Actualización al 5 de julio de 2016

La pesadilla de cinco años de Michael Arce Méndez y su familia podría acabar mañana martes 5 de julio. Empezó el 2 de octubre de 2011, cuando —luego superar a cerca de mil ochocientos aspirantes en rigurosas pruebas físicas, psicológicas y académicas— Michael, de 19 años, ingresó a la Escuela Superior Militar Eloy Alfaro (Esmil) para cumplir su sueño: convertirse en el primer General negro de nuestro Ejército. Pero Michael no se imaginó que alguien intentaría impedírselo, no sabía que los prejuicios raciales que permean nuestra sociedad están muy arraigados en las Fuerzas Armadas. Tampoco sabía que entre quienes serían sus oficiales instructores había uno dispuesto a ponerle la zancadilla a todo aquel que no satisficiera su propio estereotipo de oficial militar: por ejemplo, que no sea negro. Casi cinco años después, la historia de atropellos cometidos contra Michael Arce durante los dos meses que pasó por la Esmil enfrenta a la Justicia ecuatoriana con una disyuntiva: castigar a quien por intolerancia al diferente cometió un delito de odio, o congraciarse con unas Fuerzas Armadas cuya vocación democrática y de servicio a los ciudadanos queda en entredicho cuando cierran filas contra un joven cuya única falta fue ser negro.

El resultado de este proceso, sea cual sea, no es una cuestión menor. El odio al diferente ha tenido un rol central en la historia de la humanidad. La raíz de ese odio se encuentra en la ignorancia, en el miedo y en la inseguridad que provoca la incertidumbre de si podrá permanecer todo igual con la llegada del que percibimos como distinto. La expresión “delito de odio” —hate crime— fue acuñada por la prensa estadounidense a mediados de la década de los 80 para describir una oleada de crímenes basados en prejuicios raciales, nacionalistas, religiosos, sexuales o de otro tipo. Tal calificación aseguraba un mayor impacto de los titulares noticiosos, pero además tuvo el efecto de promover la investigación académica y más adelante el desarrollo de legislación sobre aquellos fenómenos criminales basados en una característica que identifica a la víctima o víctimas como miembros de un grupo hacia el cual el sujeto activo del hecho ilícito siente aversión.

Las formas más extremas de estos crímenes han conducido a procesos de genocidio, crímenes de guerra y de lesa humanidad, pero las formas ordinarias, como el caso de Arce, no dejan de ser muy graves. En el Ecuador este fenómeno criminal también existe desde hace mucho tiempo. Hemos tardado demasiado en empezar a reconocer el problema y hasta ahora no le hemos dado una respuesta apropiada.

Pocos ecuatorianos conocen es que hasta la fecha ningún afro ecuatoriano ha llegado al grado de General de nuestro ejército. Sí, hay muchos afroecuatorianos entre la tropa, y de hecho hay unos cuantos oficiales pero especialistas, no oficiales de línea; es decir, ellos estudiaron otra carrera antes de servir a las Fuerzas Armadas y se incorporaron como profesionistas: por ley, el límite de su carrera es el grado de Coronel.

Michael no sólo logró ingresar a la Esmil: lo hizo entre los más destacados aspirantes de su generación, lo que al parecer encendió la ira de un joven teniente —hoy capitán— a quien se le confió la instrucción inicial del pelotón de cincuenta reclutas al que fue asignado Arce.  Desde el primer día sufrió hostigamientos y amenazas, violencia física, psicológica y moral, por su color de piel. Fue obligado a permanecer por periodos de hasta 45 minutos en una piscina de clavados de siete metros de profundidad a una temperatura de entre 6 y 10 grados centígrados, lo que le causó hipotermia. Fue obligado a boxear de manera simultánea hasta con cinco personas, lo que le dejó una fractura de nariz y un esguince en el brazo derecho. Para las prácticas de tiro se le asignó intencionalmente un arma defectuosa, y frente a la imposibilidad —no suya sino del arma— de producir correctamente los disparos, el oficial instructor se negó a proporcionarle otro rifle y lo insultó en presencia de sus compañeros: “negro inútil”, le dijo. El oficial instructor se refería a Michael, en presencia de los demás cadetes de su pelotón, como “negro vago”, “hediondo”, “negro hijo de puta”, “eres menos que las mujeres” o “ningún negro será oficial en mi ejército”. Fue obligado a hacer guardias en turnos que se prolongaron más allá de las prescripciones reglamentarias, incluso, utilizando ropa mojada.

