¿Qué hace grandes a los grandes? ¿Su afán por perseverar, la consecuencia de sus luchas, el enarbolar banderas y defenderlas hasta el final? Las preguntas no son retóricas. Cuando hablamos de Gandhi, Mandela o Martin Luther King, hablamos de personas con unas convicciones y unos ideales que cambiaron la historia, a pesar de que tenían todo en contra. Se convirtieron en íconos de su tiempo, pero además se volvieron atemporales y universales. Muhammad Ali entra en esa lista. Pero con el agregado de haber sido el mejor peso completo de la historia. Un campeón dentro y fuera del cuadrilátero.

La grandeza siempre es distinta. Ali peleaba en la categoría de pesos pesados pero se movía como un welter. Su agilidad le permitía convertir el cuadrilátero en un ballet, rompiendo las doctrinas de la ortodoxia pugilística. Si había que plantar bien los pies para golpear o moverse a los costados para esquivar golpes, el norteamericano retrocedía ante los embistes y lanzaba sus jabs cuando el juego de piernas lo hacía saltar. Al comienzo de los sesentas le dijeron que era demasiado liviano y heterodoxo para tener éxito en una categoría sinónimo de corpulencia destructiva. También dijeron que era imposible que derrotara al monarca Sonny Liston, probablemente el peso completo más temible de esa década, capaz de tirar a la lona a sus oponentes en pocos rounds. Ali le arrebató el título en siete asaltos en 1964, conmoviendo al mundo con apenas 22 años. Y además, demostrando que un campeón de peso pesado podía derribar a sus rivales con una estética superlativa.

La grandeza es brillantez. Muhammad Ali redefinió los conceptos de campeón mundial, en una época en que los boxeadores —y sobre todo los pesos pesados— acaparaban la atención mediática global. Su agudeza mental era tan atrayente y letal como su boxeo, ganándose el apodo de los labios de Lousville. Ali fue uno de los precursores del Rithm and Poetry, que ahora conocemos por su acrónimo: RAP. Era capaz de sintetizar conceptos, jugar con el idioma, hiperbolarizar las situaciones. Al punto de que era un espectáculo escucharlo narrar sus hazañas —ficticias o reales— y reducir a cenizas la imagen de sus rivales, con la cadencia y las rimas de un coplero de estirpe. Un payaso, un showman, un rapero y un cuentacuentos inédito e irrepetible.

La grandeza es vivir su tiempo y adelantarse. Durante su vida, ya sea como Cassius Clay o como Muhammad Ali, el originario de Kentucky sufrió en carne propia la ignominia de la discriminación. Por su piel, por su fe, por su postura política, por sus denuncias, Ali fue el objeto del odio incontenible de una sociedad dominada por el estándar del hombre blanco, del patriotismo, de la islamofobia. En un mundo bipolar en que casi no existían matices, Ali vivió una transformación notable, convirtiéndose en una voz clara y sin ambages en contra de la segregación y de la hegemonía religiosa, política e imperial de su país. Encarnó los conceptos de dignidad de los derechos humanos –que ahora damos como un hecho de la causa- en una época en que la mayor potencia del orbe los irrespetaba impunemente. Su ejemplo nos recuerda, en este momento de crisis migratoria y creciente islamofobia, que esa lucha es permanente, porque todos esos problemas vuelven a emerger tarde o temprano.

Grandeza es valentía. Ali fue parte de los combates más memorables de la historia del boxeo. El Ali-Foreman y la tercera edición del Ali-Frazier probablemente hayan sido las experiencias pugilísticas más extremas que se hayan presenciado. En su combate en Zaire de 1974 casi nadie creía en el ex campeón, porque Foreman era una máquina invicta de puños que parecían bombas atómicas y los labios de Lousville supuestamente entraba en el declive. Ali fue un profeta que hubiera hecho creer a Santo Tomás: esperando entre las cuerdas, urdió una estrategia de desgaste que en el octavo asalto alcanzó su punto cúlmine, cuando Foreman cayó derribado como un tronco gigantesco. Contra Frazier en Manila en 1975, Ali resistió catorce rounds. Dijo que fue el momento que más cerca había estado de morir, cuando la temperatura de 45 grados fue la sensación ambiente de una carnicería épica. Frazier lo embistió con 400 de esos ganchos que lo volvieron famoso y que, según el escritor Norman Mailer, parecían la lengua bífida de una serpiente en ataque. Ali empezaba a perder la pelea a partir del décimo round. Pero hizo lo increíble: en los siguientes asaltos empezó a lanzar combinaciones que terminaron deformando la cabeza de Frazier al punto que su rival no podía ver. La esquina de Frazier tiró la toalla antes de empezar el último asalto y Ali cayó extenuado, pero campeón, sobre el cuadrilátero.

