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Las recientes reformas laborales del Ecuador forman parte de la larga cadena de ajustes al mundo del trabajo que hemos vivido en dos décadas. Hemos pasado por ciclos de flexibilización o endurecimiento de las condiciones legales y efectivas de las relaciones laborales de manera bastante volátil. La crisis de comienzos de 2000 vino de la mano con formas de precarización del trabajo por la vía de la terciarización y mecanismos de desregulación implícita en los contratos. El gobierno de Rafael Correa —como muchos gobiernos latinoamericanos— trató de revertir este proceso ajustando los salarios mínimos y los beneficios laborales. Pero ahora, ante una “no-crisis” que más temprano que tarde dejará secuelas en el empleo, se quiere flexibilizar las condiciones para que el costo del ajuste en términos laborales sea menor. El problema de fondo es que la balanza se ha inclinado a donde han querido —según las circunstancias— los gobiernos. Sobre todo el de la revolución ciudadana. Pero poco o nada se ha hecho para que sean los involucrados (trabajadores y patronos) los que generen vínculos permanentes y corresponsabilidad. 

La esfera del trabajo es muy particular. Como el resto de “mercados”, tiene una oferta (trabajadores) y una demanda (unidades productivas), y tiene un precio (salarios y beneficios laborales). Pero no es un mercado cualquiera. No funciona como los commodities o bienes y servicios que se transan y se ajustan por la interacción de la oferta y la demanda.

A diferencia de las papas, el petróleo y los celulares, el trabajo es la acción de transformar bienes o prestar servicios, a través de personas, a las que asignamos unos derechos y unas condiciones. Si bien en todo mercado hay regulaciones sobre las condiciones ambientales y los mecanismos de producción, en el mundo del trabajo esas regulaciones tienen que ver con normas éticas sociales sobre lo que consideramos un empleo con condiciones mínimas aceptables o deseables.

El tránsito hacia esas normas mínimas ha sido largo, sinuoso y diferenciado a lo largo de la historia. Sea bajo la denominación que sea (esclavos, siervos, peones, obreros, etc.) el conflicto histórico entre trabajo y capital ha estado lleno de fricciones. Sus resultados han reorganizado las estructuras sociales. Y han llevado a que hoy debatamos desde perspectivas contrapuestas y polares: una visión que mira al mercado laboral como al resto de los commodities (hay que reducir costos y “fricciones” para que funcione y se ajuste en salarios y empleos), y otra en la que prevalece una mirada de defensa de esos derechos como concomitantes a las personas y sobre cuya concepción ética se subordinan las condiciones de mercado (no a cualquier salario y no bajo cualquier condición laboral).

En la práctica, con pocas excepciones, los mercados laborales funcionan con matices de estas dos posiciones. Los países tienen instituciones laborales que son más o menos rígidas —o flexibles— y su estructura cambia a partir de reformas según la ideología de los gobiernos, las doctrinas imperantes (neoliberal, neokeynesiana, neoestructuralista), las circunstancias económicas o una combinación de estos elementos. No obstante, hay un factor que caracteriza a las instituciones laborales: las relaciones sociales más profundas entre empresas y trabajadores. 

Desde la década pasada, la discusión ha girado en torno de dos tipos de sociedades capitalistas en los países desarrollados: los capitalismos liberales (como Estados Unidos y Reino Unido) y los capitalismos coordinados (como Alemania y países escandinavos). No todos los sistemas capitalistas son enteramente liberales o coordinados, pero en los que tienen un perfil más liberal las relaciones capital-trabajo son más antagónicas y se manifiestan en mayor desafección entre empresas y trabajadores, diferencias salariales sustanciales entre los salarios de los gerentes y los operarios de una empresa, y la menor relevancia de los sistemas nacionales de capacitación. En los capitalismos más coordinados, en cambio, el vínculo trabajador-empresa es más estrecho, hay mayor corresponsabilidad y diálogo entre las dos partes, las disparidades de ingresos entre ejecutivos y obreros es menor, y la apuesta por formación profesional es importante a nivel nacional gracias al convencimiento de que todas las empresas pueden aprovechar una mano de obra mejor formada.

Identificar el eje de estos dos sistemas capitalistas es importante por varias razones. Por un lado, permite entender que hay respuestas distintas ante las crisis. En los sistemas más liberales, los ajustes en el mercado laboral son instantáneos, con su secuela de mayor desempleo. Como dice Thomas Piketty en su libro El capital en el siglo XXI, en la estructura más liberal también se constatan desigualdades de ingresos mayores en comparación con los capitalismos coordinados: hay menos interés en precautelar las disparidades entre ejecutivos y trabajadores de bajos ingresos. En los capitalismos coordinados, las respuestas ante las crisis —reducción de jornada, ajustes de salarios— son más factibles porque empleadores y trabajadores llegan a acuerdos y compromisos que implican revertir estos ajustes conforme mejora la situación económica. Estas economías también logran enfrentar mejor el desempleo y atenúan los aumentos de las desigualdades de ingreso dentro del mercado laboral. La clave estaría en una cultura de diálogo y cooperación entre empresas y trabajadores, y entre unidades productivas de una industria.

