Al Ecuador regresan las ideas neoliberales: ocultas bajo la niebla de la actual crisis económica se ofrecen como salvadoras. Por ejemplo, un grupo de economistas emitió un comunicado, que consta de veinte y cinco recomendaciones para enfrentar la crisis. En general, el espíritu de  sus propuestas  encajan  con las tres ideas núcleo del Consenso de Washington, el set de políticas públicas creada por el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Departamento del Tesoro de Estados Unidos: disciplina fiscal, liberalización comercial y financiera y desregulación. Por eso no es de extrañar que gran parte de sus propuestas contienen los verbos reducir y disminuir. Los ecuatorianos tenemos propensión a olvidar con facilidad nuestro pasado.

No es volviendo nuestra mirada al neoliberalismo como vamos a resolver los errores del populismo. Incluso el gran apóstol neoliberal Alan Greenspan reconoció los errores del modelo que puso en jaque a la economía mundial en el 2008.

Para entender los errores y limitaciones del neoliberalismo debemos comprender la relevancia de las instituciones. Cuando hablamos de instituciones no sólo nos referimos a las reglas formales que surgen del marco legal de un país: el concepto es mucho más amplio y cubre reglas informales relacionadas a normas, valores, rutinas y tradiciones que están presentes en nuestra vida diaria, y que condicionan y dan forma a gran parte de nuestra vida social.

Si bien las instituciones por su misma naturaleza deben ser estables a fin de que generen certidumbre, esto no significa que no cambien. El cambio institucional ha sido una constante en la historia económica. Sin embargo, parece tener una dinámica lenta antes que revolucionaria. La razón está en la relevancia de las reglas informales (normas, valores y tradiciones) cuya resistencia al cambio condicionan la efectividad de cualquier proceso generado a través de un evento revolucionario (como la promulgación de una nueva constitución) que de un momento a otro cambia la estructura legal de una sociedad. Sucede lo mismo con la imposición externa de un marco institucional formal, como el Consenso de Washington —mejor conocido como neoliberalismo.

No tomar en cuenta las especificidades culturales de cada sociedad —y por tanto su evolución histórica— ha llevado al neoliberalismo a creer que implementando el tipo de instituciones formales que prevalecen en las sociedades ricas llevará inevitablemente a la convergencia económica y el progreso social en las pobres. El momento en que el neoliberalismo empaqueta las instituciones en un recetario que se supone puede ser aplicado en cualquier tiempo y lugar, niega la historia de cada país. Por ejemplo, la herencia institucional colonial del Ecuador, a todos rasgos extractiva y excluyente, es desconocida (o al menos ignorada) como origen del  injusto e ineficiente orden social y económico actual.

El sesgo académico de los neoliberales, los lleva a creerse  guardianes de la buena economía. Para ellos, lo que nos ha llevado hasta aquí es la ignorancia: si tan solo nos dejáramos asesorar por sus ideas ilustradas e informadas saldríamos de la crisis. Los neoliberales ofrecen el mismo recetario independientemente de la ideología política del gobierno de turno: todos deben aceptar la flexibilización laboral independientemente de que seas sindicalista o empleador, todos deben aceptar la liberalización comercial independientemente si eres un exportador agrícola o un industrial o agricultor andino, todos deben aceptar la reducción de impuestos, independientemente de que vivas en un país con alta pobreza y en una de las regiones más desiguales del mundo. Ofrecen su fórmula invariable a pesar que la evidencia empírica siempre  ha arrojado resultados ambiguos. Son la política y las instituciones políticas las que determinan las instituciones económicas que prevalecen en un país. No al revés.

La crisis de deuda a inicios de los ochenta hundió en una profunda crisis económica y social a casi todos los países latinoamericanos. Coincidió con el triunfo del neoliberalismo como paradigma económico reinante: desplazó al keynesianismo a partir de la llegada al poder de Margaret Tathcher en el Reino Unido y Ronald Reagan en Estados Unidos. Latinoamérica no fue ajena a esta realidad y las ideas neoliberales se fueron esparciendo a través de la región por medio de una serie de reformas denominadas “Consenso de Washington” que le fueron impuestos por organismos internacionales como el FMI y el Banco Mundial . Por tanto, se trata de la importación de una serie de dispositivos institucionales   para ser implementados de manera general por todas las economías de la región, independientemente de particularidades económicas, políticas, culturales y sociales que puedan predominar en cada país Un mismo jarabe para diferentes enfermedades.