El instructor también solía imponer castigos físicos a Arce, sin motivo alguno, justamente a las horas en que los cadetes recibían sus raciones de alimentos, otorgándole en ocasiones menos de un minuto para comer. En ocasiones,  el oficial impedía a Michael alimentarse, o lo obligaba a comer parado, en el suelo o fuera del comedor, apartado del resto de los cadetes, mientras lo insultaba diciéndole que había que evitar que se mezclara con el resto de cadetes. Los compañeros de pelotón de Michael fueron obligados por el oficial instructor a castigarlo e insultarlo: incluso los obligó a rodearlo en un círculo y rociarle la cara y el cuerpo mojado con gas irritante. El oficial instructor le exigía constantemente a Michael que se largue, y lo intimidaba diciéndole que si no pedía la baja voluntaria, todo el pelotón sería castigado. Esto tuvo como consecuencia una aversión generalizada hacia Arce por parte de los demás cadetes.

Harto del maltrato, Arce solicitó la baja voluntaria para detener los hostigamientos y amenazas, violencia física, psicológica y moral de los que en forma permanente era víctima por su color de piel. La última humillación ocurrió justo después del pedido: fue obligado por su instructor a leer públicamente la solicitud de baja, en medio de las burlas de sus compañeros y de los instructores.

Las agresiones descritas y muchas otras que Michael Arce sufrió entre el 2 de octubre y el 26 de noviembre de 2011, fecha en que tuvo que retirarse de la Esmil, no eran parte de los “teques” y castigos habituales impuestos a los cadetes en el marco de su formación militar — dura, sin duda, pues hay prepararlos para los rigores de la vida militar y del combate con un enemigo externo— enemigo que por cierto los ecuatorianos no tenemos desde 1998.  Tampoco se ajustaban a lo dispuesto en la reglamentación militar. Fueron ejecutados arbitrariamente por el oficial instructor exclusivamente contra Arce, siempre haciendo alusión a su raza e instigando a sus compañeros a adoptar una actitud de discriminación y maltrato frente a él por el mismo motivo.

A raíz de una denuncia presentada en diciembre de 2011, la Defensoría del Pueblo empezó una exhaustiva investigación y emitió un informe defensorial declarando la responsabilidad institucional de la Esmil por los actos de discriminación que sufrió Michael Arce. Identificó, además, la existencia de un patrón de discriminación en los procesos de formación de los cadetes, fundado no sólo en el racismo, como en el caso de Arce, sino también en la homofobia y el machismo. La Defensoría decidió exigir a las Fuerzas Armadas que adopten correctivos urgentes e integrales para evitar los abusos basados en condiciones personales como la raza o el sexo. Hasta ahora, casi cinco años después, la exigencia no ha sido cumplida. La Defensoría del Pueblo también resolvió enviar una copia del caso a la Fiscalía General para que iniciara una investigación criminal y determinara la eventual responsabilidad individual del oficial instructor y de otros posibles involucrados.

La Fiscalía emprendió su propia investigación que condujo una valiente y tenaz mujer que no se dejó apabullar por los militares.  La Esmil, en lugar de colaborar para esclarecer los hechos y suprimir cualquier sospecha, se dedicó a entorpecer el descubrimiento de la verdad: destruyeron y forjaron documentación, intimidaron y aleccionaron testigos —subalternos que no querían meterse en problemas—, y su comandante hasta llegó a mentir bajo juramento, lo que pese al pedido expreso de la defensa de Arce al Tribunal de juicio, no motivó al menos una investigación disciplinaria, peor penal. La defensa del Teniente instructor la asumieron abogados militares con sueldos pagados por nuestros impuestos, vistiendo uniformes camuflados —también pagados por nuestros impuestos—, que se trasladaban a las audiencias en buses del ejército —sí, pagados por nuestros impuestos— acompañados a la fuerza por decenas de cadetes que no entendían qué sucedía. Más adelante, esos abogados fueron reemplazados por un señor que en todo tribunal que pisa va pregonando su condición de amigo y patrocinador judicial del presidente Correa: el ringtone de su celular —que repica incesantemente— es el jingle de campaña “Ya tenemos presidente, tenemos a Rafael”. Parece exagerado, pero es cierto: quedó en evidencia a lo largo de todo el juicio, particularmente en el desarrollo de la audiencia de juicio por delito de odio racial contra el Teniente instructor, y fue extensamente documentado por la prensa ecuatoriana.

