Come writers and critics
Who prophesize with your pen
And keep your eyes wide
The chance won’t come again
And don’t speak too soon
For the wheel’s still in spin
And there’s no telling who that it’s naming
For the loser now will be later to win
Cause the times they are a-changing

Cuando Sara Danius, secretaria de la Academia Sueca, dijo: “Bob Dylan”, el resto fue emociones, como pasa  con las buenas canciones y con las buenas noticias (esas que parecían escasear en este 2016 que nos ha matado a tres-cuatro ídolos).

El Nobel de Literatura para Bob es una buena noticia y, en este caso, “good news are good news”. Un acontecimiento de los que nos permiten recordar, porque deja que la memoria se agite con esa voz carrasposa, casi susurrante. Las imágenes de amigos, familiares, colegas, maestros, carreteras, paisajes, tardes, pájaros, lluvia, jornadas azules se suceden como en una cinta de video 8. Emociones y momentos. Un DVD pirata del 30th Anniversary Concert Celebration como regalo de cumpleaños, cuyo gesto adivinaba que en esas canciones (en ese disco interpretadas por muchos) había poesía-narrativa-imaginación-historia-belleza-y todas las cosas que componen la literatura más allá de las formas.

Es una buena noticia porque, como es Nobel, el nombre de Dylan resuena ahora en todo lado, ese nombre que en el devaneo literario se relaciona con el de Dylan Thomas —el magnífico poeta galés que ya muerto no cede ante la muerte—, aunque el mismo Bob negó, en una entrevista para Playboy en 1978, que se haya inspirado en él. Estos días Dylan está sonando como antes ya sonaba en sus discos y escasas declaraciones, o en la voz de otros cantautores —Francesco de Gregori, Marie Lafôret, Andrés Calamaro— que a él o a sus letras se han referido en varios idiomas.

Así, escuchando a Dylan —porque con este Nobel también gana la oralidad, tan abuela de los libros— no hay arraigo alguno,  pero sí la reunión de las gentes, ese acercamiento entre dos cuando la palabra llega al oído y evita que choquemos hambrientos de contacto.

La canción gana con la decisión de Estocolmo: como género, como modo de expresión, como el encuentro más sensible entre las artes y los ambulantes. Si juglares y trovadores se repartían la plaza siglos antes, Dylan hace que las grandes novelas estadounidenses o que Whitman y Pound y Ginsberg proyecten ecos en un disco. Esa cercanía, pertenencia, hermandad entre la canción y la literatura ya se han sentido con García Lorca o con Boris Vian; es la fe en la letra y la música.

Hay quienes alegan que escribir para un público masivo es diferente a escribir poesía, será porque las artes ‘de prestigio’ reniegan de la idea de masa y mercado, de lo pop. Y, sí, escribir para todos no es igual que escribir para lectores selectos, y ahí está una razón más para el Nobel a Dylan: la suya es otra forma, otro camino de la escritura que acoge patrones de rima y ritmo, pero quiebra gramáticas y busca expresiones cercanas y francas, la metáfora elaborada se hace sensible y nunca tonta.

Es, diría, la cotidianidad de la palabra, la poesía de la experiencia, la contemplación de lo diario y lo real, además de las puertas a la ilusión que se abren desde ese conjunto. Fraseos y versos del discurso directo, de un silabeo que muerde y acaricia. No solo en las canciones, en los textos de Tarántula está el ritmo atiborrado de visiones y sensaciones. Y en Hurricane está la crónica, ese relato particular de un boxeador, pero universal para todos los estafados por los cuentahabientes de poder, que convierten a hombres en ratones por el color de piel y el grosor de la billetera. Dylan también escribió de eso, cantó, cuerpo frágil de Minnesota y alma enorme, de leyenda. Dylan,  brutal y cálido, cerilla que enciende una fogata.

La Academia ha comprendido —o se ha visto obligada a intentarlo— que los tiempos son un cambio y que hay que aprender a nadar para no hundirse como piedra. Su orden está rápidamente desvaneciéndose. Estocolmo se ha soltado a otras dinámicas más acordes al tráfago actual. Aunque la suspicacia siempre nos conduzca a escudriñar entre los pretextos políticos y económicos, la Academia se mostró abierta a las culturas y no a ‘la cultura’ que sus integrantes suponían representar, mientras insistían en la idea de arriba y abajo, de lo popular y de lo exquisito.

Las fronteras (género, soporte) se difuminan y las manifestaciones culturales proliferan; no ceden al relativismo sino que responden a las ideas, las prácticas y los usos de todos los que somos. Esa pluralidad de formas de ser se visibiliza —hoy con Dylan— en la literatura, como antes en otras artes, las visuales, por ejemplo. Es como si el concepto de legitimidad y distinción se trastocase un poco con esta designación, que es, sobre todo, apertura. Tal vez y luego le toque el turno a la novela gráfica, a las historias del cómic, quizá Alan Moore.

Ahora las formas de escritura de Dylan se coronan de laureles, pero siguen hablando de la derrota que anida esperanza y de los perdedores que abundamos, rodando de mundo en mundo, en un mismo planeta. Bob hace esa poética del errante, de perderse para ser libre; con el pensamiento en el momento y las ansias de seguir andando hasta las ruinas del tiempo. Letras del errante, del sin destino fijo ni techo que lo guarde, del que sigue al sol en su tránsito, y a la luna; y otra vez, otra vez; de los que van y vienen, black and blue. Entonces la incertidumbre no es angustia, sino regocijo… y eso es, siempre, una buena noticia.

Es una buena noticia no solo para Dylan y sus seguidores y la literatura y las demás artes, también lo es para el director Todd Haynes, quien logró un retrato de genio cinematográfico al traspasar fronteras generacionales y de género en I’m Not There, filme en el cual Dylan estaba sin estar, siendo él y ella, uno y múltiple, como es… celebridad, artista, auténtico.