Fotografía de FLo bajo licencia CC BY-SA 2.0. Sin cambios.

Lo que podemos aprender de Chile, un país que convive con los terremotos

Un terremoto destruye todo: casas, puentes, economías, vidas. En especial, rompe el sistema de seguridades individuales y colectivas. Sin importar nivel socioconómico, sexo, raza ni edad, compartimos el mismo sentimiento de desamparo en esos segundos o minutos en que el planeta nos recuerda que es un ente vivo y en movimiento constante. Y que ese destino planetario se puede manifestar donde sea, sobre todo en los vértices de las placas tectónicas. Ocurrió hace pocos días en Japón. O hace seis años en Haití y Chile. Y nos acaba de suceder este sábado, cuando las placas de Nazca y Sudamericana, que formaron la cordillera de los Andes hace millones de años, desfogaron su energía en el litoral ecuatoriano, con epicentro en Pedernales y una virulencia calculada en 7.8 magnitudes. Este sismo marcará un hito por el impacto en áreas densamente pobladas y la destrucción de infraestructura física a una escala que no tiene precedentes, que ha dejado en escombros a varios cantones y agrava la crisis económica. Toda catástrofe es traumática, pero el terremoto del sábado dejará su marca por muchos años.  

La tarea ahora es la de reconstruir y establecer un plan de acción para prevenir los efectos de catástrofes similares. Sobre todo tomando nota de las lecciones y los errores propios y ajenos. Tal vez la eficiencia japonesa esté un poco lejos, pero tampoco somos tan endebles institucionalmente como Haití. Chile puede ser una excelente referencia. El país de Neruda tiene una de las actividades sísmicas más intensas del planeta. En 1960 la ciudad de Valdivia sufrió el terremoto más fuerte que se tenga registro en el último siglo: 9.5 magnitudes. La última experiencia traumática, en 2010, fue la tragedia del terremoto de 8.8 magnitudes y el subsecuente tsunami que azotó la zona central chilena, con un saldo de 800 muertos y cerca de 30 mil millones de dólares en pérdidas. Es una catástrofe que sigue dejando huella, sobre todo por los problemas de la gestión de crisis. 

El terremoto que sacudió Chile se suscitó la madrugada del 27 de febrero, a escasos 11 días del cambio de mando, cuando el primer gobierno de Michelle Bachelet terminaba. A pesar de que la sociedad chilena convive con temblores que obligan a estrictas normas de construcción y a prácticas de evacuación, el terremoto dejó en evidencia fallas en la oficina nacional de catástrofes chilena (ONEMI), particularmente en los mecanismos de comunicación y de logística. Por la magnitud del movimiento telúrico las comunicaciones colapsaron, impidiendo el oportuno anuncio del tsunami que sucedió al terremoto. Las zonas más afectadas quedaron prácticamente aisladas, sin electricidad ni agua potable, lo que dio pie a actos vandálicos. Recién dos días después de la tragedia se decretó un estado de excepción, permitiendo a las fuerzas armadas controlar desmanes y coordinar las actividades de distribución de alimentos y agua potable.

El terremoto puso en evidencia otros problemas. Por un lado, la falta de electricidad y de telefonía fija o móvil complica en extremo la comunicación con las zonas afectadas por un sismo. En ese sentido, un sistema integrado de control de catástrofes requiere de teléfonos satelitales que, en el caso chileno, no pasaban de 10 unidades para todo el país. Los teléfonos satelitales permiten obviar el problema de falta de señal de telefonía, facilitando la gestión entre los responsables de la coordinación de la respuesta ante un terremoto. Por otra parte, la suma de un terremoto y un tsunami mostró la falta de información –particularmente en las zonas costeras- sobre los lugares y procedimientos de evacuación ante este tipo de eventos, algo que no solo debe concentrarse en las zonas geográficas con mayor riesgo sismológico (como el norte chileno), sino que debe convertirse en política para todo el territorio nacional. 

Las réplicas del terremoto se sucedieron por varios meses y se alargaron hasta 2013, aunque gradualmente con menor intensidad. Al gobierno de Sebastián Piñera le tocó la tarea de reconstruir los cerca de medio millón de hogares afectados, junto con la infraestructura pública debilitada o destruida, que incluía carreteras, hospitales y escuelas. Para el efecto, el gobierno elevó temporalmente el royalty a las empresas mineras para financiar las tareas de reconstrucción, lo que logró recaudar 3.200 millones de dólares adicionales. Paralelamente el gobierno facilitó la importación de material para la construcción de viviendas e infraestructura, ante la falta de stock nacional. La medida fue muy efectiva para permitir una pronta intervención con viviendas temporales que luego fueron reemplazadas por construcciones permanentes. Las medidas gubernamentales también incluyeron programas temporales de empleo en las zonas más afectadas, que alcanzaron los 60 mil puestos de trabajo.

Chile fue bastante efectivo en la tarea de reconstrucción de infraestructura y vivienda, y en el reordenamiento de la lógica de funcionamiento de la ONEMI. Hasta 2015 ya se habían construido viviendas permanentes para la casi totalidad de afectados por el terremoto. La devastación del embate natural no dañó sensiblemente la economía chilena, a diferencia de Haití, cuyo PIB se desplomó -5.5% cuando en 2010 otro sismo dejó en escombros al país caribeño. En 2010 Chile creció 5.8%, repitiendo la cifra en 2011. Esto se explicaría por las políticas de ahorro fiscal que les permiten a los gobiernos chilenos gastar más en recesión o ante eventos tan urgentes como una catástrofe sísmica. Finalmente, las fallas de comunicación y la mediocre respuesta ante catástrofes, supusieron una renovación de los equipos de comunicación y de los procedimientos de evacuación a nivel nacional. El éxito de estos cambios se observó sobre todo en 2015, cuando otro terremoto, de 8.4 magnitudes, afectó el norte chileno, con un saldo de solo 15 muertos.

Las experiencias chilenas frente a los terremotos están marcadas por la tragedia y la entereza para aprender de los errores y, sobre todo, reconstruir. Chile continúa con sus estrictas políticas de construcción, que aminoran el riesgo de colapso de sus edificaciones. A ello suma espacio fiscal para políticas contracíclicas que puedan atenuar el impacto negativo de un fenómeno natural, junto al análisis crítico de sus propias políticas de respuesta y prevención, que les permiten mejorarlas. El ejemplo chileno es muy valioso para que, en nuestro propio proceso de reconstrucción, podamos generar consensos y acciones en el corto y mediano plazos. Sobre todo, políticas públicas de prevención y respuesta más eficientes ante las catástrofes naturales, que permitan aliviar el dolor presente y atenuar los dolores futuros.