El último gran escándalo tuitero es un texto publicado por la hija del presidente Correa, Anne-Dominique, en el diario estatal El Telégrafo. Otra vez, las críticas de las histéricas redes sociales personalizan la discusión. Según ellos, el problema es que la hijita-de-papá escriba en el periódico maniatado por el aparato de propaganda del gobierno. Es una discusión inútil que no va a llegar a ningún lado. Sus críticos dirán que es un abuso de fondos y recursos de todos, el presidente Correa dirá que no tuvo nada que ver en la publicación y que los que están bravos es por la claridad de las ideas de su jovensísima hija: es una pelea de escolares, un perro que se muerde la cola. Además, la crítica parte de una falacia ad-hominem: está mal que la hija del Presidente diga lo que dice en un diario estatal. Otra vez, en el Ecuador, caemos en el mismo vicio —atacar personas, no ideas. El problema con el texto de Anne-Dominique no es que haya sido publicado en El Telégrafo o en cualquier otro lado —si hubiese pensado un poco más, mandaba su texto a un medio no estatal, pero así mismo es ser joven—, el problema con su columna son los ropajes académicos de unas ideas muy flacas.

La última línea de Anne-Dominique me ha puesto a pensar: “Cabe indicar que The Economist Intelligence Unit tiene como país sede… ¡una monarquía!”. Al final, hay una O encerrada entre paréntesis para cumplir con la ley de Comunicación que exige a los medios marcar qué tipo de publicación es. Esa O entre paréntesis significa opinión, pero —¡Oh súpersemiólogos del Cordicom, sálvennos!— parece también un emoticón. De hecho, tiene una extraña semejanza con la carita que tiene los ojos y la boca abierta :o que solemos utilizar para mostrar sorpresa. Tal vez lo leí así porque yo misma me sorprendí cuando leí la burlona última línea de Anne-Dominique —fue un efecto de cascada: una opinión más o menos endeble (aunque escrita con bastante claridad) con un remate sardónico al lado de una letra que es una imposición legal. Es sorprendente porque, si se comparan las regulaciones de la prensa en el Reino Unido y en Ecuador, el que tiene el concentrador rasgo del poder de ¡una monarquía! no es el viejo imperio inglés, sino el joven jaguar latinoamericano (que anda, últimamente, con la pata económica rota).

Todos sabemos cómo funciona el control estatal de la prensa en el Ecuador. Una oficina infame llamada Superintendencia de la Comunicación (Supercom) dirigida por un exempleado de un canal incautado por el Estado juzga y multa a los medios del país por sus “faltas”. Desde octubre de 2013 hasta junio de 2016, ese despacho ha tramitado casi 900 procesos, de los cuales más de la mitad los inició la misma Supercom. Salieron de ese prontuariado 561 sanciones y 633 mil dólares en multas. Después de anunciar lo que había recaudado en multas, Ochoa ordenó a los medios cómo no titular la noticia: “Espero que mañana no salga el titular: $ 633.000 ha cobrado la Superintendencia en los tres años de trabajo. Aspiro. Dicen que guerra avisada no mata gente, decía mi abuelita.” ¿Qué es más repulsivo, el cinismo o la censura directa?

El tándem de la Supercom es el no menos triste Consejo para la Regulación y Desarrollo de la Información (Cordicom), dedicado a regular “las condiciones para el ejercicio de los derechos y cumplimiento de las obligaciones establecidas en la Ley Orgánica de Comunicación”. Para cumplir tan pomposa tarea, cuenta con un departamento de detectives semiólogos que encuentran mensajes ocultos en publicaciones amarillistas, como las de diario Extra, y en tiras cómicas como la Pantera Rosa y Mazinger Z. “Deslices e interpretaciones paranoicas”, las llamó el politólogo Arduino Tomasi.

