Primer momento

Hay algo de nuestra infancia que salta con la imagen de Juan Gabriel. Joven, moreno, esbelto, con cara de sufrimiento, mientras mira a Rocío Dúrcal, que lo quiere echar de su departamento, en 1985. Hacen de una pareja que ya no tiene nada más que hacer para seguir junta y ella lo sabe, él le pide que lo reconsidere. Ella le grita que ya no tiene nada. Él no se contenta. “¿No tienes nadanadanadanadanadanada?”, le pregunta con la facilidad de quien puede pronunciar los trabalenguas más complicados con todo el dolor del mundo. Una vez que terminaba el video de Déjame vivir corríamos frente al espejo y tratábamos de imitar esa palabra imposible. Había ritmo, gloria, pena. No sabíamos lo que ese tipo había hecho, pero estábamos con él. Y estábamos con él porque ese manejo del ritmo, métrica y melodía no podía dejarnos impávidos. Le podíamos perdonar todo porque estábamos ante un acto que solo un X-men podía conseguir. Habíamos visto a un genio, a alguien que estaba por encima de nosotros.

Segundo momento

¿Cómo unir los sonidos y cadencias de la música ranchera con algo del mejor pop en español que se haya podido componer? Juan Gabriel conocía el secreto y supo usarlo. No necesitamos entender cómo lo hizo. Lo disfrutamos y punto. Es nuestro y punto. Está en nuestros genes, no se diga más. México ha tenido grandes compositores, pero lo de Juan Gabriel siempre fue divino. Fue el Prince en español, el que supo cómo convertir sílabas en generadoras de sentido, de emoción y de ritmo. El “ah ay” que canta en Querida —en la parte de los “dime cuándo tú”— es prueba irrefutable de esto. A Latinoamérica, durante los 70s y 80s, le pudo faltar la liberación que el rock prodigaba, pero tuvo en baladistas y cantantes de canciones de amor y desamor su invalorable gran cuota estética. Quizás nos falta punk como región, pero nos sobra pasión.

Juan Gabriel es parte de esa banda sonora. La de nuestros padres, la de nuestra infancia.

Y así como lo hizo Prince, Alberto Aguilera Valadez —su nombre real, que a esta hora todos lo sabemos— compuso canciones para otros artistas. Porque podía y quería. Desde luego, había un negocio de por medio. Los 80s fueron su reino, las canciones sus instrumentos de batalla y nosotros los que caímos rendidos a sus pies. Estábamos a su merced, incluso cuando eran otras voces las que cantaban sus canciones. Era así cuando hablaba de la visita arrepentida del amante que se ha dado cuenta del error cometido, pero desde la perspectiva de la otra persona, que ya aprendió a vivir por su cuenta y encontró otra forma para ser feliz (“Soy honesta con él y contigo/ a él lo quiero y a ti te he olvidado/ si tú quieres seremos amigos/ yo te ayudo a olvidar el pasado”, canta Isabel Pantoja en Así fue, en un crescendo de acordes, acompañado por una melodía que revela toda la desesperación y dolor del momento).  O como cuando ponía en palabras y en sonidos la abulia de una relación que se sostenía por muy poco (“Aunque ya no sientas más amor por mí, solo rencor/ yo tampoco tengo nada que sentir y eso es peor/ pero te extraño, cómo te extraño”, canta Rocío Dúrcal en la hermosísima Costumbres).

Nosotros crecimos siendo sus fieles súbditos. Bailando en camino al Noa noa.

Tercer momento

Ese tipo grande (siempre lo vi inmenso), sensible, sufriendo todo el tiempo, no tenía reservas en dejar en evidencia su amaneramiento. Su presencia mediática se adjetivó, fue definido como marica en una época en la que no existía tanta corrección política y la homofobia era bienvenida como reacción natural. Todo el mundo lo bromeaba, lo volvimos parte de nuestro día a día por cómo se movía, por lo que representaba. “¡Qué buen cantante era… pero nunca me gustó cómo era!”, escuché decir hace unas horas. Muchos verán una derrota en esa frase, yo no. El más grande triunfo sobre toda esa homofobia ochentera que siempre cargó Juan Gabriel está ahí: en haberlo aceptado, en haberlo hecho parte de nuestras vidas, pese a que la única manera de procesar sus devaneos y coquetería haya sido la broma y el insulto velado. El ser humano es miserable, pero mientras acepte y reconozca la belleza, no todo estará perdido.

Sí, Juan Gabriel era distinto, no era normal.

Alguien normal no puede ni podrá, nunca, crear tanta hermosura para el mundo.