Hace unos meses escribí sobre dos estudiantes universitarios que insultaban a alumnas chinas en la Universidad de Mánchester, diciéndoles —sin que ellas se den cuenta— “fucking migrants”. Me perturbó el incidente porque eran británicos —caracterizados por ser very polite— y, además, universitarios agraviando a otros universitarios. Me hizo reflexionar en lo potente que se estaba convirtiendo la reacción xenófoba y nacionalista en el Reino Unido y Europa: el proceso empeoraba en el contexto de la crisis de los refugiados y el crecimiento de los partidos de extrema derecha. Pero nunca imaginé que fuera el presagio de lo que pasó el jueves 23 de junio de 2016: que el Reino Unido le iba a decir “fuck you” a la Unión Europea, con una claridad perturbadora.
La victoria del Brexit fue un grito rabioso que manifestó el descontento que la mayoría (51.9%) en Reino Unido tiene respecto de la UE. Fue muy parecido al desahogo agresivo que vi en la Universidad de Mánchester: una reacción tan irracional como instintiva. Un acto reflejo que manifestaba el innerself (o verdadero yo) de una mayoría creciente, que inconscientemente cree que el otro, el extranjero, el extraño, es un fucking idiot que perturba y molesta, que se está robando trabajos y empeora las condiciones de vida en el país. Esta imagen es tan potente, que incluso impidió que los votantes por la salida pudieran ver los datos reales que mostraban los beneficios que la UE le había generado al Reino Unido en términos económicos, de integración de políticas, de fortaleza institucional, de complementariedad, de ciudadanía comunitaria y de un hecho inédito: el periodo más largo sin conflictos bélicos entre los miembros de la UE.
El demonio nacionalista se ha larvado paulatinamente en Reino Unido y en el resto del continente. Pero la crisis de 2008, el drama de los refugiados de 2015 y el peligro del extremismo islámico, se convirtieron en catalizadores que están cambiando dramáticamente el ambiente en Europa. Si bien hay una historia de euroescepticismo arraigada en el ADN del Reino Unido, las élites políticas y económicas británicas estaban convencidas que la UE era un paraguas que otorgaba más ventajas que males, a pesar de los problemas propios de una superestructura burocrática. La idea de que Reino Unido iba a decidir, sin sobresaltos mayores, permanecer en la UE, fue lo que llevó al primer ministro David Cameron a convocar el referendo el 20 de febrero de 2016. Esta era una movida política que pretendía matar dos pájaros de un tiro. Por un lado, cumplía con una de las promesas que Cameron incluyó en su programa de gobierno para satisfacer las exigencias de los euroescépticos conservadores. Por otra parte, el plebiscito buscaba desactivar el caballo de batalla del extremismo derechista del Partido Independiente del Reino Unido (UKIP, por sus siglas en inglés), la tercera fuerza electoral británica. La apuesta de Cameron y los suyos fue fuerte porque no pensaron que había una opción fuera de la UE.
A ese convencimiento contribuyeron varios hechos que parecían refrendar la imagen de Cameron como un político ganador. En 2015, el partido conservador se alzó con una victoria contundente que ratificó al líder tory como premier. En esas elecciones, Cameron convenció a los votantes que un posible gobierno laborista iba a generar un retroceso económico irrecuperable. Algo parecido ocurrió con el plebiscito sobre la permanencia de Escocia en el Reino Unido, en 2014. Como en el referendo de 2016, la votación sobre el estatus escocés fue muy disputada y polémica, y pareció una lucha entre el establishment político —tanto conservadores como laboristas trabajaron por la permanencia escocesa— y los nacionalistas del Scottish National Party (SNP). La estrategia del miedo, en la que el gobierno y la clase política nacional e internacional advirtió los problemas que tendría que afrontar una Escocia independiente, finalmente aseguró la permanencia escocesa en Gran Bretaña.
Estos antecedentes parecían darle a Cameron un guion para el éxito político. Como en el caso del plebiscito escocés, contaba con el apoyo de la élite económica y política europea e internacional, y tenía a la mayoría del establishment político británico de su parte (conservadores, laboristas, liberales demócratas y, curiosamente, el SNP). El primer ministro estaba convencido de que su estrategia de campaña era la correcta. No obstante, subestimó la capacidad de la campaña a favor del Brexit de tocar la fibra íntima del electorado. Cameron usó la misma estrategia de exponer los perjuicios de dejar la UE, y activó a todo el tinglado internacional para asegurar que el infierno al que su país descendería si abandonaba la unión estaba cerca. En cambio, la campaña del Leave se centró en un discurso enfocado en la recuperación de la soberanía británica arrebatada por la UE, y en el temor a todos los males presentes (migrantes de la UE) y futuros (posible incorporación de Turquía a la unión) que se podían gatillar. La fuerza de la estrategia pro Brexit fue tan sencilla como primaria, pero sumamente efectiva: supo frotar correctamente la lámpara del demonio nacionalista.
El voto a favor del Brexit levantó con éxito la retórica de la épica de una ciudadanía que se enfrentaba con un establishment alejado de sus necesidades. Según las variopintas figuras del Leave, sobre todo el ex alcalde de Londres, Boris Johnson, el ministro de educación, Michael Gove, y el líder del ultranacionalista UKIP, Nigel Farage, lo que los británicos necesitaban era recuperar su independencia y soberanía para decidir su propio destino, sin que un burócrata en Bruselas interviniera. Mientras que los conservadores Johnson y Gove, representaron un discurso que denunciaba los abusos de la UE y buscaba hacer más grande a Gran Bretaña, recuperando los fondos que se perdían en la burocracia de la unión, Farage tocaba la tecla de la xenofobia, nunca mejor retratada que en el cartel de los refugiados sirios llegando al Reino Unido como una marejada gigantesca e incontenible.