En Inglaterra (¡una monarquía!) después de una revisión al sistema de regulación de medios, una comisión liderada por sir Brian Levenson, juez de la Corte de Apelaciones de Inglaterra y Gales resolvió crear la Organización Independiente para los Estándares de la Prensa (IPSO, por sus siglas en inglés). “A la prensa se le dan significativos y especiales derechos en estes país” —dijo Levenson en el reporte de 2012 que llevó a la creación de la IPSO— “Con estos derechos, sin embargo, vienen responsabilidades para con el interés público: respecto de la verdad, el respeto de la ley y a defender los derechos y libertades de los individuos. En breve, a honor los principio proclamados y articulados por la industria misma (y reflejados en detalle en el Código de Prácticas de los Editores)”.  En resumen: en ¡una monarquía! la regulación de la prensa la hace un organismo independiente del Estado, diseñado exclusivamente para que no pueda ser influenciado por el gobierno o el parlamento. Una de las más recientes decisiones de la IPSO, declaró que el tabloide The Sun había violado el Código de Prácticas de los Editores al publicar una noticia que decía que la Reina Isabel estaba a favor del Brexit. La IPSO, sin embargo, no ha estado exenta de críticas. Uno de los miembros del  parlamento confrontó a sir Alan Moses, director de la IPSO, en una sesión de rendición de cuentas: “La IPSO no ha cumplido en las áreas más sensibles”, dijo el experiodista y parlamentario por el Partido Nacional Escocés, John Nicolson. Moses se defendió, diciendo que se han hecho cambios sustanciales en la práctica de la prensa desde su creación. Según su página web, la organización ha recibido mil novecientas quejas por una columna publicada en The Sun el 18 de julio de 2016, titulada ¿Por qué el Canal 4 tuvo una periodista con un hijab como presentadora de la nota sobre el terror musulmán en Niza? En 2015, recibió 307 quejas de las cuales 183 fueron descartadas. Tres grandes medios (The Guardian, the Independent y The Financial Times) no suscribieron la convención de la IPSO porque exigen mayor independencia en la gobernanza para el organismo. Hay una discusión intensa en ¡una monarquía! sobre el rol y control de la prensa. En el Ecuador, en cambio, hay una vertical imposición de drásticas sanciones. En el monárquico Reino Unido hay un duro camino para crear una política pública basada en los consensos, las mejores prácticas del oficio a través del tiempo (la primera versión del Código de los Editores es de 1900) y una búsqueda de independencia mientras se enfrenta a los esfuerzos corporativos y de la prensa amarillista. Hay que sumar y restar, nada más, las peras y las manzanas, de las monarquías y las democracias latinoamericanas.

Pero las cosas van más allá del control de la prensa: en el Reino Unido (¡una monarquía!) los sindicatos no están satanizados como en el Ecuador. La alcaldía de Londres tuvo que retrasar sus planes para un metro que corra 24 horas al día porque no terminaba de negociar con los sindicatos de las líneas de metro involucradas. En el Ecuador, el mayor sindicato de maestros —la Unión Nacional de Educadores (UNE), creada en 1944— fue disuelto hace unas semanas. No se trata de legitimar los abusos de las directivas de la UNE durante décadas, ni la connivencia que tuvieron con gobierno conservadores a cambio de prebendas, sino de respetar  un derecho básico del trabajador: la negociación colectiva.  Hace unos meses, en una foto que dio la vuelta al mundo, el entonces alcalde de Londres, Boris Johnson, iba cicleando a su trabajo para promocionar el uso de la bicicleta en la capital inglesa. Otro ciclista que iba en sentido contrario, lo reconoció y, sin miedo, le mostró el dedo de en medio. La fotografía es genial. En el Ecuador, ¿qué pasa cuando alguien le saca el dedo al Presidente Correa? Si el mismísimo Jefe de Estado no se baja él mismo a resolver el pleito, lo resuelve su atemorizante equipo de seguridad que nunca, nunca, se identifica. En el Reino Unido, como dice Juan Jacobo Velasco, el disenso es parte de la cultura política. Se puede discrepar y votar en contra del partido propio, sin que el líder lo acuse a uno de traidor, o amenace con renunciar. Se puede, también, reconocer los aciertos de los adversarios políticos. No es, ni de largo, una sociedad perfecta. El discurso nacionalista ha ganado fuerzas, como lo vivimos también en el resto de Europa. Al mismo tiempo, la seguridad es un punto de preocupación, después de ver los atentados de París y Bruselas. En los grandes centros urbanos de todo el continente, hay poblaciones marginadas que podrían tener mejor acceso a salud y vivienda (aunque si se compara con el Ecuador, los estados de bienestar europeos son una fórmula de garantizar unas muy buenas mínimas condiciones y una paz social perdurable). El proceso de gentrification (o aburguesamiento) está cobrando cada vez más fuerza, y los mercados financieros (especialmente el londinense, necesitan más regulación y más carga impositiva). El Sistema de Salud británico está bajo seria presión (porque cada vez hay más personas que requieren atención), y el gobierno conservador lucha para mantenerse a flote después del desastre del Brexit —que llevó al anterior Primer Ministro, David Cameron, a renunciar. A mí, a lo lejos, me parece que esa renuncia ha sido una aceptación, como si el presidente Correa hubiese aceptado, no necesariamente renunciado, su fracaso con la iniciativa Yasuní ITT en lugar de culpar al mundo.

¿En dónde, de verdad, están los comportamientos monárquicos? ¿No será mejor, en lugar de andar pensando en Collier y Levitskyi, en Laclau y los  Cadbury, Rotschild y Schroederii, tratar de ver los comportamientos diarios, las realidades y los gestos de los políticos y las estructuras de las diferentes sociedades? ¿Dónde queremos construir democracia, en los claustros asépticos de la academia y los papers interminables o en la calle? Esta es la discusión que debía haber generado el artículo de Anne-Dominique Correa. Y no los ad-hominem que ha disparado, que son una muestra más de nuestra inmadurez como sociedad. :o