El día en que murió Luca Prodan estábamos de viaje de estudios de la escuela secundaria. La noche en que murió Federico Moura estaba en la misma ciudad, Bariloche, con una novia adolescente.

Me enteré tarde de las muertes de Prodan y Moura. No había celulares, redes sociales, correo electrónico: mi padre, quien me había hecho escuchar Sumo, me dijo de Luca; la televisión habló a la noche del cantante de los ojos de hielo de Virus.

El día que murió Cerati me enteré por la ventanita azul de Facebook, minutos después de que suceda y desde Lima.

—Murió el príncipe —me puso Julio Villanueva Chang.

—¿Francescoli?

Nos hemos vuelto, como corresponde, viejos, malos, serios, un pirulín cínicos. En mis años hormonales hubiera sabido de inmediato que El Príncipe era Cerati y toda ironía habría estado de más. Hubiéramos tenido reuniones urgentes con amigos, habríamos cantado todas las canciones. Al final haríamos algún silencio.

Y si bien siento que también se fue —es un cliché, pero tal vez es cierto— parte de mi adolescencia (parte de la euforia), la muerte de Cerati se me antoja entre silencios. Pero silencios antes que todo —ideas, palabras, conversaciones, esta pavada.

Tal vez sea, creo, que yo ya lo había muerto, que para mí Cerati se fue cuando lo envolvió la seda del coma. Que su muerte del 4 de septiembre de 2014 no fue sino la confirmación administrativa de su muerte precedente. Si dicen que dormir es nuestro momento más cercano a todo deceso, el coma ha de ser un largo viaje en la barca de Caronte. Morirse en estado de inconsciencia: un silencio que sigue a otro, un sueño continuado hasta que salta la tecla de Stop. Morirse de animación suspendida. Morirse durante cuatro años hasta morir de muerte final.

No puse un disco de Soda. No llamé a mis amigos de la última infancia con quienes primero escuché a Cerati en una grabación pirata, a los doce años. No revisé las fotos de los quince, cuando armé mi primera banda y posábamos con los cuellos abotonados hasta el final, gel en los pelos, delineador en los ojos. La mayor parte del tiempo me la pasé sentado, masticando dos ideas.

Esta es una pequeña tristeza de señor mayor, chiquita, arenosa. De Cerati, antes me separaba un mundo. Fue uno de mis héroes musicales, quien me llevó a escuchar a Echo & The Bunnymen y, no sé por qué, a Pixies; el que me recordó a Bowie y, al principio, a The Police; el que me hizo creer que yo también podía ser músico. El que se murió es un tipo apenas once años mayor que yo, uno al que la vida también lo fue horadando.

El otro día vi una película donde unos señores muy mayores despedían a un amigo en el cementerio. Dejaron al enterrador hundir el cajón con el cuerpo muerto en la tierra y ellos se fueron caminando arrastrando los pies, de espaldas a la cámara. Uno palmeó a otro. Un par rieron. Unos pasos más adelante ya andaban en silencio, cada uno encerrado en la propia burbuja.

Tal vez sea eso: silencio para el que se fue al silencio definitivo, para el que será polvo pronto. Abrir los ojos, mañana, nosotros; nos ganamos otro día. El problema de la muerte ajena es que nos deja vivos para ejercitar la puta memoria.

Como sea, esa muerte seguirá golpeando en las casas más cercanas del barrio. Get used to it.

Gracias por la alegría.  Poder decir adiós, es crecer.

Farewell, Gustavo. Otra vez.