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En su último informe a la nación, el presidente Correa reconoció un error: “el eje cultural” —dijo— “es de los que menos avances ha tenido”. Después dijo algo bastante desconcertante: “No hemos sabido generar la revolución cultural que modifique el espíritu de los ecuatorianos en términos estéticos y acorde con la nueva ética pregonada por la Revolución”. Más allá de la pobre selección de las palabras revolución cultural, esa idea de crear un paradigma estético que rija para todos los ecuatorianos sorprende por lo acaparador e ingenuo, pero —sobre todas las cosas— asombra por lo que revela: el Presidente ha pasado diez años sin enterarse de la fuerza y diversidad de la escena cultural en el Ecuador. Tal vez por eso cree que hay la necesidad de crear una especie de nueva estética ecuatoriana y que para eso debería servir la ley de cultura que no aprueba desde el 2007. Si ese es el propósito del gobierno y la asamblea dominada por Alianza País lo mejor que podría pasar es que la manoseada Ley de Cultura no se apruebe.

Es probable que la dichosa ley termine en letra muerta si es que no se reconcilia lo que artistas y gestores culturales y el gobierno quieren. Los primeros buscan mejores condiciones de trabajo (estabilidad, seguridad social, acceso a financiamiento para poder producir) y el régimen de Rafael Correa parece buscar la creación de un nuevo cánon “que acabe con un sistema policéfalo y permita  la revolución en la cultura y la cultura en la revolución”, dijo en el informe. La gestión y producción para crear una especie de narrativa de la gran Historia, así con mayúsculas.

¿Es esa estética que canta al cambio, al progreso, que narra la Revolución Ciudadana lo que se busca con la Ley de Cultura? En la historia hay un par de ejemplos de procesos similares y ninguno terminó bien. Cuando Adolf Hitler asumió la cancillería de su país también emprendió una cruzada estética. Una que respondiera a lo que él consideraba un arte libre de la influencia judía. Por eso cerró y confiscó todo el arte que llamó Degenerado. La exposición de 1937 llamada Entartete Kunst (Arte Degenerado) recogía las obras que saldrían de circulación a modo de burla. Hay una foto del Führer entrando a la muestra, en Múnich, donde se lee en una de las paredes: “Tómese en serio a Dadá, ¡vale la pena!”. Muchas de las piezas que se prohibieron terminaron en manos del mariscal del aire, Hermann Göring (tan fanático del arte prohibido y de la morfina), y otras directamente traficadas en mercados negros que aún se discuten en cortes internacionales (tal vez el caso más conocido, el del Retrato de Adele Bloch-Bauer de Gustav Klimt). Además de Klimt, fueron censurados Chagall, Mondrian, Picasso, Kandinsky, entre muchos otros.  Fue el resultado del intento de Hitler de volver a un arte más a tono con el nuevo imperio que fundaba. Una estética que se compadeciera con los valores arios y que la representara: el amor a la patria, al trabajo, la mujer como el núcleo de la familia germana y, por supuesto, el soldado. Los elementos del nuevo país alemán debían contarse. Esta comparación, por supuesto, no pretende equiparar a Rafael Correa con Hitler, ni a sus diez años de gobierno con el tercer Reich. Tampoco me parece que Vinicio Alvarado sea la reencarnación tropical de Joseph Goebbels. Caer en eso sería caer la falacia ad hitlerum, que consiste en jugar la carta del nacionalsocialismo como epítome de todo lo malo (sería algo similar a recordar que Hitler era vegetariano y amaba a los animales para descalificar a no carnívoros y animalistas). Lo que quiero es mostrar un ejemplo contundente de lo que sucede cuando desde el Estado se pretende encausar la revolución mediante el arte. Es la creación de una narrativa muchas veces artificiosa que dura lo que dura un partido en el poder.

