Fotografía de José Villacreses

Lo que de verdad importa: la reconstrucción como política de Estado

El 16 de abril de 2016 reflotó un país que estaba sumergido. Como dijo la columnista Nila Velásquez, este momento nos devuelve al Ecuador que creíamos oculto: ese del que hemos hablado como una posibilidad, que lleva escondida nuestra capacidad para actuar como comunidad. El problema es cómo logramos que ese país no vuelva a ocultarse. Porque el esfuerzo y la entrega observados son gratificantes y necesarios, pero la reconstrucción —material, laboral y espiritual— de las zonas afectadas tomará varios años y gobiernos. La reconstrucción tras un terremoto es una maratón —y nosotros no llevamos ni cien metros recorridos. La clave está en dosificar energías, establecer una estrategia y mantener un tranco constante. Concuerdo con muchos que miran a este como un hecho histórico que genera unidad nacional, como en 1981 y 1995 lo hicieron los conflictos bélicos con el Perú. Pero la sensación de unidad en esas ocasiones era momentánea: se disipaba cuando la amenaza disminuía. Ahora, lidiar con las secuelas de la tragedia y empezar a reconstruir requiere de un esfuerzo de largo aliento, que no se limita exclusivamente a lo que haga o deje de hacer el gobierno actual.

El primero que debe entenderlo es el régimen de Rafael Correa. Esta tragedia, que provoca profundo dolor y abrumadora solidaridad, afectará al Ecuador por muchos años y requiere de consensos para generar políticas más permanentes. Además, las medidas para enfrentar las secuelas del terremoto tienen lugar en pleno año electoral y en medio de una crisis económica. El contexto condiciona las lecturas de las acciones que tome la administración Correa.

Este debe ser un momento que concite la unión de todos los ecuatorianos, partidarios o no del gobierno que iniciará las tareas de reconstrucción, pero que no sabe si seguirá a cargo de ellas desde 2017. El correísmo debe entender que la posta la puede tomar una administración diferente y, por lo mismo, debe concitar la mayor cantidad de apoyos para que las acciones emprendidas tengan continuidad como política de Estado. El correísmo también debe asumir que el contexto de crisis económica es una realidad y que las alzas tributarias propuestas a fines de marzo generaron críticas razonables porque no se observa un esfuerzo para racionalizar el gasto público y porque en plena recesión —y ahora con la catástrofe— los vilipendiados fonditos hubieran sido muy útiles. Esas críticas volvieron a aparecer con las medidas tributarias para financiar la reconstrucción y obligaron a Correa a dar como moneda de cambio la promesa de suspender las sabatinas y la Secretaría del Buen Vivir si la oposición apoyaba su propuesta.

Tengo la impresión de que se están desperdiciando valiosas energías en un debate innecesario. Las catástrofes naturales no hacen preguntas sobre el déficit fiscal o en qué parte del ciclo económico se encuentra un país. Simplemente llegan con su fuerza destructiva. Se puede llorar sobre la leche derramada de lo que no se hizo, pero la realidad cruda indica que se necesitan, urgentemente, recursos para ayudar a reconstruir las comunidades afectadas. Por lo mismo, las nuevas alzas tributarias son inevitables. A su vez, el gobierno no puede continuar con su postura tozuda y arrogante, sin asumir que tiene mucha responsabilidad en el déficit fiscal actual. La economía política de las medidas para financiar la reconstrucción en un año de crisis requiere de gestos que muestren algún nivel de autocrítica sobre la gestión fiscal y de corresponsabilidad para con el resto de la sociedad.

Estamos desaprovechando la oportunidad para unirnos en una misión: a un problema-país debemos darle una solución-país. Esta respuesta implica una visión de largo plazo, unidad nacional y complementariedad público-privada, con una grandeza de miras que apunte a lo que de verdad importa. Esa fue la lección que aprendí en Chile, donde viví casi dos décadas. Las políticas de ahorro fiscal de los gobiernos chilenos durante las épocas de bonanza del precio del cobre están íntimamente relacionadas con los terremotos que periódicamente sufre el país sureño. Las estrictas normas de construcción y una cultura de seguros catastróficos, también. Pero, sobre todo, está la sana costumbre de dejar a un lado los partidismos y de unirse en torno de la tarea de reconstrucción.

Eso ocurrió cuando el terremoto-maremoto del 27 de febrero de 2010 dejó su huella destructora apenas 11 días antes de que el primer gobierno de Michelle Bachelet terminara. La primera administración Bachelet cometió muchos errores en la gestión de la crisis, que evidenciaron problemas de descoordinación y en la toma de decisiones. En medio de esos problemas, Michelle Bachelet tuvo que empezar a organizar las tareas de rescate y apoyo a las víctimas, con el buen tino de dejar la toma de decisión sobre el grueso de las medidas de reconstrucción —sobre todo las de financiamiento y sostenimiento— a su sucesor, Sebastián Piñera. No era un detalle. Bachelet era la última mandataria de la coalición de centroizquierda que había gobernado el país durante dos décadas y su sucesor era el primer gobernante de derecha en toda la transición democrática. En ese sentido, la alternancia democrática entre coaliciones opositoras implicaba un hecho inédito en el país desde el fin de la dictadura pinochetista.

