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La crisis actual —o no crisis en términos gubernamentales— está cambiando los estados de ánimo del gobierno y la ciudadanía. Lo que empezó con la baja paulatina de los precios del petróleo en 2014, se convirtió en una realidad fiscal pesadillezca: perdimos más del 60% de los ingresos petroleros desde 2015. El mensaje inicial apuntaba a encontrar soluciones creativas, pero se ha transformado en una búsqueda cada vez más desesperada: cambiando la obligatoriedad estatal con los fondos previsionales, reduciendo subvenciones o quedando en morosidad temporal (gobiernos seccionales, universidades, Solca y, ahora, con los equipos del fútbol nacional). La más reciente medida es el proyecto de Ley Orgánica para el Equilibrio de las Finanzas Públicas que aumenta y crea impuestos para —según justifican sus promotores—  cuidar la salud pública ecuatoriana. Más que aumentar la recaudación, al gobierno le interesaría reducir los casos de diabetes, cáncer pulmonar y de accidentes de tránsito y para ello aplica alzas a los tributos de las bebidas azucaradas, alcohólicas y a los cigarrillos.  Pero detrás de esa retórica hay verdades y responsabilidades que el gobierno de Rafael Correa se niega a aceptar. Es probable que esa negación termine con el capital político de la Revolución Ciudadana, al punto de que el 2017 signifique su gran derrota electoral.

El primer problema de estos nuevos impuestos es de credibilidad. Rafael Correa usa una retórica orwelliana de discurso doble: las obligaciones con el IESS no son obligaciones, las universidades o los municipios no pueden depender tanto del Estado, los directivos de Solca son buenos samaritanos con el dinero público. El discurso oficial evade el núcleo del problema. El gobierno usa argumentos cada vez más pueriles para tapar la desesperación fiscal ante la falta de recursos para mantener el aparato estatal. Culpa a otros para no asumir que no quiere hacer ajustes al irracional tamaño estatal o reconocer su responsabilidad ante las malas inversiones que se hicieron en la época de vacas gordísimas. Además, Rafael Correa sigue creyendo que la situación es temporal y que el maná regresará cuando los precios del petróleo vuelvan a subir más temprano que tarde.

La negación no es solo discursiva. Es, sobre todo, existencial. La propuesta de alza tributaria tiene mucho de aquello. El discurso gubernamental se centró en su supuesta preocupación por la salud pública. Lo que el gobierno no dice es que, como el IVA, estos son impuestos planos, en este caso de monto fijo: se grava el consumo de bienes de alta demanda, relativamente inelástica. Esto aseguraría una recaudación a la vez fácil e inmediata. Pero estos impuestos son regresivos: proporcionalmente afectan más a los que menos tienen. Si una familia tipo consume 5 litros de cola a la semana, el impuesto —respecto del ingreso familiar— es mayor para las familias más pobres. Los adultos ricos y pobres seguirán tomando una cerveza. Pero ahora los más pobres pagarán más —en proporción a su ingreso— por una biela.

Si bien la lógica de aplicación es la adecuada, como una forma de limitar las consecuencias nocivas de estos consumos, sus resultados se observarán en el largo plazo, cuando el alza tributaria —junto a campañas para mejorar la salud pública— tenga algún efecto. No obstante, si había tanta preocupación por las consecuencias a futuro, la pregunta clave es por qué el impuesto no se impulsó antes. Y por qué en la propuesta de Ley, a los impuestos saludables se suman tributos a otros ingresos de los pensionistas (que, por la reacción de los jubilados, obligó al gobierno a recular inmediatamente), se elimina la exoneración del impuesto a la renta para ciudadanos mayores de 65 años, se deroga la devolución al IVA para personas con discapacidad o se limita a tres salarios mínimos el dinero efectivo exento de ISD para quienes viajen al exterior. El voceado propósito de salud pública choca contra la realidad de la versión tributaria del programa de Polito Baquerizo: recauda lo que puedas

El segundo problema del ajuste tributario propuesto es la conexión entre el propósito de la medida y el apoyo ciudadano. Cualquier cambio tributario debería tener un objetivo claro de política fiscal que concite la aceptación de los contribuyentes. La razón es simple: a nadie le gusta pagar impuestos. Pero si es inevitable, los contribuyentes deberían entender el bien colectivo último que impulsa el objetivo de política fiscal y la lógica de su implementación. Ese fue el caso de Chile en estos años. El país de Neruda ha tenido una política tributaria estable de bajos impuestos, pero realizó ajustes recientes ante dos situaciones puntuales. En 2010, el gobierno de Sebastián Piñera impulsó un alza al royalty de la minería —la principal industria del país— para financiar la reconstrucción tras el terremoto de ese año. La necesidad ante la catástrofe facilitó una medida imposible en el pasado. Lo mismo ocurrió con la reforma tributaria que impulsó Michelle Bachelet en 2014. Se aumentaron los impuestos a las empresas y se redujeron las vías de elusión y evasión para financiar una reforma que busca mejorar la calidad de la educación chilena y asegurar gratuidad universitaria. Las empresas y los más ricos no lo tomaron bien, pero la presión popular (80% de la ciudadanía apoyaba la reforma educacional) dio pie para su implementación y soporte.

