En 2014 se creó el Portafolio de Festivales en la Secretaría de Cultura del Municipio del distrito metropolitano de Quito (DMQ) que pretendía ser la base de un proceso sostenido de fomento —desde el Gobierno Cultural de la Ciudad— a estas iniciativas artísticas y culturales. Si bien todas merecían apoyo, fue necesario contar con un mecanismo que impidiera la asignación discrecional de recursos públicos, como era la costumbre. No había un sistema establecido ni un mecanismo técnico más allá de la voluntad de la misma autoridad en funciones. Entre mayo y septiembre del 2014, diversos proyectos se autodenominaron festivales, y todos decían ser únicos e indispensables. Algunos ya habían recibido fondos de manera discrecional por varios años, otros se colocaron el membrete de “los ignorados de siempre”, otros resignados, en cambio, no recibían ni pedían nada, algunos eran merecedores del reconocimiento. Había que resolver e identificar una política pública para establecer qué parámetros y qué requisitos debían seguirse y cumplirse para poder entregar los fondos.

La Secretaría de Cultura levantó un proceso técnico que definió, en primer lugar, qué es un Festival. Luego, se conformó un Comité de Evaluación Técnica —integrado por expertos en economía de la cultura, gestión, creación e investigación— para que evalúe todos los pedidos de apoyo, que se referían a diversas artes, no solo a la Danza y el Teatro. Una vez analizadas todas las iniciativas —con criterios técnicos, como la permanencia y continuidad en el tiempo, viabilidad financiera, fortalezas y debilidades, transparencia de sus presupuestos y planes de financiamiento, estrategias y planes de comunicación— se seleccionaron catorce propuestas, entre emergentes y de larga trayectoria, que fueron reconocidos como Festivales y se les asignó fondos de acuerdo a su pedido y evaluación técnica. A partir de ese año, 2014, debían ser parte del Portafolio de Festivales: serían evaluados de forma automática en siguientes convocatorias, sin tener que recurrir de nuevo a la solicitud de fondos y a los trámites burocráticos que esto implica. Aquello fue el inicio de un proceso que no dependería de la voluntad política de ningún funcionario de turno. Es decir se creaba un sistema.

Los 14 festivales de 2014 se ejecutaron con éxito. Lamentablemente, al cierre de sus procesos, quedaron envueltos en procesos administrativos engorrosos, en miles de informes que eran solicitados por la misma burocracia cultural inamovible, víctimas de un sistema de gestión pública perverso construido desde siempre. El Portafolio quedó registrado en la planificación anual de 2015 y en el Informe Final de Gestión, se dejó muy claro el proceso. Se solicitó  y justificó con creces su continuidad. Pero fue descartado por la administración de Cultura de 2015. Tendrían sus razones para hacerlo, de todos modos las nuevas autoridades tienen la facultad para cambiar, continuar o suspender lo actuado por la administración anterior. La memoria institucional no es tomada en cuenta cada vez que hay cambios de funcionarios.

Hoy, ante la iniciativa del Gobierno Nacional de realizar un gran Festival de Artes Vivas en Loja, algunos Festivales de aquel Portafolio, y otros, solicitan que se reconozca su existencia, que se valorice su trabajo y que se reparta en los festivales locales el doble del monto que el Ministerio de Cultura va a invertir en este Festival: un millón ciento sesenta mil setecientos quince con veinte y nueve centavos de dólares, de acuerdo al oficio suscrito por la Red de Festivales y que anexa documentos del mismo Ministerio de Cultura. Argumentan además, que se debe establecer una forma de distribución de fondos de manera equitativa porque el Estado ha desvalorizado su trabajo y no se ha hecho concurso alguno. Es una postura legítima: el Festival de Loja no surge de un proceso colaborativo ni del campo, sino de un proceso político preelectoral. No es más que una iniciativa de la Presidencia de la República que desconoce lo hecho por festivales independientes por décadas, como el de Teatro de Manta y Escenarios del Mundo de Cuenca, ejemplos que nos permiten percibir que existe producción artística a nivel nacional y no solo en Quito. Se debió reconocer y fortalecer las propuestas independientes locales antes de pensar en abrir un nuevo festival y a tan alto costo.

¿Por qué los gestores culturales, de estos 14 festivales del DMQ, no demandaron ni exigieron la continuidad del Portafolio de Festivales al Gobierno Cultural de la Ciudad? Es decir, por fin habían sido valorizados (que es lo que solicitan de nuevo hoy) y se había creado un programa que los evaluaría y apoyaría de manera técnica y permanente. De hecho, estuvo asignado presupuesto para 2015 que los fomentaba, protegía y les proyectaba mejoras; es decir, ya se había creado una política pública. Pero, simplemente no lo hicieron. Tal vez porque no entendieron el proceso o, más seguro, porque el sentimiento de autoexclusión es la norma cotidiana con la que nos mostramos los gestores culturales ante los gobiernos nacional y locales. Esta es la característica más triste del sector y hay que decirlo. Es como si el pensamiento fuese: “Si yo no estoy incluido en un programa o festival, simplemente no existe, no vale”.

No solo la no-continuidad de procesos en cultura, por cambios constantes de autoridades, es lo que ha hecho muy difícil la construcción de políticas a largo plazo, sino que somos los mismos gestores los que no defendemos ni luchamos por los procesos iniciados y que quedan truncados por el cambio de autoridades. Volvemos, una y otra vez, a empezar de cero. Como si volver al inicio fuera la forma de demandar, a cada  gobierno, nuestros derechos.

Este programa, que reconoció 14 festivales en el DMQ, reposará seguramente en alguna bodega de la Secretaría de Cultura. Quizá corra con más suerte y se encuentre en la gaveta del escritorio de algún burócrata que lo tiene solo para el caso de requerir explicaciones del por qué se lo hizo. Este programa tiene nombres y apellidos de beneficiarios, de gestores de Festivales  y sus proyecciones presupuestarias a mediano plazo, en informes de gestión que pedían que se lo respetara y continuara. Sin embargo, todo eso se fue al olvido. Se borró, tristemente, incluso de la memoria de los mismos gestores.

Esa es la dinámica de un sector cultural que requiere urgente mirarse en un espejo grande y escudriñar, eso sí, una y otra vez sus prácticas y repensar, una y otra vez, su forma de relacionarse con el Estado. Para entender al sector y sus falencias, había que necesariamente pasar por el sector público.