Lo mismo sucedió en la Unión Soviética, donde la estética de la ética se llamó Realismo social. Escribir de otra cosa en la vieja URSS estaba prohibido. Por ley en los tiempos de Stalin y luego, de facto. Por eso le costó tanto a Svetlana Alexievich publicar sus libros. Por eso su censor —el cuidador de la estética— le decía: “La verdad es lo que soñamos, es como queremos ser”. Ojo, no es algo de ser de izquierdas o derechas. Pasa cada vez que el Estado quiere apropiarse de la construcción de la identidad a través de la cultura. En la España de Franco se prohibieron las películas de otros idiomas y todas terminaron en esos doblajes de risa donde Luke Skywalker se llama Lucas Trotacielos, o los Muppets son Los teleñecos. Una medida que ha causado que España sea uno de los países con mayor déficit de bilingüismo en un mundo que tanto lo precisa. Por si fuera poco, el museo de Málaga le devolvió a Pablo Picasso la gran donación que hizo de sus obras. El trabajo del genio no encajaba en la estética de la ética franquista. Esos son los riesgos que se corren.

En el caso ecuatoriano, ¿cuáles serán los parámetros de la ética de la estética revolucionaria? Sí, la ley garantiza la libertad de producción. Pero en la práctica suelen pasar otras cosas. Sería una locura que en pleno siglo 21 una ley niegue la libertad, o que ampare comportamientos como los de mediados del siglo XX en Alemania, la URSS o España. Pero en el día a día las decisiones que vendrán asociadas a la ley serán tomadas por mandos medios. Por ejemplo, hace unas semanas —en un incidente que no tuvo el revuelo que causó el Municipio de Guayaquil, memoria selectiva se llama— a la caricaturista Wilma Vargas le retiraron unas cédulas y el texto curatorial de su exposición Huarmicaturas por la libertad en la Casa de la Cultura, núcleo del Azuay. La institución —que navega la sinuosa ruta de la dependencia estatal a la absorción estatal— se justificó diciendo que el contenido estaba politizado. El presidente de la Casa de la Cultura azuaya, Iván Petroff Rojas, dijo textualmente: “las cédulas eran una detractiva contra el gobierno y los videos fueron presentados un día antes de la muestra y cuando fueron revisados se vio que tenían comentarios políticos”. Un arte sin una dimensión política, sin crítica, sin bordes duros. ¿Cómo se llama a un arte que no genera tensiones con los poderes, con los paradigmas sociales, con lo establecido? Me inclino a pensar que propaganda.

Dejemos las paranoias a un lado: no creo que desde el gobierno haya un plan siniestro para que la cultura se convierta en un canto a la revolución. Creo que es lo que consideran sinceramente correcto. Y ese, sumado a su incapacidad para oír a los críticos, es el mayor problema. Uno de los ministros que tuvo la Cultura en estos diez años fue el apuesto Guillaume Long. Durante su brevísimo paso habló de Oswaldo Guayasamín y dijo que lo “tenemos bajo la piel”. Es una declaración que habla a las claras del desconocimiento de la escena, de lo que Guayasamín representa. Como decía en una entrevista con diario El Telégrafo la curadora Anamaría Garzón: “ves cómo ese artista que se afincó en el discurso artístico a partir de su apego al poder tiene esa repercusión, ese eco, y se lo asume como el ‘gran’ artista ecuatoriano”, en detrimento de otros como Eduardo Solá Franco, Víctor Mideros, Araceli Gil Gilbert u Honorato Vásquez, casi invisibilizados ante la figura de Guayasamín». En las motivaciones de la propuesta de Ley de Cultura parecería que la intención de una estética para la nueva ética ecuatoriana responde a una utopía regresiva. Esa romántica idea de que Guayasamín es un denunciante del dolor y la opresión indígena, cuando en realidad se convirtió en un formulista de pornomiseria. Ese amor por un pasado que jamás existió es uno de los elementos más peligrosos que tiene la nueva estética.