Pero en el Ecuador sucede lo contrario. Como el nombre de la propuesta de Ley sugiere, las medidas tributarias de Correa buscan aliviar el déficit generado por la caída de los precios del petróleo; sin embargo, la búsqueda del equilibrio es por el lado del resto: los contribuyentes. Las medidas que ha tomado el gobierno en el último año y medio pretenden compensar las pérdidas petroleras a través de la recaudación o disminución de sus obligaciones internas, pero no por la vía del ajuste y racionalización del gasto público. Si algo produjo la caída de los precios del petróleo —amén de la crisis fiscal— fue el mayor interés que los contribuyentes tienen por la calidad del gasto fiscal.

En ese sentido, la crisis quitó el velo de la época feliz. Ahora los ojos ciudadanos —incluyendo los simpatizantes del correísmo— son más críticos con los problemas de la calidad del gasto y la inversión pública (el Aromo, el costo real de las carreteras, las pérdidas que generan los medios de comunicación públicos), de la hipertrofia del aparato gubernamental (los excesivos ministerios) y de los costos que hemos incurrido a través del endeudamiento.

Los contribuyentes se preguntan, con razón, por qué les piden sacrificio cuando el gobierno ha hecho tan poco para reestructurarse. Y por qué el gobierno no ahorró o gastó —e invirtió— mejor en el periodo de crecimiento. El hartazgo creciente no es por las medidas de recaudación o las triquiñuelas gubernamentales con las cuentas públicas. La menor paciencia ciudadana es por la falta de una actitud consecuente del gobierno, que evade un ajuste urgente de su desorbitante estructura. El déficit no lo generó la ciudadanía. Lo provocó el irracional e insostenible Big Bang correísta.

El tercer problema es económico. La política fiscal debería tener una lógica contracíclica: más gasto (o menos impuestos) durante una crisis, lo opuesto durante el auge. La lógica contracíclica que el gobierno aplicó durante la crisis de los subprimes en 2008, funcionó gracias a que el precio del petróleo se recuperó rápidamente y porque no teníamos un déficit fiscal como el actual. Pero desde 2009, la lógica fiscal de la Revolución Ciudadana ha sido procíclica: gasto superior a nuestros ingresos en época de bonanza, con el consecuente aumento de la deuda externa. Ahora la situación fiscal es extremadamente delicada y el efecto de la crisis se traslada directamente a la economía. De hecho, tal como lo muestra el SRI, la recaudación cayó en los principales ítems de tributación: en febrero de 2016 hubo una merma del 13% respecto del mismo mes del año pasado. Los menores ingresos fiscales están generando un efecto procíclico negativo: con menos dinero, la gente gasta menos. Y, en consecuencia, se recauda menos. Al gravar con más impuestos solo se refuerza la tendencia recesiva de caída del gasto, en este caso privado.

Por eso la propuesta de ley tributaria preocupa. Más impuestos generan un círculo vicioso en recesión: caída de gasto-menos recaudación-más impuestos-caída del gasto. Y eso se traduciría probablemente en no alcanzar las metas de recaudación, que entre mayo de 2016 y todo 2017 deberían  generar 844 millones de dólares. No hace falta imaginar lo que va a venir cuando el gobierno recaude menos de lo pensado: más impuestos.

La medida también es un impuesto “simbólico” al capital político de Alianza País. Por el peso de la repetición de sus acciones recaudatorias o de evasión de sus obligaciones, el gobierno produce cada vez más reacción adversa. Como todo impuesto al capital, el costo simbólico de las medidas tiene un impacto progresivo: se grava más a la base del apoyo correísta. Tarde o temprano el cúmulo de acciones de recaudación (o evasión de pagos a otras entidades) impactará en los simpatizantes de Correa. Estos apoyos se construyeron cuando el correísmo administró el mayor flujo de ingresos de nuestra historia y amplió la prestación de servicios públicos y de infraestructura. Con una maquinaria publicitaria bien aceitada, el leitmotiv correísta de reconstruir el país forjó adhesiones, anhelos y una mirada confiada en el futuro, que se tradujo en un apoyo político sin precedentes. Esa ilusión colectiva incluso dio espacio para apuntalar —durante el ciclo de crecimiento— la expansión del Estado creando impuestos, con la premisa de que ese Estado daba más de lo que cobraba.

El drama es que con el inicio del ciclo contractivo, el país está cada vez más reacio y crítico ante la lógica del recauda lo que puedas. Ello está permeando incluso el soporte popular de Correa, en un proceso que puede volverse irreversible. Especialmente sin un ajuste ni racionalización profunda del gasto público (¿para qué necesitamos la Secretaría del Buen Vivir o el conjunto de medios públicos de comunicación?) y con medidas que parecen dejar el peso de la crisis en los otros. La reciente propuesta impositiva sigue la lógica de un doble discurso gubernamental que evade dos cosas: aceptar su responsabilidad en el déficit y no asumir que tiene que ajustarse para ser consecuente con los sacrificios que exige. Con sus medidas, la Revolución Ciudadana está convirtiendo los anhelos en desilusión. Como si decidiera cobrarle tributos a la esperanza que ayudó a crear. El impuesto puede ser tan alto que quizás acabe sin recaudar nada, cuando la ilusión y los apoyos políticos, para su desgracia, se agoten.

Bajada

¿Terminarán las alzas impositivas socavando el apoyo de la Revolución Ciudadana?

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Fotografía de MunicipioPinas bajo licencia CC BY-SA 2.0. Sin cambios.