La autodenominada Revolución Ciudadana ha sido muy efectiva para acuñar ideas como si se trataran de marcas: el nuevo país en contraste del viejo país es uno de los mejores ejemplos de esa habilidad. La didáctica del poder propuso una comparación: la refundación institucional que significaba el gobierno de Rafael Correa (aupada por el boom de las materias primas) en contraste con la partidocracia, una especie de lacra señalada como la causa de todos los males. Esa pedagogía discursiva ha sido muy efectiva pero si se revisa bien su génesis, el nuevo país se cristalizó gracias a varias movidas a lo viejo país: en el primer año se destituyeron 57 diputados de oposición, y se negoció con sus reemplazantes para lograr la aprobación del llamado a consulta para la Asamblea Constituyente. La idea del nuevo país es un concepto químicamente impuro, que depende del observador y del momento del periodo de análisis del gobierno de Alianza País (AP). Donde sí se inauguró algo completamente nuevo con el correísmo, fue en la mayoría parlamentaria que le permitió gobernar a Rafael Correa sin contrapesos desde 2008. Pero tal como están las cosas, el así llamado nuevo país desaparecerá en 2017, independientemente de quién gane la presidencia: volveremos al viejo país de un legislativo sin mayorías aplastantes.

Es muy difícil dibujar un balance del correísmo. Los apoyos, los detractores y los que estamos en un punto medio, hemos variado a lo largo del tiempo. Unos y otros hemos cambiado al ritmo de la historia: en su faceta refundacional, el gobierno de AP creció en apoyos; en el periodo de auge económico, se consolidó, pero también generó una oposición más dura. Ahora, aumentan el desencanto y agotamiento frente al autoritarismo del régimen, pero sobre todo por la crisis económica. Rafael Correa también es distinto: la frescura y voluntad convocante del Presidente de 2007 se ha ido disipando con el ejercicio del poder, mutando a una versión cada vez más cansina y contradictoria. Para su suerte, no hay un contra-relato frente al correísmo. En parte, porque la idea del nuevo país fue patentada por el régimen. La disputa del mensaje en estas elecciones se centrará en qué tanto se ofrecerá continuidad y desmantelamiento. Habrá matices. Pero, en general, con excepción de AP, los candidatos apuntarán a lo evidente: la idea del nuevo país correísta cada vez está más vieja y ajada.

Lo interesante es el nacimiento del correísmo como proceso político y lo que implicó. Porque lo increíble fue que Rafael Correa, sin contar con diputados en 2007, inaugurase un proceso inédito en el país que le daría, desde 2008, control absoluto del parlamento. Como recuerda este texto del portal Focusecuador, el proyecto de AP inauguró pactos con la oposición, como el que le aseguró los votos de Sociedad Patriótica para elegir contralor en enero de 2007 y la oferta de Lucio Gutiérrez de apoyar el llamado a la Asamblea Constituyente. Pero el punto de inflexión fue el entuerto que llevó en marzo de ese año a la destitución de 57 legisladores que habían votado por la salida del presidente del Tribunal Supremo Electoral. Más allá de la discusión sobre la legalidad del procedimiento, lo cierto es que los suplentes de los legisladores destituidos —llamados manteles porque salieron cubiertos con ellos cuando se descubrió la conversación con el gobierno— votaron permanentemente a favor del gobierno. Fabricio Correa, el hermano del Presidente, sugirió que se hicieron pagos para comprar las conciencias de los manteles. La mayoría que se formó (sin haber tenido legisladores propios) con los parlamentarios de otras tiendas políticas fue una maniobra perfecta que cimentó el paso para el control total posterior.

Ahí radica la capacidad única e irrepetible con la que Rafael Correa acumuló fuerzas legislativas. El punto que generó un quiebre de la inercia (path dependency) de parlamentos caracterizados por la atomización, fue usar en 2007 tácticas partidocráticas y adherir a parte del viejo país político al proyecto refundacional por la vía del llamado a la Asamblea Constituyente. Cuando la fuerza refundacional se tradujo en un apoyo mayoritario y sin precedentes al correísmo, los respaldos de ese viejo país fueron desechados. La maniobra fue genial porque absorbió a exmiembros de la partidocracia, como los gutierristas Dorís Solís, Virgilio Hernández, Augusto Barrera, Rodrigo Collahuazo y Augusto Espín. También generó una dinámica particular: la dependencia total del Parlamento al Ejecutivo. Esto se tradujo en la anuencia del legislativo a las propuestas de la Presidencia, en una velocidad sin precedentes para tramitar las leyes y en la negativa a fiscalizar a fondo al Gobierno. La razón era simple: la fuente de legitimidad electoral de los legisladores era Rafael Correa. Y el resultado fue obvio: sumisión.

Desde que regresamos a la democracia, solo hubo otro periodo en que el Ejecutivo tuvo mayoría absoluta en el Congreso: la presidencia de Jaime Roldós. No obstante, la relación era totalmente distinta. Mientras que durante los gobiernos de Alianza País, la fuerza electoral ha radicado en el Presidente, en el gobierno de Roldós el orden se invertía. El eslogan de campaña “Roldós a la presidencia, Bucaram al poder” retrataba fehacientemente la fuerza electoral del partido de Assad Bucaram, Concentración de Fuerzas Populares (CFP), que facilitó la llegada del esposo de su sobrina Martha a la presidencia. Ello también significó el principio del fin: era Bucaram el que quería ejercer control sobre un Presidente preocupado en la transición democrática y emprender la modernización institucional del país. La relación fue tortuosa, pero las muertes de Roldós y Bucaram en 1981, cambiaron el panorama y causaron la caída libre de la que en ese entonces era la fuerza política dominante del Ecuador.

Desde ese inicio, la lógica parlamentaria ha estado marcada por la ausencia de una fuerza dominante y los problemas para llegar a acuerdos. Como mencionan los investigadores Andrés Mejía, Vicente Albornoz y María Caridad Araujo, esto entorpeció los procesos de elaboración de políticas públicas en el Ecuador y generó poca estabilidad política. Dependiendo del periodo, también generó fuertes conflictos entre los dos poderes, que se expresaban en los juicios políticos a los ministros y las dificultades para aprobar los presupuestos. En cambio, los periodos de Alianza País en el poder han significado una grieta enorme en esta historia: el acuerdo entre Parlamento y Ejecutivo ha sido absoluto. Esto va a cambiar con seguridad desde 2017. La ausencia de Rafael Correa como candidato presidencial, más el desgaste por la crisis económica, no solo pone en duda la elección del candidato presidencial de AP. Sobre todo, vuelve muy difícil que el correísmo logre la mayoría absoluta en la Asamblea: la grieta se cerraría y volveríamos al viejo país.

A diferencia de Cristina Vera, creo que no importa si Alianza País llega a la presidencia: en el próximo periodo habrá un Parlamento más activo y mucho menos subyugado. Incluso la relación entre la bancada de AP y un posible presidente de su partido va a estar mediada por una mayor independencia entre los dos, porque el factor de legitimidad de unos y otros estará, supuestamente, descansando en Bélgica. Lo que va a determinar la dinámica de los próximos cuatro años será justamente la posibilidad del retorno de Correa en 2021. Y ese será, sin dudas, el factor que, paradójicamente, va a provocar una dinámica de mayor conflicto dentro del Parlamento y entre los dos (y quizás los otros) poderes del Estado. En todo caso, el paréntesis de control parlamentario de AP no se va a repetir en el futuro por una sencilla razón: nadie va a subestimar la capacidad del correísmo para tener mayorías en la Asamblea.