Grandeza es entereza para vivir. Quizás no hubo combate más difícil para Ali que el vivido contra el gobierno de Estados Unidos. La decisión de convertirse en objetor de conciencia para no ir a combatir a Vietnam, convirtió a Ali en un antipatriota para la mayoría de la opinión pública estadounidense. El boxeador devino en paria: le quitaron el título, no podía salir de su país ni ejercer como púgil. Además enfrentaba un juicio que lo mandaría a la cárcel. En su mejor momento deportivo, Ali decidió dar la batalla más improbable de todas. ¿Es posible imaginar a otras estrellas de antaño y de ahora haciendo lo mismo? ¿Dejar fortuna y carrera por su convicción? Lo increíble nuevamente ocurrió: ganó unánime cuando la Corte Suprema decidió darle la razón por 8 votos a cero. La vida también le puso otra prueba de fuego, la final: el Parkinson lo acompañó durante sus últimas tres décadas. Los 29 mil golpes que recibió como boxeador condicionaron, con la enfermedad, su movilidad, pero nunca su fuerza vital. Algo que quedó registrado para siempre, cuando prendió la llama olímpica en Atlanta 1996.

Grandeza es universalidad. No hubo continente en que la figura de Ali no hubiera calado. Fue latinoamericano, africano, asiático, árabe, europeo y, por supuesto, norteamericano. Nadie quería perderse uno de sus combates, porque todos, de alguna manera, se sintieron representados por él. Ya sea por el color de piel, por su espíritu irredento, por su fuerza de voluntad, por su fe. Uno de mis primeros recuerdos de vida fue a los tres años, cuando mi familia estaba reunida en torno de la televisión RCA de mi abuela para ver un combate de Ali. Esa emoción por ver al campeón la podíamos sentir todos, incluso los que no podíamos comprender la dimensión de la lucha y el carisma de Ali. El boxeador derribó todas las fronteras en aras de compartir su genio pugilístico y su figura sin distingo de razas, creencias, edades, ni geografías.

Grandeza es contradicción. Mujeriego empedernido a pesar de pregonar el pudor entre las mujeres musulmanas. Fue un ícono del boxeo que internacionalizó el deporte como ningún otro, pero boxeando en países como Zaire (hoy República Democrática del Congo) y Filipinas, en que las dictaduras de Ferdinand Marcos y Mobutu Sese Seko financiaron las peleas para ganar notoriedad. Se mofaba de sus rivales, a veces con una crueldad que rebasaba los límites de la decencia, como cuando llamó gorila a Frazier para el combate en Manila. Ali tuvo sus opacidades, como todo ser humano. Pero si uno mira la película completa, lo ve entrenar por las barriadas de Zaire y de cuanto país visitó, conversar con la prensa, hacer su prédica mediática para denostar al rival, pero sobre todo, entregarse a la gente sin ningún distingo, Ali pareciera haber tenido que pagar el precio de esas contradicciones en aras de algo mayor: construir un recuerdo imborrable del lado luminoso de su humanidad.

La grandeza se vuelve demasiado evidente. Los pares son los primeros en reconocerlo. No solo a nivel del boxeo, cuando las figuras de ayer y hoy lamentan su partida y agradecen el ejemplo de Ali. Grandes de todos los deportes y todas las actividades deportivas, hicieron una pausa para homenajearlo. Las figuras políticas y sociales contemporáneas no han escatimado elogios ni recuerdos por el legado del campeón. Pero quizás sean las palabras del líder de los movimientos civiles norteamericanos, el reverendo Jesse Jackson, las que mejor grafican la dimensión de Ali: “cuando los campeones vencen, la gente los lleva levantados sobre sus hombros. Cuando los héroes vencen, la gente es portada por ellos. Nosotros hemos sido llevados por Ali”.

Grandeza es descaro. Frazier declaró que los golpes que le lanzó a Ali en Manila habrían hecho caer las paredes de la ciudad. Y, sin embargo, su rival siguió en pie. En todas sus facetas –sus combates, sus convicciones, el Parkinson-, Muhammad Ali tuvo la desfachatez de permanecer sobre la lona de ese cuadrilátero que se llama vida. No importó el rival, ni la circunstancia. Tuvo el coraje de darle la cara a todos sus adversarios, siempre saltando, jabeando y diciéndoles, como a Foreman en Zaire, “¿eso es todo lo que tienes?”. El colmo de su descaro fue haber proclamado al mundo, cuando le ganó a Liston, que era el más grande. Lo peor fue que vivió para demostrar que tenía razón.