El problema del discurso pro UE fue perder de vista el poder de una lógica que activaba los miedos de la gente. Según el politólogo de la Universidad de Mánchester, Robert Ford, el resultado a favor del Brexit se explicaría por los left-behind —o dejados atrás— por el proceso político británico, en el marco de la mayor integración con la UE. Según Ford, los left-behind son mayoritariamente hombres blancos, ingleses, mayores de 40 años y de baja educación, que viven en zonas menos cosmopolitas, quienes han sentido que los flujos migratorios desde 2004 han pauperizado sus condiciones de vida. El investigador señala que el abandono de estas poblaciones (particularmente con las políticas fiscales restrictivas luego de la crisis de 2008), y la ausencia de una voz que los representara, habría sido el caldo de cultivo para el éxito del discurso nacionalista. Sobre todo para la narrativa incendiaria y xenófoba del UKIP.
Al revisar las características sociodemográficas, Ford observa que la influencia de los left-behind fue clara. El voto a favor de dejar la UE fue mayor al 60% en las circunscripciones en donde la población con estudios universitarios es menor, donde la proporción de jubilados es más alta y en donde el porcentaje de nacidos en Inglaterra tiende al 100%. La presencia de los votos a favor del UKIP también muestra una tendencia: a más apoyo a favor de la extrema derecha, mayor el voto por el Leave. Por ello, el resultado del 23 de junio dejó expuesta la clara diferencia entre la población más educada y que vive en centros urbanos —más proclives a permanecer en la UE— respecto de los left-behind, quienes habitan en el interior de Inglaterra, y en las zonas más pauperizadas de Gales e Inglaterra. Tal es así, que incluso zonas muy pobres, que subsisten gracias a los fondos de la UE para la reconversión económica, votaron mayoritariamente por salir de la unión. Por ello, Ford prevé que el Brexit va a galvanizar al UKIP y a patear el tablero político tradicional. Su temor es que la base obrera laborista termine adscribiendo definitivamente al UKIP.
Al alero de los resultados del viernes, la narrativa nacionalista es paradójica. La idea de devolverle soberanía a Gran Bretaña fue funcional para Inglaterra (53%) y Gales (52%), que votaron por el Brexit. Pero Escocia e Irlanda del Norte, favorecieron el Remain de manera enfática, con el 62% y 56%, respectivamente. Estas diferencias muestran miradas regionales totalmente contrapuestas sobre la relación con la Unión Europea. También pueden convertirse en un bumerán doloroso si se activa un proceso de Leave al interior de Reino Unido.
Una Escocia independiente puede ser el subproducto del Brexit. Escocia ha tenido históricamente una línea más socialdemócrata y pro europea que el resto de Gran Bretaña, y este legado se articuló con fuerza en el referendo sobre su independencia en 2014. Pero, durante esa campaña, el resto del Reino Unido y la UE afirmaron que una Escocia independiente no tenía asegurada su membresia en la UE. Tras los resultados del jueves, la líder del SNP y primera ministra del parlamento escocés, Nicola Sturgeon, señaló que la continuidad de Escocia en el Reino Unido tenía la premisa de la europeidad británica, pero el Brexit dejaba abierta la puerta para un segundo referendo que le permita a los escoceses decidir si querían continuar como miembros de Gran Bretaña o abrazaban con soberanía propia a la UE. Algo similar ocurre con Irlanda del Norte, en donde la libre movilidad de sus habitantes respecto de Irlanda, en el marco de la UE, facilitó el proceso de pacificación. La sola idea de volver a poner una barrera física entre irlandeses hizo que el partido del nacionalismo irlandés, Sinn Fein, proclame su intención de convocar a su propio referendo. El resultado es claro: en lugar de una Gran Bretaña, podríamos hablar en el futuro de una mini Bretaña, si subsiste.
Otra consecuencia es el combustible que el Brexit le dio a procesos similares en el resto de Europa y del mundo, en donde el nacionalismo de extrema derecha crece. El Front Nationale francés ya hizo un llamado para convocar a un plebiscito sobre la permanencia de Francia en la UE, algo que también está en la mira grupos similares en Holanda y Dinamarca. Como dice Álvaro Vargas Llosa, el Brexit es una expresión del resurgir de los nacionalismos, sobre todo en sus manifestaciones de extrema derecha, que son las mismas que llegaron al poder en Hungría y Polonia, y estuvieron a punto de conseguirlo recientemente en Austria. La de los left-behind no solo es un expresión de descontento en Reino Unido. Es una masa creciente en Europa y, tal como lo demuestra la candidatura de Donald Trump, en Estados Unidos. El Fuck you Europe, tiene versiones igual de fuertes y en diferentes regiones del mundo. Pero, sobre todo, un mensaje común: Fuck you migrants.
El Brexit se manifiesta como un grito de rabia que preocupa. No es la causa, sino la consecuencia de un nacionalismo que crece en muchas partes. Es la muestra del desencanto de los segmentos más pauperizados de los países desarrollados, que son los perdedores de esa balacera llamada globalización y de una lógica política que no ha sabido escuchar e interpretar esa desazón. El problema de la salida del Reino Unido de la UE, es la incertidumbre acerca del efecto dominó que generará. Y el temor de que el sueño paneuropeo se convierta, al final, en la pesadilla de las fronteras cerradas, la incomunicación y el recelo.
El demonio nacionalista salió de su botella y amenaza con convertirse en una epidemia
Fotografía de cogito ergo imago bajo licencia CC BY SA 2.0