Primero fue la ley del bikini en Francia: que ni se te ocurra cubrirte un poco más, porque va contra el laicismo y las buenas costumbres. Si eres mujer tienes, por ley, con el fin de garantizar la paz social, una cantidad limitada de centímetros cuadrados de tela para confeccionar tu traje de playa. Ahora, en cambio, la cosa es escupir a una monja albanesa que se dedicó a ayudar moribundos que recogía en las calles, leprosos abandonados por su familia, huérfanos, exprostitutas que no tienen nada, víctimas de desastres naturales, gente con sida o con todo tipo de enfermedades. Y que además fundó una “organización” en la que hoy casi seis mil personas han decidido dedicar todos los días de su vida a ayudar a otros. Se vienen tiempos de discusiones curiosas.

El domingo pasado estuve, durante tres horas, incinerándome voluntariamente en la canonización de la madre Teresa de Calcuta. Allá me llevó, entre otras cosas, una extraña asociación que siempre he hecho de esa pequeña monja encorvada con mi mamá. Hay una escena en la película El árbol de la vida que me remite a esos momentos: cuando Jessica Chastain trata de que sus hijos, al ayudar a dar de comer a mendigos, sean sensibles ante la vida de la gente que les rodea. La boca abierta, involuntaria, inmóvil, siempre era la  mía. Desde pequeño para mí ver un sari blanco con los bordes azules —el sari que utilizan los más pobres de los pobres de la India y que escogió la madre Teresa para sus monjas— era ver a mi mamá. Tal vez en el fondo ella siempre quiso ser monja de la caridad.

Estábamos allí más de cien mil personas. Habíamos ido a escuchar a un señor argentino que bordea los ochenta años, vestido de blanco, que cada vez que abre la boca es para animar a las millones de personas que le escuchan por distintos medios, católicos o no, a atreverse a tocar a los pobres, a tener la justa piedad de hablar con los ancianos, la decencia de recibir a los que emigran de donde seguramente serían asesinados, a no dejarse vencer por el círculo vicioso de la desesperación que lleva a pensar que nada tiene sentido. Esta vez, casualmente, también era para decir que esa mujer —que después de su muerte, fue despedida en la India con los mismos honores que Mahatma Gandhi— merecía ser llamada santa por los fieles de la Iglesia Católica.

Parece que esto no gusta en algunas salas de redacción. Se han dedicado en estos días, tristemente, desde sus cómodas portátiles, a hacer copy-paste a los mismos temas que el intelectual inglés Christopher Hitchens trató en su ¿documental? Ángel del infierno (el otro Teresa-hater que funciona como fuente es el texto del escritor argentino Martín Caparrós publicado en la revista colombiana SoHo, pero sus críticas pueden subordinarse a las de Hitchens, así que no hace falta dedicarle más espacio). El video en realidad son veinte minutos en los que —ni siquiera descontextualizando y desfigurando— Hitchens logra algo convincente. Ni qué decir del pésimo gusto de grabarse con la mitad de la cara iluminada, como una especie de Harvey Dent investigador.

Pero hay algo que la mayoría de las críticas a la madre Teresa no cuentan: la Iglesia Católica invitó a Hitchens, como es debido, a que presente sus observaciones sobre esta mujer con la que no simpatizaba cuando se estudiaba su proceso de canonización. Cada vez que alguien, en un blog, en un periódico o en un post de Facebook, repite las opiniones de Hitchens —porque eso son: extrañas opiniones— diciendo que la monja albanesa no era santa, me pregunto: ¿saben, al menos, qué está diciendo cuando dice santa? Además, ¿qué le importa a un no católico los procesos internos que utiliza la Iglesia para recomendar a sus fieles ejemplos de personas que, al haber ejercido de manera visible ciertas virtudes, pueden ser imitados? ¿Qué le importa quién es santo, quién es beato, quién es arcángel y quién es el miembro más antiguo del purgatorio?

Escribo esto porque no soy la madre Teresa. Ella se hubiera quedado callada. Ella, para perdonarles, no necesitaba leer al teórico de la comunicación Walter Lippmann y saber que utilizamos estereotipos para reaccionar ante la realidad. Y que esa manera de informarnos —que nos deja hundidos en una presuntuosa ignorancia— pone etiquetas para simplificar lo que nos rodea y, sobre todo, para adecuarlo a nuestra manera de ver el mundo.

La primera crítica de Hitchens —y de todos los que le hacen eco, incluyendo el tuit de la comediante argentina Malena Pichot— está en que no haya hecho más de lo que hizo. No es broma: pregunta por qué, en el centro que visitó en Calcuta, no dedicó un poco de dinero para mejorar las instalaciones médicas. No se refiere a las 758 casas que tienen en el mundo. Este número, obviamente, se le escapa. Habla de la única que vio, allá en los años ochenta, en la que las misioneras recogen a los moribundos. Hitchens, desde su escritorio, quiere ser el ejecutivo que decide a cuántos pobres tienen que dejar en la calle para atender mejor a unos selectos.

