En la última década, Lionel Messi reacomodó el centro magnético del planeta que llamamos fútbol. Su magia lo ha hecho levitar sobre el césped para anotar goles que parecen de otro mundo. Lo curioso es que el poder extraterrestre del zurdo argentino, sobre todo en términos de campeonatos, parece limitado al Barcelona español: a nivel de la selección argentina, acumula la rutina de los segundos lugares. Una costumbre que había generado una dualidad emocional entre los suyos, mezcla del orgullo de tener al mejor con la impotencia de la falta de trofeos. Esas fuerzas generaron la presión creciente de la hinchada, que entre líneas cuestionaba el amor de Messi a la camiseta albiceleste. Por eso, la derrota en la final de la Copa América Centenario, y el anuncio del diez gaucho de no volver a jugar en su selección, fue una especie de confirmación: Messi no pudo convertirse en Maradona.

A Messi lo acusan de falta de argentinidad: es decir, que es un jugador exquisito pero que le falta carácter, que no puede ponerse el equipo al hombro y que se pierde en las finales. A medida que ha ido acumulando éxitos con el Barça, la falta de títulos en su selección ha hecho que la exigente hinchada argentina acumule una cuenta pendiente con el rosarino. La insatisfacción gaucha está directamente relacionada con el legado de otro zurdo excepcional: Diego Maradona. El Diego de la gente es la vara altísima con la que se mide a Messi en su país y en el resto del mundo. No solo en términos de logros con la albiceleste sino, sobre todo, de autoestima. Con Maradona sus compatriotas no solo ganaron un título mundial. Con él, los argentinos se sintieron representados por una amalgama de magia balompédica, rebeldía arrabalera y determinación para sobreponerse a la adversidad.

Maradona tiene muchísimos capítulos épicos que le ganaron el amor de los suyos. La jugada extraordinaria que condujo al gol de Paul Caniggia y la eliminación de Brasil —el eterno y archifavorito rival— en Italia 1990. Los dos puñales de depurada orfebrería que clavó en la selección belga en las semifinales de México 1986. O el grito delirante, que anunciaba su retorno (al final trunco) cuando selló el 4-0 contra Grecia en Estados Unidos 1994. La adoración que le profesan en Argentina tomó forma definitiva cuando se convirtió en el factor decisivo para que la albiceleste derrotara a Inglaterra 2-1, en los cuartos de final en 1986, pocos años después de la debacle de las Malvinas. En ese partido —del que se conmemoraron 30 años el 22 de junio— el Diego no solo inventó la mano de Dios y el gol del siglo: demostró que la genialidad podía disfrazarse de avivada o belleza sublimes. Logró una venganza perfecta ante los ingleses.

El halo épico del Maradona superhéroe y popular ha ensombrecido el paso de Messi por su selección. Si bien, comparte con el Diego la genialidad, corre por el andarivel opuesto en carácter y carisma. Allí donde Maradona aparecía como un confrontacional rebelde deslenguado, Messi es quitado de bulla. Mientras Maradona arengaba a las masas con sus discursos incendiarios y sus frases geniales, Lio sigue un guion monocorde que genera bostezos. Y mientras Maradona era el líder que bancaba a sus compañeros e insuflaba valor simbólico y discursivo, Messi lidera cuando la pelota llega a sus pies y tiene química con el equipo, pero sin exigencias ni arengas al resto, una tarea que parece más propia de Javier Mascherano, el indiscutido ídolo popular de la selección argentina.

Estas diferencias cimentaron la idea de que Messi era un pecho frío. Sobre todo por la escasez de títulos a nivel de selecciones mayores durante 23 años. Como juvenil, Messi parecía destinado a ser el nuevo Diego. Fue clave para que Argentina gane el Mundial sub-20 en 2005 y los Juegos Olímpicos de 2008. Por eso, desde que debutó en un Mundial (Alemania 2006), las expectativas de la hinchada crecieron: pensaban que el jugador del Barça iba a devolverlos a la gloria de los triunfos que les regaló Maradona. El problema fue que conforme se acumularon eliminaciones (Mundiales de 2006 y 2010, Copa América de 2011) y derrotas en las finales de la Copa América (2007 y 2015) y de la Copa del Mundo (2014), Messi ha sido considerado un perdedor, cada vez más criticado por no romperla en los momentos decisivos.

La relación de Messi con el mismo Maradona ilustra las paradojas que Lio enfrenta en su país. Formalmente, Maradona (o, para muchos argentinos, d10s) ha señalado que Messi es su sucesor (o Messías). De hecho, los dos tuvieron una relación directa en términos deportivos cuando Maradona fue el técnico de la selección en la eliminatoria y el Mundial de Sudáfrica 2010. La relación pareció fluir positivamente, porque Maradona trató de guiar a Messi para mejorar aspectos de su juego. Como cuenta uno de los miembros del cuerpo técnico por entonces, Fernando Signorini, al ver que Messi erraba los tiros libres, Maradona lo llamó aparte y practicó con él. El Diego era un ejecutante exquisito. Según Signorini, en esa sesión, los presentes parecían atestiguar el traspaso de la posta de lo mejor del fútbol argentino.

El problema fue que el mismo Maradona sintió que el empuje y liderazgo que hizo gala como capitán de la selección, no podían traspasarse. El Diego ama el buen trato de balón, pero sobre todo el coraje rebelde. Para el mismo Mundial de 2010, Maradona señaló que su selección eran “Mascherano y 10 más”, en alusión al valor incontrastable del volante de contención argentino que también juega en el Barcelona. En cierta forma, Maradona nunca le perdonó a Messi no haber anotado ningún gol en Sudáfrica, y su falta de reacción ante la adversidad, algo que quedó expuesto en la goleada (4-0) con que los alemanes los eliminaron. Esa cuenta pendiente en la psiquis maradoniana quedó expuesta cuando dijo que Messi no tiene liderazgo futbolístico.

Por esos antecedentes, la Copa América Centenario de 2016 se presentaba como una excelente oportunidad para que Messi demostrara su argentinidad futbolística. Parecía lograrlo: fue gravitante en los partidos contra Panamá, Venezuela y Estados Unidos, ya sea anotando goles (marcó tres en once minutos contra los panameños y un tiro libre perfecto ante los norteamericanos) o dando pases gol. La final contra Chile era la ocasión perfecta para reivindicar la pobre imagen que el mismo Messi y su selección dejaron cuando perdieron la final de la Copa América del año pasado, contra el mismo rival.

Pero el guion de las derrotas de Messi con la albiceleste se repitió. En un partido trabado, y en donde los argentinos perdieron las mejores oportunidades, el empate a cero en tiempo regular forzó los penales. Para peor: Lionel Messi mandó a las nubes su ejecución cuando enfrentó al portero chileno Claudio Bravo, su compañero en el Barcelona. La victoria de cuatro penales a dos, que le dio su segundo título internacional a los chilenos —siempre a costa de Messi— derrumbaron emocionalmente al argentino, quien, mientras mordía su inmensa frustración, afirmaba que no jugará más por su selección. Sin decirlo también anunciaba que, a pesar de todos sus esfuerzos con la selección de su país, renunciaba a disputarle el pedestal a Diego Maradona.