Tras una batalla judicial que en tres años nos ha conducido a través de cuatro instancias (juicio penal, apelación, nulidad constitucional y nueva apelación), este martes 5 de julio de 2016 la Justicia ecuatoriana escuchará la fundamentación del recurso de casación, el último jurídicamente posible, presentados por la Esmil contra la sentencia que declaró en marzo de 2016 que Michael Arce Méndez fue víctima de odio racial por parte de su oficial instructor. Hasta ahora, el delito de odio racial ha sido letra muerta en el Ecuador. Se lo incluyó en el Código Penal en 1979 para cumplir los compromisos internacionales adquiridos al adoptar la Convención de Naciones Unidas para la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Racial, y hoy está en el artículo 177 del Código Orgánico Integral Penal.  Sin embargo hasta ahora, 37 años después, no se ha condenado a una sola persona por tal infracción. Lo más cerca que estuvimos fue en el 2014, cuando la Corte Constitucional decidió en el caso del suboficial de Policía César Mina Bonilla, tratado de “negro de mierda” y “negro bronco abusivo” por un Teniente Coronel de la misma Policía Nacional, que el sobreseimiento emitido por la Corte Provincial de Justicia de Santo Domingo de los Tsáchilas incongruente con la prueba recibida en el juicio sobre la existencia del delito y la responsabilidad del acusado —y con los estándares internacionales para sancionar la discriminación racial— constituyó una violación del derecho a la tutela judicial efectiva. Entonces la Corte Constitucional dispuso que el proceso regrese a la Corte Provincial para que enmiende el error. Sin embargo, al recibir nuevamente el proceso declaró prescrita la acción penal —es decir que por el paso del tiempo se extinguió el derecho a seguir el juicio— y con ello dejó en la impunidad el delito de odio contra el señor Mina. El caso Arce representa una nueva oportunidad para la Justicia ecuatoriana. La sentencia de mañana puede ser la primera condena firme por delito de odio racial o puede elevar las estadísticas de impunidad que ya han motivado serios cuestionamientos a nuestro país por parte de diversos organismos internacionales de supervisión en materia de derechos humanos, a los que les cuesta entender —la verdad a mí también— cómo es que en el Ecuador con una cultura racista tan notable, nadie haya sido castigado por racismo hasta el momento.

No podemos seguir invisibilizando el racismo que caracteriza a nuestra sociedad. Pese a la abolición de la esclavitud durante el gobierno de José María Urbina en 1851, y a la supresión de la forma alternativa de trabajo esclavo, los huasipungos, en 1964 —lo que supuestamente equivaldría a un reconocimiento de la igualdad de las razas—, la ciudadanía ecuatoriana sigue mirando por encima del hombro a indígenas y negros, rehusándose a aceptar que nuestra identidad genética y cultural es resultado de un proceso de mestizaje y que en el Ecuador contemporáneo convivimos mestizos, mulatos, indígenas, negros y unos pocos blancos.  Los mecanismos para negar esa verdadera identidad ecuatoriana están institucionalizados hasta la actualidad, al punto que en los censos nacionales de población se nos ofrece la alternativa de escoger si “queremos” ser blancos, u otra categoría racial. La mayoría por supuesto escoge “blanco” sin serlo. Tampoco podemos seguir sosteniendo que todo aquel que pertenece a las Fuerzas Armadas es infalible, impoluto, intachable, que está más allá del bien y del mal, que no puede ni debe ser cuestionado, no importa cuál sea su falta, porque entonces se “ensucia” el honor de la institución militar. Empecemos porque el honor es un atributo de la personalidad, por ende no lo tienen las instituciones. Se trata de seres humanos, que como tales cometen errores, y delitos.

Se debe terminar la indolencia del grupo social con las víctimas de odio racial. Esa falta de solidaridad y compasión, reflejada en este caso en la parcialización con el que por vestir uniforme se cree mejor que los demás, sólo confirma los prejuicios e intolerancia que motivaron el delito en primer lugar. La víctima del odio es abandonada a su suerte, con el riesgo de ser sometida a represalias por haberse atrevido a denunciar los hechos, como ya ha ocurrido en el caso de Michael Arce, hoy objeto de hostigamiento por la Esmil para que “devuelva el dinero invertido” en su fallida formación militar, y que ha tenido que solicitar la inclusión en el programa de protección de víctimas y testigos de la Fiscalía porque ha sido intimidado y seguido por personal ya identificado por la misma Fiscalía como miembros de las Fuerzas Armadas.

La Justicia ecuatoriana tendrá una decisión histórica en sus manos: o, finalmente, inicia un proceso de erradicación del racismo consustancial a nuestra idiosincrasia, o lo perpetúa. La máxima Corte del Ecuador tendrá que decirle al país si negros, blancos, indios, mestizos, mulatos somos iguales —o apenas más o menos iguales.

Actualización:El martes 5 de julio, la Corte Nacional de Justicia ratificó la decisión en el Caso Arce: es la primera vez en el Ecuador que hay una sentencia que reconoce la existencia de un delito de odio racial. El capitán agresor, Fernando E., ha sido condenado a cinco meses y 24 días de prisión. Y el Ejército debe disculparse públicamente con Arce en una ceremonia militar.