Cuando escribí sobre la visita de J. M. Coetzee a la feria del libro de Guayaquil, nunca pensé que imaginar lo que diría un supuesto personaje del escritor sudafricano sobre la bibliofobia en Guayaquil, crearía un debate sobre si se lee o no en la ciudad. O que hablar del problema de la poca lectura de Guayaquil (y del Ecuador, donde la lectura promedio alcanza medio libro por año), fuera casi un insulto y un ataque a la guayaquileñidad. Hice un ejercicio de lo que creo —con las limitaciones e injusticias propias de imaginar algo— diría un personaje de Coetzee, un autor que aprecio por su abrumadora y precisa capacidad para la crítica social sin concesiones. Pero reconozco que ese ejercicio puede ser también injusto. Por eso quiero imaginar y proponer opciones para mejorar ese desierto literario guayaquileño y ecuatoriano.

Para revertir la bibliofobia quizás deba compartir experiencias sobre cómo me formé como lector. En muchos sentidos soy un guayaquileño —y ecuatoriano— privilegiado: mi madre, a través de su hábito lector y de la transmisión del goce por la lectura, me dio lo que ningún discurso pudo lograr. El goce que genera un hábito —la lectura, el deporte, el baile, un hobby— causa que el resto se pregunte por qué el otro vibra con lo que hace. Transmitir placer por la lectura es fundamental para cautivar a nuevos lectores. Por eso no hay nada más doloroso que un profesor de literatura abrumado por la desidia: ¿quién va a querer leer para estar triste? Pero cuando el placer por la lectura nace en el hogar y el ejemplo, se constituye una especie de construcción genético-familiar. En mi caso, que moldea el ánimo y la predisposición para leer.

Generar esos vínculos literarios desde la cercanía también es otra manera de crear nuevos lectores. Por eso la literatura pertinente para la edad y el lugar es tan importante. A los 10 años lloré por primera vez por un cuento: Guásinton, de José de la Cuadra. Mi madre me lo leyó una noche y acabé hipnotizado por la historia de un lagarto, que con su lucha contra sus cazadores se transformó para mí en símbolo de independencia y valentía. El relato también me condujo a la obra del que, probablemente, haya sido el mejor autor guayaquileño del siglo XX. Apreciar sus historias, y la literatura que también regaló el grupo de Guayaquil, fue entrar en un paisaje único del Ecuador, que me cautivó y me permitió entender el tránsito entre un país eminentemente rural hacia uno cada vez más urbano, lleno de desigualdades de clase y razas. Y plagado de prejuicios. En muchos sentidos, el mismo Ecuador que seguimos viviendo en estos días.

Para crear el hábito lector se necesita un entorno propicio. No es lo mismo vivir en un desierto literario, como Guayaquil, que en un bosque tropical. Lo segundo implica que haya una política pública y una cultura que promueva la lectura. En Reino Unido, viví en un bosque tropical: la biblioteca pública de la zona de Didsbury en Mánchester, así como muchas otras en la ciudad, es un centro de encuentro entre gentes de todas las edades, razas y niveles socieconómicos. Las madres con sus hijos de entre 0 y 4 años participan en sesiones de cuentacuentos y estimulación temprana. Los vecinos de la zona tienen acceso a material de lectura ya sea por Internet o con libros físicos, que las bibliotecas tienen la obligación de buscar o adquirir si es que no disponen de un ejemplar. Incluso se convierten en lugares para que los parlamentarios debatan su tarea legislativa con sus electores, cuando las bibliotecas albergan foros comunales. En el Reino Unido me di cuenta que las bibliotecas pueden ser espacios públicos llenos de vida, contrarios a lo que hay en Guayaquil, donde las bibliotecas públicas parecieran un anacronismo camino a la extinción.

