Y hay muy pocas voces que han cuestionado esta parte de la sentencia de este Consejo. Pocas.
En esta esquizofrénica realidad nacional solo importa estar a favor o en contra de Correa. No hay puntos medios. Y en ese ejercicio de extremos, los conceptos se pueden estirar, hasta que se difumine la lógica y se pierda el tiempo en golpes de efecto o en el nuevo hecho de coyuntura por el cual se puede atacar o defender al Presidente.
La resolución del Consejo de Disciplina Militar deja algo claro: hay algo extraño pasando por la cabeza de los milicos. Todo esto comenzó con una denuncia de Ricardo Patiño, Ministro de Defensa, en contra del capitán de la marina Edwin Ortega, que le respondió un mail a Correa en términos que Correa ha considerado “un insulto”. Es cuestionable esa posición presidencial (que revela una constante en su ejercicio de poder en estos casi 10 años) de sentirse ofendido, pero es una locura considerar que el Presidente por no ser “militar activo” no sea competente para pedir una sanción a un oficial militar.
Pero muy poca gente lo está viendo así. Muy poca gente. Como se trata de echar a Correa, hay que recurrir a lo que sea. Cristina Vera, en un texto en GK, es una de las personas que trata de verlo de otra forma: “Tomar el lado de las Fuerzas Armadas en la pugna de poder que mantienen con el correísmo es recurrir a las peores armas que hay en una democracia —escribe Vera—. Ciertos opositores han preferido plantear la disputa entre Correa y sus subalternos castrenses como una pelea entre iguales, cuando no lo es”. Según Vera, las Fuerzas Armadas tienen un rol de excepción en el país porque les hemos entregado voluntariamente armas que al resto nos están prohibidas. A cambio, las Fuerzas Armadas se deberían someter a la autoridad civil y no deberían usar las armas en contra de ella, solo contra potenciales enemigos. “En esa primera parte del acuerdo no creen nuestros militares. Ellos se creen una sociedad paralela a la ecuatoriana: más gloriosa, más honorable y disciplinada que la sociedad civil”.
Ver las cosas en su real dimensión parece difícil en el Ecuador. Sí, es lamentable que esta cuerda tensa entre Correa y los militares exista por un mal manejo de relaciones y por un ejercicio de imposición más allá del diálogo —que tiene como punto de quiebre reciente el deseo de acabar con ciertas ventajas de la seguridad social alrededor de las cesantías y jubilaciones que reciben los militares que, justo o no, es completamente extemporáneo—, pero tomar partido por los militares hace que todo roce la ridiculez.
La Constitución, en su artículo 147 —que habla de las atribuciones y deberes del presidente—numeral 16, es muy clara. Entre las facultades que tiene el mandatario está: “Ejercer la máxima autoridad de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional y designar a los integrantes del alto mando militar y policial”. Repito: “Ejercer la máxima autoridad de las Fuerzas Armadas“. En un artículo de opinión titulado Correa pretende ser Jefe del Comando Conjunto, Martín Pallares dice al inicio: “Rafael Correa pretende que una jueza de lo civil en Guayaquil interprete la Constitución y establezca que él es la máxima autoridad militar, ya no solo política como establece la Constitución, de las FFAA. Correa quiere colocarse por encima incluso del Jefe del Comando Conjunto en todos los temas militares, incluso en aquellos que reglamentariamente atañen únicamente a los militares activos”. Pallares —ya colocado en nuestro imaginario como opositor de Correa— lee la Constitución como quiere, y se pone a favor de la resolución del Consejo de Disciplina Militar porque el Presidente interpuso hace unos días una demanda de protección contra esa decisión, que resolvió la jueza Wolf y que borró todo lo actuado por el órgano militar.
Quizás la diferencia esté, para algunos, en que ejercer no es lo mismo que ser. Según el diccionario de la Real Academia Española, el verbo ejercer tiene cuatro acepciones. En este caso, dos de ellas calzan a la perfección: “Hacer uso de un derecho, capacidad o virtud”, y “Poner en práctica formas de comportamiento atribuidas a una determinada condición”. Si el juego de interpretación legal en esta caso se vuelve en un ejercicio semántico, estamos condenando a Correa y a los presidentes que están por venir a que acepten que finalmente no son autoridad militar. También nos condenamos nosotros, la ciudadanía, que aceptamos que los milicos están por encima del poder civil constituido, incluso en un caso tan absurdo como el del presidente vs el capitán Ortega.
Existen otras diferencias conceptuales saltando en varios sitios. En una carta al director de El Comercio, un ciudadano con el nombre Jorge Cevallos, establece una distancia entre la idea del comandante en jefe y máxima autoridad de las Fuerzas Armadas —”El señor Correa es la máxima autoridad de la institución armada, no es su comandante en jefe como lo ha afirmado en múltiples ocasiones”. Además, Cevallos dice que no debería considerarse gravísimo que “los consejos de disciplina le recuerden (al presidente) que no es un superior Por cierto, y para evitar malas lecturas, vale aclarar que a pesar de que la resolución del Consejo afirme que el presidente no es autoridad militar, el capitán Ortega tiene todo el derecho del mundo a defenderse legítimamente, sobre todo de las acusaciones que le hacen, que no dejan de ser ridículas.
Hernán Pérez Loose, en su artículo de opinión en El Universo, trata de dimensionar cierto aspecto jurídico del giro que ha dado este asunto. Explica el absurdo de que el presidente se asuma como sujeto de derechos, cuando no es la figura a usar: “Resulta asombroso que un jefe de Estado ignore que los titulares de los órganos del poder público no son sujetos de derechos, sino de potestades y deberes. A ese nivel de degradación jurídica hemos sido arrastrados en los últimos años”. En el marco de batalla legal que atraviesa este caso, vale la pena tomar en cuenta esto. Sin embargo, Pérez Loose habla de que ahora, en medio de toda una cultura de oposición que —hay que decirlo— ha sido propiciada por el mismo Presidente, es el turno de conflicto con las Fuerzas Armadas. Y ahí, entre líneas, está el juego de poder que parece ser el único posible: ahora es el turno de este actor, como antes ha sido el turno de otro, de sufrir por acciones del gobierno.
Pero este actor no es un actor cualquiera. En este caso, tomar partido por él es jugar al error. No se trata de estar a favor de Correa, tampoco. Es claro que no hay proceso judicial diáfano posible en este momento. Y no tiene sentido que un mail de respuesta sea tomado por un eternamente susceptible Presidente como un insulto. Se trata de entender que hay un hecho más profundo, un concepto constitucional que es importante y que se está dejando de lado por conveniencia. “Si la oposición insiste en recurrir a las peores armas —las boinas y los fusiles para hacer política— deberá estar preparada para caer a punta de esos mismos rifles. La democracia (sea quien sea que esté en el poder) no merece semejante sacrificio”, escribe Cristina Vera en su artículo. Y es de esta última frase que se está olvidando todo el mundo. Ese olvido voluntario es una prueba más de nuestro fracaso como sociedad.