El arte es, en realidad, una forma de romper con esos romanticismos descolocados. Garzón lo definía en la entrevista: «El artista contemporáneo es alguien que se asume como un sujeto crítico todo el tiempo y no que replica viejos discursos románticos del arte, como la inspiración, la belleza, la fetichización de la pintura, sino que interpela a la misma práctica artística en cada momento.» Si la función básica del artista es esa interpelación que causa tensión, un canto laudatorio que celebre una nueva ética que parece no admitir errores, y pretende no tener vacíos conceptuales, es un riesgo grande. Sobre todo, no sé si es lo que curadores, músicos, artistas, gestores, actores, cineastas, ilustradores y demás quieren. Del discurso del presidente Correa del 24 de mayo parece que eso es lo que el gobierno propone.

Hay algo que no podemos obviar: crear un cánon implica, también, el nacimiento de un anti-canon. El Estado debería estar más o menos consciente de ello. Cuando el Salón de París dejó a los impresionistas fuera de él porque su pintura no se adecuaba a la estética dominante, el salón de los rechazados tuvo un éxito inusitado. Emil Zola reportaba que las masas se empujaban para entrar a ver las obras de Maneet, Pissaro y Courbet. Ese salón, dicho sea, fue promovido por Napoleón III ante la presión popular. Es decir, la cultura se produce desde los márgenes hacia el centro y no al revés. Por eso fracasa, por ejemplo, la bienal de Álvaro Noboa en Guayaquil: es el poder económico intentando una estética propia, con fines proselitistas y egocéntricos. Si no se entiende que la motivación fundamental de una ley de cultura es promover el rol de catalizador de las instituciones —públicas o privadas—, no iremos a ningún lado. Rodolfo Kronfle, tal vez el historiador que mejor ha mapeado la escena del arte contemporáneo en esta década, decía en una entrevista con La Selecta: “Todos los espacios institucionales se deben plantear fundamentalmente como productores de investigación y conocimiento que toman una forma final en las exposiciones y publicaciones que generen. Nada de eso ocurre en los museos de la ciudad, sino de forma excepcional y —en años recientes— de manera alarmantemente mediocre”. La gestión pública no va bien en el Ecuador, y no se va a resolver si detrás de ella viene la necesidad de la nueva estética que gire en torno al proyecto político del presidente Correa. Un proyecto al que legítimamente se puede no pertenecer. La necesidad de englobarnos a todos en un supuesto nuevo país es otro vicio de anacronismo: ya no es posible definirnos como nación, y es quizá uno de los mejores productos de nuestro mestizaje y nuestra entrada en el nuevo milenio. “Los museos no están para crear rollitos buena onda ni para ser cajas de resonancia de los discursos oficiales, estos espacios han perdido completamente la autoridad que en algún momento pudieron tener», dice Kronfle. Cuando habla del MAAC habla sin decirlo del proyecto fallido más grande de la historia de la cultura reciente en el Ecuador. Cuando empezó, el Museo Antropológico y Arte Contemporáneo se suponía una institución que rompería los paradigmas. A él vino Lupe Álvarez —la responsable de la potente generación de artistas guayaquileños que disfrutamos— y parecía que había una luz. Pero luego la política se llevó por delante el proyecto. Durante el gobierno de Lucio Gutiérrez se lo desarticuló y sus principales responsables salieron de él disparados. En lo que el presidente Correa llama la década ganada el MAAC recibió la estocada final y terminó como un elefante blanco rebautizado como Simón Bolívar, sin identidad propia, sin utilidad, vacío y triste. No es algo que se va a resolver con una ley, pero con una ley motivada por la necesidad narrativa del gobierno. Lo que necesitamos son canales para que las nuevas derivas circulen. Para que nos horroricemos con una escultura, nos parezca que eso no es arte hasta que vayamos abriéndonos la cabeza y entendiendo las propuestas de lo contemporáneo (o no, pero que haya la posibilidad), cantemos la música del sinfín de buenas bandas que ofrece el Ecuador, apreciemos la belleza kitsch de nuestros mercados de baratijas, frutas y verduras.

