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Muchos oros eran esperables en Río 2016: Usain Bolt, Michael Phelps, Mo Farah, Simone Biles y Katie Ledecky y, también Caster Semenya, la ganadora de los 800 metros femeninos en atletismo. Pero el triunfo de Semenya (y la medalla de bronce en la misma prueba de la keniata Margaret Wambui) podrían cambiar radicalmente la manera como se diferencian los deportes. Porque, en contraste con otros atletas, Semenya y Wambui tienen una condición particular: la intersexualidad. Son mujeres hiperandróginas, con niveles excepcionales de testosterona que les darían una ventaja en términos de potencia. El éxito de ambas ha abierto el debate sobre cuáles son los criterios para diferenciar —o discriminar— para competir y cómo estos criterios se conectan con nuestras ideas sobre diversidad, que están cambiando rápida y radicalmente.  

El deporte es sinónimo de una serie de valores, entre los que se incluye, al menos discursivamente, la no discriminación. La idea es sencilla: todos pueden competir en igualdad de condiciones. Pero la desigualdad, por principio, existe. No es lo mismo la pobreza, la malnutrición y las condiciones de entrenamiento en países subdesarrollados, frente a programas deportivos y sociedades donde estos problemas son cosa del pasado. A pesar de ello, aceptamos que compitan entre sí países que se encuentran en los extremos opuestos del índice de desarrollo humano del PNUD. También aceptamos como válidas las diferencias que pensamos naturales: discriminamos por sexo y edad, con torneos especiales para los más jóvenes o con pesos para la bala y el martillo distintos según el sexo de los deportistas. 

En muchos deportes se establecen categorías por peso, como ocurre en el levantamiento de pesas o el box. Sin embargo, no hay otros criterios de discriminación en otros deportes. Por ejemplo, no hay un máximo o mínimo de estatura en el básquet o el voleibol, a pesar de que los más altos podrían tener una ventaja evidente. Tampoco discutimos como una ventaja antideportiva las predisposición genética de los atletas jamaiquinos o keniatas para convertirse en potencias en las carreras de corto o largo aliento. Aceptamos esas diferencias —y los criterios para establecerlas o no— como esenciales al deporte. Pero en realidad, el criterio diferenciador es arbitrario. Es ahí donde el curioso caso de Caster Semenya plantea una paradoja respecto a los criterios para diferenciar. 

La deportista sudafricana se dio a conocer en el Mundial de atletismo de Berlín en 2009, cuando a los 18 años ganó los 800 metros planos. Su voz grave y su musculatura despertaron suspicacias sobre su identidad sexual, al punto de que la Federación Internacional de Atletismo (IAFF) la suspendió, mientras investigaba su fisiología. Y lo que se encontró fue con la intersexualidad de Semenya, una condición que no permite diferenciar el sexo con claridad, pero que le da a las atletas hiperandróginas como la sudafricana, la ventaja de tener niveles de testosterona similares a los de los hombres. La IAFF decidió en 2011 que Semenya podía seguir compitiendo, bajo condición de que ella y otras deportistas hiperandróginas regulasen su testosterona. Las atletas intersexuales debían someterse a un tratamiento para reducir su testosterona a menos de los 10 nanomoles por litro de sangre que registraban (equivalente a tres veces el promedio normal del 99% de las atletas mujeres). La IAFF instauraba un doping en reversa para igualar la competencia. A nadie en el mundo del fútbol se le ha ocurrido pedir que a Lionel Messi le aten una pierna, o que a Usain Bolt le amarren un lastre en la espalda para que no se aproveche de su velocidad natural. ¿Está siendo Semenya discriminada por tener una condición genética políticamente incorrecta?

La situación de Semenya ha generado un debate continuo. Parte de la prensa y algunas de sus rivales, como la italiana Elisa Cusma o la británica Lindsey Sharp, quieren que la IAFF mantenga la medida. El Comité Olímpico Sudafricano (COS) la considera una forma de discriminación, y la nombró su abanderada en Londres 2012, donde Semenya ganó la medalla de plata. Fue desde entonces cuando la carrera de Semenya pareció entrar en declive: no clasificó a las finales de los 800 metros de los mundiales de atletismo de Beijing de 2015. Un ocaso irreversible parecía ser el destino de la deportista.

La historia tuvo un giro inesperado. Otra atleta intersexual, la india Dutee Chand, fue excluida de los juegos de la Commonwealth de 2015, por haberse negado a tomar los medicamentos para regular sus niveles hormonales. Los abogados de la atleta llevaron su caso ante el Tribunal de Arbitraje Deportivo (TAS, por sus iniciales en francés) para denunciar el trato discriminatorio a una condición natural, que —alegaban, además— la IAFF no había demostrado que generaba una ventaja competitiva entre las mujeres. Los abogados de Chand también argumentaron que era una forma de discriminación contra las mujeres en general: entre los hombres no había mediciones especiales de testosterona para ajustar por la diferencia hormonal. El criterio, para variar, no era parejo.

El TAS decidió darle razón a la apelación de Chand y suspender la norma de la IAFF hasta julio de 2017. Eso abrió la posibilidad del retorno de Semenya y el surgimiento de la keniata Wambui, que irrumpieron con fuerza en los 800 metros planos y se perfilaron como favoritas para Río 2016. No decepcionaron cuando alcanzaron el primer y tercer lugar olímpico de la prueba, respectivamente, el 20 de agosto. Pero su performance, sobre todo el de Semenya, repuso el debate sobre si se debe o no regular a las atletas intersexuales. El británico Sebastian Coe, presidente de la IAFF, ya ha planteado públicamente su intención de que el TAS revierta la decisión, restaurando la regulación hormonal de las atletas intersexuales. Ello podría significar el fin de las carreras de Semenya y Wembui pero también que muchas otras atletas hiperandróginas nunca lleguen a competir. 

El caso de Caster Semenya es parte de un debate aún más amplio: cómo y qué discriminamos en el deporte. Esta discusión está particularmente presente con otra plataforma de cambio social: la definición de género. Además de la polémica con la sudafricana, dos eventos pusieron en el tapete cómo establecemos diferencias, en la sociedad y el deporte. El caso más mediático fue el del campeón de decatlón en las olimpiadas de 1976, Bruce Jenner, quien en 2015 cambió de sexo y nombre: ahora es Caitlyn Jenner. Para todos los efectos legales, Jenner es una mujer y eventualmente —si tuviera las condiciones atléticas y de edad— podría competir. Al menos en California y los Estados Unidos, donde Lana Lawless, una golfista transexual, le ganó a Asociación de Golfistas Mujeres Profesionales de Estados Unidos (LPGA, por sus siglas en inglés) un juicio para que le reconociera el título de la competencia de tiro largo de golf que obtuvo en 2010. Lawless alegó que para efectos legales en California y Estados Unidos, era una mujer. 

Su victoria no solo que revirtió la normativa del golf norteamericano, sino que eventualmente puede desencadenar una serie de demandas similares en otros deportes. Si bien Semenya no es una deportista transexual, sino una mujer con un cuadro de hiperandroginia, su victoria en Río abona a la discusión sobre las convenciones sociales respecto de la identidad de género. Parece que los parámetros para diferenciar (y discriminar) en el deporte son cada más difusos. Es probable que necesiten al menos una revisión para adaptarse a la evolución de las definiciones de nuestros tiempos.

Bajada

¿Dónde se trazan los límites para diferenciar qué es una ventaja competitiva y qué no?

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Fotografía Athletics bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0