que puede costar 25 dólares diarios.
Los altos precios no son el único impedimento para que la salud mental sea tratada de forma adecuada en Ecuador. “El hecho de que se presente en nuestra familia una persona que se desajuste de los formatos nos está permitiendo entender hasta qué punto como familia estamos preparados para estos cambios y cómo podemos adecuarnos desde nuestros recursos o solicitando ayuda profesional” explica Escobar. Por esto, los expertos del MSP y de los centros privados de Quito, repiten que lo más importante es que mientras se estabilice a un paciente, se realice un acompañamiento y una terapia familiar para que, cuando se le dé de alta o se realice la atención ambulatoria, la familia sepa cómo apoyarlo. Luna cuenta que “a veces vemos en la prensa que una persona se suicidó y era paciente nuestra y es porque los han dejado desatendidos”. El resultado de los tratamientos no son predecibles pero sí dependen del acompañamiento que reciban de su familia o su círculo social.
El sistema de atención ambulatoria en salud mental ha demostrado ser exitoso siempre que haya las condiciones idóneas para un paciente. Según un estudio realizado en el 2007 en Valencia, España, seis meses después de la implementación del tratamiento ambulatorio, el número de urgencias redujo de 2 diarias a 0, de 1 ingreso diario a 0 y de 26 días de hospitalización a 2,5. Resultados similares se encontraron en estudios en Carolina del Norte y Massachusetts en Estados Unidos. Los estudios aseguran que esto es posible si es que existe el espacio, los médicos y la atención adecuada para cumplir con las necesidades de los pacientes ambulatorios. Si es que este no es el caso, el tratamiento puede fallar.
El presupuesto para la Salud Mental en Ecuador ha sido del 1% o menos en los últimos cuatro años y las atenciones a pacientes ha incrementado. Solo para junio de 2016, el MSP ha atendido a más de la mitad —428.060 personas— que en el 2015 —751.913 personas—.
El número pacientes en salud mental crece pero el presupuesto no. Para Escobar, este dato sirve para cuestionar el nivel de compromiso que tenemos todos sobre la salud mental. Y es que esto no es algo que solo debe importar a los que ya tienen casos críticos en familiares cercanos o amigos. Es necesario olvidar esos casos imaginarios en que a un paciente se lo encierra con camisa de fuerza en un cuarto bajo llaves y entender que son personas que bajo el tratamiento adecuado pueden ser perfectamente estables en su vida laboral, social y privada.