Lo mejor de todo es que es probable que los últimos diez años hayan sido de los mejores que ha tenido la cultura en el Ecuador. Y el Estado ha tenido muy poco que ver con eso. “En el campo de la cultura no existe algo similar al deslumbrante sistema de carreteras”, reconoció el presidente Correa en su informe. Y sin embargo,  Carla Badillo se acaba de ganar uno de los más prestigiosos premios de poesía en español, el Loewe. En 2014 el documental La muerte de Jaime Roldós se ganó el más importante premio de periodismo latinoamericano. Hace un par de día semanas, acaban de inaugurar en París la muestra colectiva más grande de artistas ecuatorianos que se haya hecho en la capital francesa: Chaupi Aequator. Exponen Santiago Reyes, Miguel Alvear, Fabiano Kueva, José Hidalgo-Anastacio, entre otros. Todos artistas contemporáneos talentosos y jóvenes que —muy probablemente— el Presidente no ubique. Seguramente tampoco los ubique el nuevo ministro, Raúl Vallejo, ni su más apuesto antecesor, Guillaume Long. Que sí los ubicaba, sin duda, su inmediata antecesora: Ana Rodríguez, que estuvo apenas días en el cargo después de haber sido viceministra y funcionaria municipal de Augusto Barrera (dirigió la Fundación Museos de la Ciudad desde 2012). Que Rodríguez haya durado tan poco tiempo en el cargo sigue siendo un misterio, pero bien podría interpretarse como un signo más de la desconexión permanente entre la cartera de Estado de la materia y, pues, la materia. Es curioso porque estoy segura que la Embajada del Ecuador en Francia ha ayudado a financiar y promover la muestra. Y me pregunto: ¿no es esa la forma en que mejor podría el Estado participar? Poniendo plata y medios, auspicios y contactos, garantías y estabilidades. Aprovechar su naciente institución, la Universidad de las Artes, para canalizar los diálogos y promover la tensión tan necesaria en la cultura: es de esos espacios donde sale la mejor producción, la que desafía lo anterior, la que cuestiona a los Guayasamines y los Fichamba. No hay nada de malo en negarlos, por el contrario, es lo que se necesita.

Cuando el presidente Correa habla de la Revolución Cubana y la nueva trova y el nuevo cine cubano habla del pasado. No habla de lo que la música cubana canta hoy, ni lo que sus artistas producen, ni lo que su cine retrata. Es muy probable que si se diera el tiempo de averiguarlo se llevaría una gran sorpresa: la estética de la ética revolucionario en Cuba quedó obsoleta hace ya mucho: ahora muchos cantan, escriben, crean en su contra. ¿Estarían esos artistas amparados bajo el paraguas de la nueva estética que pretende la Ley que aún no aprueban? “Se requiere un Ministerio de Cultura capaz de motivar y generar, capaz de recobrar la mística de un proceso revolucionario que necesita reinventarse cada día”, se reprochó el Presidente. Pero es el reproche equivocado. Ese no es el ministerio que necesita la Cultura en el Ecuador, sino uno que constantemente incomode. Que el Ministro salga a defender a los artistas y que los fondos fluyan en todas las direcciones. Que el problema de la censura en el Salón de Julio del Municipio de Guayaquil o en la exposición de Wilma Vargas en Cuenca no queden en revuelos de redes sociales. Si algo deben los artistas hacer es desafiar, día a día, la mística del proceso revolucionario. Porque para cantos alegóricos ya tenemos a Pueblo Nuevo y los demás que cantan durante la sabatina. Para usar otra frase del discurso a la Nación, hasta ahora, en Cultura, lo mejor que ha pasado es lo que no sucedió: la nueva estética revolucionaria.

Bajada

En los últimos diez años las artes en el Ecuador tuvieron grandes momentos. Y no había ley alguna de por medio.