Algo similar ocurre en la educación primaria y secundaria. Desde los cuatro años los niños en el Reino Unido deben leer al menos un libro a la semana. Son textos gratuitos, con historias apropiadas para su edad, hermosamente diagramadas y que hablan de lo que los niños viven a diario. El lenguaje y las narraciones son divertidos y generan en los pequeños la necesidad de pedir más y de conversar sobre lo que leen. Un ejemplo es Peppa Pig, que en su versión de dibujo animado es la expresión más depurada de historias bien contadas para hablar de diferentes aspectos de la sociedad británica. Pero no es solo darles libros divertidos a los niños sino incentivar la vivencia. Por ello, durante la semana de los libros, en la escuela de mi hijo cada niño debía vestirse como su personaje favorito. Alicias, Tintines, Caperucitas y Axterices nos recordaban a profesores y a padres que la literatura se vuelve vital cuando se lleva en la piel.

Otro aspecto clave para la difusión de la lectura es que se convierta en un tema de conversación cotidiano y en un hábito del discurso público. Tengo la impresión de que cuando en las charlas entre amigos y familiares, en la narrativa de los medios de comunicación y en el discurso del sistema político existen referencias a citas, a libros y a autores, las lecturas y la literatura son parte del imaginario social. Hablar del pasaje del zorro y la rosa de El Principito es apelar a la ternura. Un bar, teatro o librería llamados Aleph, son una evocación al genio literario de Jorge Luis Borges. Mencionar al poeta García Madero y a María Font es ingresar al mundo real-visceralista de Roberto Bolaño. Y hablar del Chivo, el Supremo, el señor Presidente y el Patriarca, es devolvernos a la imagen del dictador despiadado de Vargas Llosa, Roa Bastos, Asturias y García Márquez. Un personaje que la literatura latinoamericana construyó con excelencia y sobra de ejemplos.

La lectura, como hábito, se parece mucho a la práctica de un deporte: implica tiempo, dedicación y disciplina. Estos hábitos mejoran la calidad de vida. La diferencia es que mientras los resultados del deporte son personales pero visibles para todos (baja de peso, tonificación muscular), los de la lectura son menos visibles y sólo toman más sentido en la interacción con otros, cuando se comparte capital cultural. Por eso, un buen mecanismo para valorar lo ganado a través de la lectura, es tener grupos de conversación literaria. En Inglaterra, una vez a la semana conversaba con otros lectores sobre obras de los mejores escritores norteamericanos del siglo XX. Escuchar a otros opinar sobre los mismos textos implica abrirse a nuevas miradas, ideas e interpretaciones que enriquecen las propias. Lo importante es generar conversatorios, formales o informales, para aprovechar al máximo estas experiencias de colectivización lectora.

La comparación de la lectura con el deporte es válida también por los diferentes énfasis de política pública: mientras los esfuerzos para promover el ejercicio se ven en los parques que disponen de canchas y aparatos públicos, no hay una intervención de política pública que mejore las condiciones de las bibliotecas y el acceso a literatura de calidad, subvencionando la oferta. En este reportaje se muestra que el pequeño mercado lector inhibe la producción y oferta de libros. Hay que comenzar a facilitar las opciones de libros de bolsillo (mucho más baratas) y la organización de ferias de libro más a menudo, también a nivel barrial, así como generar los incentivos económicos (baja de impuestos) para que las editoriales arriesguen un poco más.

Es curioso que se hable del buen vivir como un checklist para alcanzar la felicidad y que, en ese contexto, la cultura y el impulso a los hábitos de lectura, parecieran tan marginales. En el debate para las próximas elecciones presidenciales y legislativas muy probablemente ni se mencionen. Pese a que son muchas y muy variadas las formas para fomentar hábitos de lectura y su socialización, en la práctica, han sido el pariente indigente de los debates políticos. Las políticas públicas generalmente se enfocan en los aspectos formales de la lectura por el lado de los sistemas de educación, pero no consideran el impacto de medidas y esfuerzos que mejoren la lectura en Guayaquil y Ecuador como un hábito social y cultural. Borges decía que la lectura es una de las formas de felicidad y que no se puede obligar a nadie a ser feliz. Creo que sí es importante ayudar —con iniciativas privadas y públicas, y a todo nivel— a que todos opten por ser felices.