Quizás sea útil pensar que la sociedad es a un entramado molecular lo que la familia es al átomo. A partir de Demócrito, la idea del átomo ha ido transitando desde el simplismo básico —que lo miraba como una unidad- hasta convertirse en un mundo complejo, redescubierto progresivamente gracias a los avances científicos. El espacio subatómico, también llamado modelo estándar, ha ido evolucionando e incorporando nuevos miembros y relaciones. Ahora tiene más de una docena de componentes, siendo el Bosón de Higgs el último eslabón. La clave es entender que el ámbito subatómico siempre ha existido. Lo que ha cambiado es la capacidad para abrir la mente ante nueva evidencia, que nos muestra su complejidad y permite repensar la incorporación de nuevos elementos. Es el mismo átomo, pero ha cambiado porque cada vez lo observamos con más agudeza, y porque estamos más abiertos a aceptar sus modificaciones conceptuales.
Con la familia ocurre lo mismo. Todos sabemos su importancia como base de la superestructura social y de que los cambios en lo pequeño inmediatamente repercuten en las discusiones más grandes. Desde la vivencia diaria que habla de la importancia creciente de las familias monoparentales, pasando por los debates sobre la redefinición de lo que se considera familia (cuando se discuten los derechos de las parejas del mismo sexo), hasta lo tragicómico de estos cambios en términos de las relaciones comunitarias, sobre los que desarrollan sus narrativas comedias como Modern Family. El desafío es tan evidente que incluso la Iglesia Católica del papa Francisco está discutiéndolo y está —al menos— replanteándose el estatus de los divorciados, ante el peligro de que sus templos se queden sin quórum los domingos. Todo gira en torno de la discusión cuántica-social sobre un mundo subatómico-familiar que está cambiando en términos de estímulos, composición y relaciones.
Sin embargo, lo que ocurre con las familias es más complejo que el mundo subatómico. Porque ya no se trata de que existan más elementos y relaciones. Las funciones al interior también cambian. Los electrones, protones y neutrones familiares se preguntan por qué las relaciones internas deben seguir como antes. La gran pregunta es por qué mujeres y hombres, que tienen igual educación, y además generan ingresos, tienen horas distintas dedicadas a las tareas del hogar. O por qué estas tareas —históricamente vistas como un asunto de mujeres— han sido desvalorizadas porque corresponden al ámbito interno de la vida familiar, en contraposición del rol público que se asigna a lo masculino. Esas preguntas implican modificaciones en las funciones subatómicas-familiares: los electrones no tienen por qué seguir girando alrededor del núcleo. También pueden ser el núcleo.
La constante incorporación de la mujer al ámbito público ha sido la fuerza gravitacional que ha generado estos cambios, cada vez más evidentes. Pero también ha provocado tensiones sobre la importancia de resignificar los roles. Un caso evidente es el del cuidado de los niños y la conciliación entre las tareas del hogar y el ámbito laboral. ¿Por qué las mujeres deben cargar con el peso y la responsabilidad social? ¿Por qué la mujer siempre debe estar dispuesta a sacrificar expectativas profesionales, tiempo laboral y estar expuesta a una jubilación más precaria, para cumplir con su rol? En un mundo más igualitario, esa aspiración debería ser de la pareja.
Es más fácil decirlo que hacerlo. Porque, como en toda relación de poder, ajustes en pro de la igualdad implican que quienes tienen el poder —en este caso, los hombres— debemos estar dispuestos a ceder y compartirlo. Y a asumir, sin medias tintas, todos los cambios que implican: el ajuste del tiempo asignado a las tareas del hogar, igualdad de acceso al mercado laboral, similar disposición para asumir los costos de la crianza y cuidado de los niños. Es decir, que los padres nos volvamos madres.
Esta idea tiende a dividirse entre lo que ocurre en los países más desarrollados y el resto. En los primeros, el costo de tener servicio doméstico es tan alto, que en las familias —sin distingo de nivel socieconómico— hay más coparticipación entre hombres y mujeres, y existen legislaciones mucho más avanzadas que facilitan una organización más pareja de las responsabilidades domésticas. Aun así, la responsabilidad es siempre mayor para las mujeres. En el caso de los países de ingreso medio o bajo, esta desigualdad es más latente y tiene aparejados modelos preasignados de roles domésticos que mezclan aspectos culturales, religiosos y de convención social. Y en donde salir de esos prejuicios es mucho más difícil.
Basta ver lo que pasa cuando los hombres asumimos este cambio de roles en Latinoamérica. Desde la imagen de ser unos mandados (o mandarinas), pasando por la visión más violenta de la “falta de hombría”, la idea de la masculinidad socavada es la tara que muchos hombres enfrentan. En su faceta más oscura, ha exacerbado la violencia de género, llegando al extremo del feminicidio. Pero que en su lado luminoso ha implicado ajustes mucho más sostenibles y amables de relacionamiento a nivel del hogar. A pesar de los avances, el resquicio de luz pareciera ser menor a las tinieblas del machismo puro y duro.
Sin embargo, a nosotros como padres nos corresponde hacer el esfuerzo cotidiano, tanto en lo privado como en lo público, para que esto cambie. No solo tiene que ver con dar la bienvenida a las iniciativas de política pública para erradicar el estigma de que las mujeres representan un costo mayor por la maternidad y todo lo asociado al cuidado de los hijos. O los esfuerzos por cambiar la mirada del costo-mujer por un costo familia-empresa que tiene que ver con una asignación distinta de los roles en el hogar —y por ende, en el trabajo— con modalidades más flexibles que permitan que tanto hombres como mujeres podamos asumir un rol activo en el hogar. La clave es el esfuerzo permanente para romper paradigmas. Es en la base de la estructura en donde las relaciones y los elementos que la constituyen deben ser polifuncionales. Y ojalá se equilibren cuando, tanto hombres como mujeres, se valoren por igual. Pero para lograrlo, debemos cambiar la mirada. Y alzar la voz. Todos.