La madre Teresa sabía que no estaba solucionando del todo los problemas económicos de nadie. El premio Nobel de Economía (ni el de la Paz ni el de nada) nunca estuvo entre sus horizontes. Sabía que la pobreza del mundo, lamentablemente, no era algo que ella resolvería. Sabía que lo que hacía era una gota en un océano —así lo decía— pero, al menos, era una gota. Lo decía abiertamente: mi trabajo es atender al que ya no tiene nada a qué aferrarse, al más pobre de entre los pobres, como dice la promesa que hacen quienes la siguen. Increpaba: quienes están llamados a resolver el problema, la raíz del problema, no son las monjas que limpian las infecciones del mendigo, lo abrazan y le ayudan a ir a un baño digno —a ese mendigo que es fruto de la corrupción o del desinterés de otro. El llamado a resolver el problema, decía la madre Teresa, es el que tiene poder: el político, el empresario, el intelectual, el periodista. Ya ella y sus monjas se encargaban de ir a los huecos donde están, pudriéndose, los abandonados por ellos.

La segunda crítica de Hitchens se refiere a los no siempre limpios orígenes de ciertas donaciones. Por supuesto, muchos intentaron usufructuar de la imagen pública de la madre Teresa, de la misma manera que tantos políticos lo hacen hoy con el Papa Francisco. Pero ella, que convivía con gente que no tenía nada, no podía negarles ese dinero. Hacía de intermediaria directa. Y un mendigo no pregunta quién donó, ni cuánto donó, ni en qué moneda, ni con qué objetivos. Hitchens cita el caso del dictador haitiano Baby Doc Duvalier, pero no dice que las monjas de la caridad son las únicas trabajadoras sociales que viven en Cité Soleil, el barrio más pobre y peligroso de Puerto Príncipe, un lugar en el que los asesinos les avisan ante de empezar las balaceras para que se pongan a salvo. Hitchens menciona el caso del estafador Charles Keating pero no dice que, además de que todo el mundo lo consideraba inocente, lo único que dijo la madre Teresa fue: “No sé nada sobre los negocios del señor Keating. Solamente sé que ha sido generoso con los pobres”. Dice que le puso flores al dictador albanés Enver Oxha pero no cuenta que en realidad fue un gesto de perdón hacia el régimen que presumiblemente envenenó a su padre cuando era niña y que, después, nunca le dejó regresar a Albania ni siquiera para ver morir a su madre. Aquellos que hoy replican en medios de todo el mundo estas críticas, también, replican la naturaleza caricaturesca de estas acusaciones: llaman ambiciosa a una mujer que no dejaba que reemplazaran su sari viejo porque todavía le quedaba alguna manera de remendarlo, llaman avara a quien pedía en los aviones que le regalaran la comida que sobraba para llevársela a los mendigos que vivían en su casa.

Pero Hitchens no se detiene: dice que la madre Teresa propagaba con sus moribundos una manera resignada de ver el sufrimiento. Que los animaba a aceptarlo y a encontrarle un sentido ofreciéndolo a Dios. Aquí la culpa en realidad no es de la monja albanesa sino del judío que hace más o menos dos mil años, después de dar a entender que era Dios, con toda la polémica que eso conlleva, se dejó crucificar injustamente junto a los ladrones para que nunca nadie más sufriera solo. No pueden culpar a la madre Teresa de ser católica, ni de procurar que den ese valor al sufrimiento, un valor que, al menos hasta ahora, ha hecho que Occidente no sucumba todavía ante la tentación del suicidio como solución de cualquier adversidad. Además de que no hace falta ser un genio para intuir el profundo respeto que la madre Teresa tenía por todas las religiones: vivió siempre en lugares de mayoría musulmana o hindú. Jamás en Skopie o en Calcuta la vieron como una fanática.

No soy la madre Teresa: puedo seguir hablando de las críticas de Hitchens aunque sepa que es contraproducente, que es dar importancia a lo que no tiene, que es amargarme a costa del odio ideológico de otros. Otra de sus endebles acusaciones es que era una promovedora del colonialismo blanco  —tampoco es broma— y una bien calculada jugada de marketing católico. Pero el tema de fondo, el que no sale a la luz en un primer momento pero que verdaderamente divide las aguas, es el del aborto. A la madre Teresa no se le movió ni medio nervio para, al recibir el premio Nobel de la Paz, casi completamente cubierta por el atril que era más alto que ella, rodeada de intereses, decir que si tantas madres matan a sus hijos antes de que nazcan, en el futuro nada impedirá que no nos matemos también unos a otros. Que si ahora se asesina un feto, mañana pasará lo mismo con un enfermo y pasado mañana con un anciano. Para Hitchens eso era “hacer política”. El problema es que ahí entran en juego tantos lobbies, tantas farmacéuticas y tanta desinformación que el problema se agranda. En todo caso Hitchens no realiza una justificación del aborto, no existe discusión. Simplemente le molesta la seguridad de quien está al otro lado de la mesa.

Hay una frase de Mistress America, la última película escrita por Noah Baumbach y Greta Gerwig, que casualmente me recordó a la madre Teresa. “Los demás eran como fósforos comparados con una hoguera. Ella era la última cowboy. Una romántica fracasada. El mundo estaba cambiando y la gente como ella no tenía a dónde ir. Ser una luz de esperanza para la gente inferior es un trabajo solitario”. Noah y Greta no deben tener idea de que alguien utilizaría su guion para aplicarlo a una mujer de Albania que murió cuidando pobres en India. Además la misma madre Teresa odiaría que lo haga. Pero así, aunque mi mamá nunca fue monja de la caridad, al menos pude decir algo en defensa de su fundadora. Y en defensa de una mínima decencia pública.