No obstante, antecesor y sucesor estuvieron a la altura de las circunstancias. Bachelet hizo bien en dejar que Piñera estructurara el programa de reconstrucción y este hizo otro tanto al no utilizar como chivo expiatorio las negligencias de la administración Bachelet durante los primeros días de la catástrofe. Si bien se judicializaron las investigaciones para determinar responsabilidades en la gestión de la respuesta inmediata al terremoto, el tema quedó en el ámbito judicial, sin un aprovechamiento político de la administración piñerista. Con el objetivo de financiar los cerca de 30 mil millones de dólares que costaría la tarea de reconstrucción, el gobierno derechista de Piñera tomó una serie de medidas que incluyeron usar los ahorros fiscales, emitir deuda pública y aumentar la recaudación, sobre todo por la vía del incremento temporal del royalty a la minería, la industria más importante del país. Estas propuestas necesitaban la aprobación de un Parlamento donde el oficialismo estaba en minoría y se daban apenas un año después de que la economía chilena se contrajera 1% por efectos de la crisis financiera internacional. La coalición de centroizquierda, entonces en oposición, acogió el llamado a la unidad que hizo Piñera apoyando el paquete de medidas de manera urgente.  

Las tareas gubernamentales se centraron en generar viviendas provisorias para las 500 mil familias afectadas y empezar la reparación o reconstrucción de la infraestructura pública. También se establecieron medidas de apoyo, con exenciones tributarias y programas temporales de empleo para las zonas más afectadas. Paralelamente, las iniciativas de la sociedad civil abundaron. Junto a la movilización de decenas de miles de rescatistas y voluntarios, se organizaron ayudas en diversas formas y coberturas: desde una gran colecta nacional similar a la Teletón que el país hace desde los setentas, a iniciativas impresionantes, como Desafío levantemos Chile. Este emprendimiento ciudadano se creó 14 días después del terremoto, cuando un grupo de voluntarios que trabajaban en la destruida localidad de la Illoca, quisieron darle carácter más permanente a su labor en esa comunidad. En 70 días se reconstruyeron 12.500 metros cuadrados, incluyendo 60 viviendas y 31 escuelas, y se repararon 55 negocios y 615 botes de los pescadores de la localidad. Al poco tiempo, Desafío se convirtió en fundación, incluyó trabajos en otras localidades y tuvo como objetivo generar un vínculo de largo plazo con las comunidades afectadas. En la actualidad, esta ONG se expandió a todo el país y cuenta con actividades de apoyo en las áreas de empleo, cultura, deporte, salud, educación y emprendimiento en las zonas más pobres de Chile.

Esa es otra lección que aprendí en Chile: la sociedad civil y los gobiernos deben trabajar en conjunto. Como lo demostró Desafío levantemos Chile, los ciudadanos organizados somos increíblemente asertivos y complementamos de manera muy eficiente —y a veces lo hacemos mejor— el trabajo gubernamental en las tareas de reconstrucción tras las catástrofes. Eso lo entienden los gobiernos chilenos y, en una crisis nacional, en lugar de recelar de una sociedad civil movilizada, la promueven. Porque, finalmente, los gobiernos pasan, pero quedan las heridas que deja la fuerza de la naturaleza y el curarlas es una tarea conjunta de la sociedad en el corto, mediano y largo plazos. Los gobiernos responsables entienden que son transitorios y que deben hacer lo mejor posible para integrar a todos en el esfuerzo por levantar nuevamente a un país. Para ello incluso moderan el tono del discurso, demostrando empatía para con las víctimas y las comunidades afectadas. Todos, en su clamor, requieren compasión y una actitud acorde con el dolor ajeno por parte de las autoridades.

Esas lecciones son fundamentales para Ecuador. El terremoto nos encuentra en una situación de crisis económica y fiscal, y de alta polarización política, pero debemos financiar la tarea de reconstruir las zonas impactadas por la catástrofe. Es ineludible. Los gobiernos disponen de diferentes instrumentos a su alcance, pero si no tienen ahorros, deben usar endeudamiento, impuestos, racionalización del aparato público o una combinación. El problema surge cuando no se reconoce que la economía política requiere de gestos y de grandeza de miras de todos, gobierno y oposición. Y que lo principal es generar una acción que permita consensos. Dado que no ha existido un hábito de sana convivencia cívica y política durante este régimen, y por los resquemores lógicos de un año electoral, en aras de la unidad nacional y la continuidad de las políticas lo mejor sería formar un fondo de contingencia con lo recaudado por las propuestas gubernamentales. Ese fondo debería ser administrado por una comisión transversal —con miembros de gobierno, oposición y sociedad civil— durante todo el proceso de reconstrucción. Ello reduciría el gasto de energía innecesario en el debate sobre el financiamiento y facilitaría los acuerdos políticos, urgentes en una catástrofe.

Otra lección tan importante como la primera: el gobierno debe promover a la sociedad civil en la tarea de reconstrucción. Ese tejido social es más permanente que cualquier proyecto político y es increíblemente efectivo y solidario. El Ecuador escondido apareció y ojalá se quede para siempre. Pero necesita de apoyo y espacios. Y que se abandonen las sospechas. La Revolución Ciudadana debe entender que las acciones que hacemos como sociedad no empiezan ni acaban en lo que haga su gobierno. En una tragedia en que las necesidades son enormes y de largo aliento, se requieren acciones y esfuerzos de la misma magnitud y plazos por parte de todos los ecuatorianos, sin excepción.

Finalmente, la tragedia es una invitación a la escucha y comprensión activas. Todos debemos estar atentos a la actitud empática y a hacer del llamado a la unión nacional una obra concreta, más que un discurso. Comenzando por Rafael Correa. No puede decirles a las comunidades afectadas lo que tienen que hacer o sentir. No puede repetir la fórmula autoritaria que ha marcado su mandato. En ningún momento –y menos en este- los mandatarios pueden dejar de anteponer el legítimo dolor del otro a cualquiera sea su estilo de gobernar. Este último, en un momento de crisis como el actual, debe redefinirse para acoger a todos -víctimas de la tragedia y opositores, con sus dolores y sus críticas- y construir un espacio común desde donde trabajar juntos. Eso es, al final, lo que nos debería importar de verdad.