El prestigio literario de Coetzee radica en su capacidad para la observación social que esboza con precisión conmovedora. Como un entomólogo cuidadoso, el escritor disecciona el ambiente de cada época, los conflictos morales y sus consecuencias, con una economía de medios que regala obras maestras. Ya sea retratando el pasado (Foe, El maestro de Petersburgo, Esperando a los bárbaros), la realidad de su país (Desgracia) o del mundo (Diario de un mal año, Slow man, Elizabeth Costello), su narrativa es un ejercicio metódico de crítica e insiding sin aspavientos. Al mejor estilo de Stefan Zweig, es capaz de meterse magistralmente en la piel de personajes históricos como Daniel Defoe y Dostoyevski. Pero también puede romper el canon como en Diario de un mal año. El sudafricano es una síntesis entre tradición y vanguardia literaria.
Por sobre todo, Coetzee tiene una visión crítica hiperdesarrollada, a nivel personal y social. Donde se observa con claridad ese espíritu es en su trilogía autobiográfica: Infancia, Juventud y Verano. Ya sea desde el recuerdo de su niñez sudafricana y de su juventud, que incluyó su trabajo como programador de computadoras en Inglaterra, pasando por un futuro (Verano) en que el autor es juzgado por sus amantes, Coetzee no se hace concesiones. Se autorretrata como un tipo frío y distante, al que le cuesta establecer relaciones, porque cuando sale de su reserva a través de la literatura, lo que arroja es la realidad descarnada, durísima. El premio Nobel sudafricano es una bomba H que aniquila la complacencia que banaliza la literatura.
Ese misil nuclear llegó la semana pasada al remanso de chatura literaria que es Guayaquil. A veces me pongo a elucubrar qué diría Coetzee al cabo de una temporada viviendo en esa ciudad. El personaje que crearía —un europeo o australiano de paso por la urbe que, por un accidente (como en Slow Man) tiene que quedarse convaleciendo algunos meses— narraría lo evidente: que en Guayaquil la gente no lee. O, como escribió José María León Cabrera, que los guayaquileños les tienen fobia a los libros. El personaje lo notaría preguntando y escuchando a los ciudadanos de una metrópoli en donde las exiguas referencias lectoras son a los libros de autoayuda o de éxito empresarial. La impresión se reforzaría buscando bibliotecas escasas y pobremente dotadas, en las que encontrar una obra del mismo Coetzee (hoy, un clásico de la literatura) seguro es una tarea titánica. Algo totalmente opuesto a lo que ocurre en un país medianamente lector, con acceso y facilidades para encontrar los libros deseados en las bibliotecas públicas barriales. La democratización lectora no ha sido una política pública guayaquileña. Y tampoco ha sido una demanda ciudadana que aparezca como prioridad.
El visitante ahondaría su incomodidad con el panorama privado. Se daría cuenta de la ingrata ausencia de librerías de viejo. De que la gente no solo no lee: tampoco le interesa salir de ese estado no lector, buscando alternativas. Porque si no hay opciones en las bibliotecas, la búsqueda debería enfocarse en ediciones baratas o usadas. El personaje observaría que hay ferias libres mensuales o semanales de cachivaches, de comida, de artesanías, de ropa. De todo, menos de libros. Ese abismo insalvable ya ni siquiera es en comparación con el primer mundo: es aún más doloroso cuando el visitante recuerda las dominicales ferias de libros viejos de San Telmo en Buenos Aires o de Tristán Narvaja en Montevideo. Su desasosiego se profundizaría al ver que las librerías dedican más espacios a la autoayuda y a los textos escolares, que a la literatura de calidad.
La búsqueda llevaría al visitante a pensar de que quizás la falta de libros y lectores estaría vinculada con un aspecto de traslado geográfico: los guayaquileños de clase media y media alta se están desplazando a las afueras de Guayaquil. Son cada vez más de Samborondón, de Daule y de otras zonas geográficas de expansión urbana. Siguiendo esa pista, el personaje se llevaría una sorpresa mayúscula y triste. Es verdad que esas zonas crecieron mucho en términos urbanísticos e infraestructura, pero no de bibliotecas públicas. Que la modernidad de los nuevos centros urbanos multiplicó los malls, los lugares de esparcimiento y alimentación, pero no produjo una sola biblioteca pública de calidad y al alcance de todos.
Mientras conversa con esos desplazados o cuando lee la prensa, el visitante constataría que en Guayaquil curiosamente sí se publican libros, pero poca literatura de calidad. Observaría que el cóctel de los lanzamientos de libros aparece en las páginas de eventos sociales junto a bautizos, matrimonios, cumpleaños: se parecen más a un llamado a adornar los blasones personales de los autores que una invitación a hablar de literatura o de lo que fuera. Como si publicar —lo que sea— se hubiera convertido en algo inn y trendtopic. Aunque, curiosamente, ni los invitados a los cócteles de lanzamiento comprasen los textos. El apartheid entre ricos y pobres en Guayaquil tendría, para el visitante coetziano, un lugar común: la bibliofobia.
En esa desolación el visitante recordaría el Karoo, la meseta desértica sudafricana, en donde Coetzee ambientó novelas como Esperando a los bárbaros y la terrible In the heart of the country. El personaje pensaría que Guayaquil es una especie de Karoo metafórico: un desierto —en medio de los manglares— desolado de literatura. A esa aridez llegó uno de los mejores escritores vivos. El ficticio visitante de esa hipotética novela habría asistido a la charla que dio Coetzee, hubiera visto el discurso metódico, universal, del Nobel de literatura 2003 y las caras atentas de una sala atiborrada de gente. Al final, se hubiera preguntado cuánto tiempo duraría esa gota literaria en este desierto-ciudad. Poco o nada, se respondería. Una Desgracia, con mayúscula.