Latinoamérica siguió al pie de la letra la receta. Según el economista Eduardo Lora, los países latinoamericanos aplicaron con mayor profundidad las medidas del Consenso de Washington y, a su vez, obtuvieron los peores resultados de crecimiento económico en comparación a aquellos que optaron por reformas institucionales más adaptadas a su realidad económica, política, social y cultural, como Corea, Taiwán, Singapur y China. De hecho, los llamados Tigres Asiáticos no liberalizaron su comercio y desregularon su sistema financiero hasta finales de los ochenta. Entre 1990 y 2010 la tasa de crecimiento económico de América Latina fue una fracción del nivel alcanzado previo a 1980 (3,4% en el periodo 1990-2010 vs 5.5% en el periodo 1950-1980). En Una economía muchas recetas, el economista Dani Rodrik hace un contraste bastante interesante respecto a la brecha que existió entre el ideal que propugnaba el Consenso de Washington y el patrón observado  dentro de las economías del este de Asia.

Esta comparación no pretende demostrar que las políticas que siguieron los países del este asiático son las adecuadas: eso sería caer en un nuevo recetario. Lo que nos dice es que la imitación ciega de marcos institucionales, que no toman en cuenta el contexto local, reflejado en su cultura, es un salto al vacío con resultados limitados. Los países del este asiático entendieron esta realidad. Si los chinos hubiera aplicado las terapias de choque que los neoliberales impusieron a la economía rusa luego de la caída del comunismo, hoy China se parecería a Rusia: dependiente de sus recursos naturales, y su riqueza entregada a la oligarquía. Si los surcoreanos hubieran seguido el principio de la ventaja comparativa que es el corazón de la teoría del comercio internacional neoliberal, se hubieran especializado en arroz: hoy serían los mejores productores de arroz y no la potencia tecnológica que son. Como dice el economista Erik Reinert: las economías no occidentales que han tenido éxito han sido aquellas que han seguido las políticas que hicieron ricos a los países occidentales, y no lo que los occidentales dicen ahora que hay que hacer para ser ricos.

Cuando en Latinoamérica se intentó una estrategia propia, las cosas salieron mejor. La estrategia de desarrollo económico de origen latinoamericano impulsado por la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) llamada sustitución de importaciones generó resultados económicos y sociales superiores a los arrojados por el periodo del Consenso de Washington. Sin querer pretender pasar por alto las debilidades del modelo que no le permitieron sostenerse en el tiempo, es claro que entendió mejor la realidad y el contexto local. Por ejemplo, a nivel de resultados sociales, en términos del índice de desarrollo humano relativo a los países industrializados siempre existió una mejora permanente, hasta llegar a un periodo de quiebre de la tendencia a partir de los ochenta. En promedio la tasa de crecimiento latinoamericana del periodo 1950-1980 estuvo por encima de las tasas de crecimiento promedio obtenidas durante el periodo 1980-2008.

Criticar el neoliberalismo no significa aceptar el modelo populista como alternativa. Tanto el neoliberalismo y el populismo comparten un rasgo fundamental y que debilita su aplicabilidad práctica: el extremismo de sus ideas. Mientras el neoliberalismo minimiza la importancia del Estado, el populismo minimiza la importancia del mercado: prueba de ello es el objetivo constitucional ecuatoriano de convertirnos en una economía social y solidaria, ignorando las ventajas de las economías de escala (a mayor producción se reducen los costos y aumentan los beneficios empresariales y los salarios) y la división del trabajo. Así mismo, el neoliberalismo privilegia el intercambio comercial por encima de la producción. Por ello, a los neoliberales no les preocupa demasiado si producimos bananas o tablets y  menosprecian la política industrial, aún cuando no existe evidencia de que ningún país que se haya hecho rico y que en sus etapas iniciales no haya desarrollado una política industrial activa, que implicó barreras al comercio, subvenciones a ciertas industrias y muchas cosas más.

El populismo con su tendencia a la jerarquía, el conflicto y la centralización es opuesto a la creatividad, que es la fuente de la innovación y permite entrar en lo que el gran economista Joseph Schumpeter llamó destrucción creativa: vendavales de innovación crean nuevos productos y formas de hacer las cosas destruyendo a su paso lo viejo. No se puede obtener destrucción creativa en la esfera productiva y al mismo tiempo considerar al  status quo a nivel político como una virtud.

Necesitamos una tercera vía que nos saque de esa trampa neoliberalismo-populismo. Una vía pragmática, que no simplifique la realidad encajándola en extremos ideológicos. Una vía que no olvide los errores cometidos: los excesos del neoliberalismo que ya nos pasaron factura a finales de los noventa y ahora la acción desbordada del Estado que nos podría llevar a igual destino. Esa visión pragmática la podemos obtener a través de lo que el economista John Kenneth Galbraith llamaba compensar o equilibrar el poder: frente a un gobierno grande una amplia y variada sociedad civil. Si la estructura institucional vigente incentivase que muchos grupos sean capaces de convertirse en políticamente activos y movilizarse cuando sus intereses sean amenazados, la competencia política evitaría que un gobierno imponga su visión particular del mundo. También evitaríamos que un grupo de economistas nos impongan una fórmula inflexible cuando lleguen al poder.