Falló la democracia. Los ciudadanos tuvieron la culpa. Por ignorantes. Por votar con el hígado. Por comer cuento. Por no ir a votar. Algunos parecen recibir la victoria del No al acuerdo de paz en Colombia decepcionados por el ciudadano de a pie, quedado de año frente a la sabiduría bien pensante de las élites intelectuales y políticas. El periodista Héctor Abad lo resume en diario El País de España: “En realidad parecemos un pueblo muy adaptado al mundo contemporáneo, globalizado, y en el mismo trending topic de la Tierra: la insensatez democrática”. Para él, el populismo, la demagogia vulgar, ha arrasado en todo el planeta.  “Berlusconi fue el prólogo, porque en Italia son los magos del trending topic y se inventa todo antes. Vinieron Chávez, Putin, Uribe, Ortega. ¿Vendrán Trump y Le Pen? Quizá. Todos son demagogos perfectos, cleptócratas que denuncian a la vieja cleptocracia”. Según Abad, el pueblo prefiere votar por ellos con tal de cambiar. “¿Un salto al vacío? Sí. Es preferible el salto al vacío que el aburrimiento de la sensatez. La sensatez no da votos: produce bostezos. Y a lo que más le temen los votantes es a aburrirse”. La moraleja parece ser: como los ciudadanos se han idiotizado a nivel mundial, la democracia no funciona. Pero el problema es exactamente el contrario: no es que los ciudadanos no están a la altura de los políticos, son los políticos los que tienen que ponerse a la altura de los ciudadanos. Esa es —o debería ser— la esencia de la democracia.

Hablemos de Colombia. Yo estaba a favor del Sí, pero seamos sinceros: Juan Manuel Santos y las FARC negociaron un convenio que casi todo el mundo admitía que era malo: algunos votaron Sí porque lo veían como un mal menor, y otros votaron No porque lo consideraban inaceptable aun a costa de que postergar la paz. Los negociadores pensaron que el pueblo se iba a calar el acuerdo a como dé lugar, porque —imaginan los políticos— la gente es idiota y de seguro votaría sí a una pregunta cuyo sesgo era grosero: “¿apoya usted el acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera?”. Por eso el Gobierno y las FARC firmaron el acuerdo con bombos y platillos antes del plebiscito, mostrando un hecho consumado que luego les disparó por la culata: fue como desanimar a la gente  a ir a las urnas. ¿Para qué votar por algo que ya se aprobó? La gente demostró que no es tan boba como pensaban Santos y las FARC.

Algo similar ocurrió con el Brexit. Si el estrambótico Nigel Farage, líder del Partido por la Independencia del Reino Unido (Ukip, por sus siglas en inglés), logró convencer al —¿inculto?— pueblo británico de abandonar la Unión Europea, fue gracias tanto a la eficaz campaña que desplegaron los adalides del Brexit, como a la sordera impenitente de las élites en Reino Unido y la Unión Europea, que se negaron a atender reclamos ciudadanos en temas esenciales como la inmigración. Lo propio ocurre en Francia, donde el desastroso gobierno del ilustrado Francois Hollande y la frustración popular han subido puntos a la extremista Marine Le Pen, una líder tan hábil como peligrosa para el mundo civilizado. También en Alemania, la política migratoria de la “mutti” Angela Merkel, acaso una de las estadistas más admirables de nuestro tiempo, naufraga ante el descontento ciudadano que alimenta el crecimiento de una temible ultraderecha que ha encontrado ya su estrella ascendente: la sosegada Frauke Petry, que dirige el partido ultranacionalista Alternativa para Alemania. El mejor ejemplo, por supuesto, es la ascensión de Donald Trump a punta de una retórica fogosa que, pese a su lunatismo, conecta con una porción importante del pueblo norteamericano. Trump solo es candidato republicano gracias a la patética desconexión del establishment de su partido —y el resto de candidatos en las primarias— con el sentir ciudadano. Hoy solo tiene posibilidades de ser Presidente de los Estados Unidos porque se enfrenta a Hillary Clinton, quien, pese a su respetable trayectoria pública, es una candidata bastante mediocre.

Entonces, ¿de quién es la culpa? La gente es como es y piensa lo que piensa. Eso no suele cambiar desde la política electoral, sino desde la cultura, en sentido amplio, y el activismo ciudadano. Por tanto, en una democracia, el deber de los políticos es conectar con la amplia mayoría de los ciudadanos para conseguir el favor popular y convertir propuestas positivas en políticas públicas eficaces. A quien no le guste esa realidad pura y dura, pues que milite contra la democracia. Y el político honesto, inteligente, preparado, que no esté dispuesto a asumir esa realidad, que se dedique a cualquier cosa menos a postularse en elecciones. Porque es la negligencia electoral de los buenos lo que abre camino a incendiarios como Trump o Le Pen. Es gracias a la arrogancia del poder de Colombia y Reino Unido que terminan ganando el No y el Brexit.

Así que no le echemos la culpa a los ciudadanos por el fracaso de las élites. Si sucumben es porque no saben cómo lidiar con alternativas políticas que, buenas o malas, logran conectar con la gente. Si alguna lección debemos concluir del triunfo del No, del Brexit, de Trump, de Le Pen y otros casos cada vez más frecuentes a lo largo del mundo, no es llorar porque los ciudadanos no están al nivel de los analistas, sino exigir —y ayudar— a los políticos bienintencionados y sensatos a cumplir su obligación más esencial en una democracia: sintonizar con el sentir mayoritario del pueblo a fin de ganar las elecciones.