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Llegó la semana de la inauguración de las Olimpiadas de Río 2016. El cúmulo de deportes, competencias y participantes que edificarán un escenario gigantesco contará con un auditorio de mil cien millones de personas diarias por dos semanas. El problema es que la tramoya está seriamente dañada. Al miedo al zika que limitó la participación de varios deportistas, se suman los escándalos de corrupción olímpica y en la política brasileña, además de una infraestructura todavía incompleta. Es en un contexto de crisis institucional y de falta de credibilidad que los juegos olímpicos modernos enfrentarán una prueba durísima en Río: la de definir para qué se realizan en el siglo veintiuno. 

No es una exageración. A los problemas que tumbaron a la jerarquía de la FIFA en 2015, se juntaron los escándalos de la manipulación de los dopajes en el atletismo, aupado por un modus operandis institucionalizado por la Federación Rusa. Esto causó la exclusión de varios deportistas rusos de múltiples disciplinas olímpicas: una crisis deportiva que se ha querido arropar con el traje de las conspiraciones geopolíticas. En 2016 también se suman problemas en deportes como el boxeo, en donde los dirigentes olímpicos son acusados de manipular las llaves eliminatorias y los fallos. La institucionalidad deportiva parece desplomarse, apaleada por ese gigante incombustible que es la corrupción. Es tan portentoso, que se convirtió en el hecho deportivo del año pasado. Algo que parece repetirá en 2016.

Al trago amargo de la corrupción, se adicionan los problemas políticos y organizativos que enfrenta Brasil. La salida temporal de Dilma Rousseff fue la piedra de tope a la crisis política que ha sacudido al país desde hace dos años, cuando empezaron a salir a flote los escándalos asociados con las cuentas alegres de la estatal petrolera, Petrobras. Al descalabro político se suma una población movilizada que ha cuestionado el por qué un país con necesidades apremiantes ha destinado tantos recursos a elefantes blancos, que empezaron con el Mundial de fútbol en 2014 y continuaron en Rio 2016. El estadio de Manaos, donde ni siquiera hay equipos compitiendo en el torneo de fútbol brasileño, y terminó como estacionamiento, fue el caso más elocuente. A la desproporcionada infraestructura deportiva que se ha construido en los últimos años, se unen problemas con el incumplimiento y desfinanciación de las obras, con la no recuperación de las aguas de las bahías y playas cariocas, y con el desalojo de poblaciones pobres de las favelas por motivos de seguridad. El descontento acumulado incluso llevó a boicotear el paso de la llama olímpica. Las penumbras que se acumulan en Rio opacan el brillo olímpico.  

Para los amantes del deporte, estas olimpiadas generan sentimientos contradictorios. A la desazón por los problemas organizativos, se contraponen las expectativas que fanáticos y competidores experimentan. Cada deportista está enfocado en su disciplina y competencia específica, mientras que los espectadores se dejan llevar por el instinto de ver y disfrutar del deporte que fuera. En algunos casos, la línea de seguimiento deportivo está marcada a fuego por las preferencias más marcadas. En otros casos, por los deportistas nacionales que estén participando. Y, finalmente, por el nivel de competitividad que surja en un deporte.

Los fanatismos se construyen por el grado de afinidad con los deportes y los deportistas. Queda en evidencia cuando se piensa en el nivel de cobertura que tendrán deportes como el fútbol y el balonmano (a nivel colectivo) o el tenis y el tenis de mesa (a nivel individual). Hay disciplinas que son bellas —como la gimnasia olímpica, el salto con garrocha y la natación— y otros que son menos atractivos por el tiempo que toman (marcha olímpica) y su estructura — levantamiento de pesas y el tiro, por ejemplo. Los héroes deportivos también son un imán. “El rayo” Usain Bolt y el “torpedo de Baltimore” Michael Phelps son referentes indiscutibles que atraerán miradas e interés: ¿seguirán sus leyendas siendo escritas a punta de medallas doradas y récords mundiales?

Cada país tiene un registro de sus deportistas, contará sus historias y los glorificará si alcanzan un podio. Habrá una expectativa calibrada por el espíritu nacionalista, aún cuando muchos competidores no tengan ninguna opción de triunfo. En el caso ecuatoriano, la delegación de 35 deportistas tiene algunas posibilidades de éxito. Sobre todo con atletas como Angela Tenorio, judocas como Lenin Preciado y Freddy Figueroa, y los nadadores Iván y Esteban Enderica, quienes han alcanzado logros panamericanos y en competencias mundiales en sus especialidades. No obstante, si se piensa que Jefferson Pérez fue varias veces campeón del mundo en marcha pero a nivel olímpico consiguió una medalla de oro y otra de plata, es mejor tomar cierta distancia y tener paciencia. Incluso los campeones de raza como Pérez pueden tener resbalones en la cita olímpica, o emerger victoriosos cuando nadie lo espera. Como ocurrió con su increíble victoria en Atlanta 1996.

Pero lo que hace que los fanáticos, a pesar de todos los problemas de fondo, quedemos prendados de la pantalla, es el espíritu de competencia. Cuando la disputa es cerrada y los deportistas dan lo máximo para ganar, el esfuerzo se constata por las fracciones de segundo que definen al campeón en la brazada, pedaleada o carrera, por el kilo adicional en la barra del levantamiento, por la anotación que cambia el destino de un partido o por el centímetro de más en los saltos o lanzamientos. Siempre más alto y más fuerte. Siempre recordándonos que el deporte olímpico exige de los deportistas lo mejor para triunfar. Y que en la vida ocurre igual.

No obstante, debemos hacernos una pregunta básica: ¿puede sostenerse esta especie de dicotomía entre el amor al deporte y los problemas cada vez más evidentes para organizar eventos como una Olimpiada o un Mundial de Fútbol? Todos —fanáticos, dirigentes y periodistas— necesitamos tomar un respiro y discutir el futuro del deporte, enfrentar las distorsiones cada vez más evidentes y la desproporción que están tomando estos eventos de cara a aspectos fundamentales a nivel de los países organizadores y del deporte en general. El espíritu que llevó al barón Pierre de Coubertin a organizar los primeros juegos olímpicos, en 1896, sobre la base de una competencia amateur, parece cada vez más lejano. Pero en Río se suman las contradicciones institucionales que ponen en evidencia que el poder, el dinero y la corrupción, parecen ser las argollas donde se enlaza el sentido olímpico en la actualidad.

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Las Olimpiadas de 2016 pueden pasar a la historia como el punto de quiebre del olimpismo

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Fotografía de Rodrigo Soldon 2 bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0