Pensar en las políticas laborales y el tipo de capitalismo es clave para entender que una cosa son las tendencias de política laboral y otra, distinta, la estructura que da soporte para que el mercado laboral funcione de una manera determinada. En Ecuador y América Latina, hemos tenido ciclos de políticas laborales que han fluctuado entre la construcción de derechos (primera mitad del siglo XX hasta 1960s), su desmantelamiento (1980s y 1990s), o su reimplementación y expansión (2000s y 2010s). 

Las respuestas de política económica y laboral han seguido tendencias vinculadas con modelos predominantes que luego han sido desplazados por propuestas alternativas cuando se han generado crisis. Ocurrió con el modelo estructuralista de los sesentas —de sustitución de importaciones y fomento a la industria local— que colapsó con la crisis de la deuda a inicios de los ochentas. La construcción paulatina de derechos laborales para la creciente —pero todavía pequeña— masa de trabajadores formales fue reemplazada por la lógica liberal que propugnaba salir de la crisis flexibilizando las relaciones laborales y congelando o reduciendo los salarios en los ochentas y noventas. La crisis de fines de los noventas y comienzos de 2000 abrió la puerta a políticas sociales y laborales que devolviesen una base de protección de ingresos y derechos, sobre todo para las familias más vulnerables, pero también para un mercado laboral con una masa creciente de empleo formal.

Este juego de reformas y contrarreformas se ha dado a partir de buscar soluciones a las crisis, pero sin generar una estructura capitalista distinta. Dependiendo de la ideología predominante y del gobierno, junto a procesos complejos como las innovaciones tecnológicas, la globalización y la transnacionalización de los capitales, los mercados laborales han navegado entre más flexibilidad o más regulación, pero sin construir mecanismos de diálogo entre empresas y trabajadores, y sin generar compromisos que faciliten corresponsabilidad de los dos actores en los ciclos positivos o negativos de crecimiento. 

El problema de fondo es que los empresarios y trabajadores han mantenido la postura atávica de lucha de contrarios. Esta también ha sido la dinámica en el Ecuador. Empresarios y trabajadores no han podido generar entendimientos ni compromisos que impliquen mutua corresponsabilidad. La política laboral ha respondido a la voluntad de los gobiernos, en un proceso de mediación entre lo que a su entender ha sido una adscripción más promercado o protrabajadores. En el gobierno de Rafael Correa esa dinámica se exacerbó de una forma bastante peculiar: imponiendo las condiciones de política laboral casi sin escuchar a las partes. El gobierno impulsó políticas laborales para devolverles derechos a los trabajadores, mejorar sus ingresos y propender a empleos con relaciones laborales más formales, luego de décadas de precarización. Muchos entendieron que era una forma de imponer una visión de sesgo antiempresarial, acorde a un discurso de lucha contra los abusos del sector privado. Otros lo interpretaron como la lógica respuesta al anhelo de devolverles a los trabajadores sus derechos perdidos en las décadas precedentes, siguiendo la tendencia de política laboral regional.   

Lo curioso del caso es que ese vuelco de políticas laborales obvió a los representantes naturales de los trabajadores: los sindicatos. Lo que parecía en su origen como una historia de amor entre el Gobierno y el sindicalismo se convirtió con el tiempo en una de odio venal. La razón tiene que ver con algo esencial: a pesar de que el sindicalismo estaba en vías de extinción —datos entre 2010 y 2012 muestran que la sindicalización cubría aproximadamente a entre el 2% y el 5% del total de asalariados— los pocos sindicatos activos y con poder (80% del total de los asalariados sindicalizados) pertenecían al sector público. Eso implicaría que el Gobierno es, en la práctica, el empleador ecuatoriano con la relación laboral más significativa (por volumen, por complejidad, por la diversidad de sectores involucrados) con los sindicatos. Ha sido, por ende, el principal beneficiario del debilitamiento sindical dado lo conflictiva que se ha ido tornando la relación. Algo que ha quedado de manifiesto en el proceso de demonización de los sindicatos públicos que se han ganado un puesto privilegiado en el escarnio mediático y discursivo gubernamental.

Lo mismo ocurre con la relación gubernamental con las representaciones empresariales. La satanización del empresariado ha implicado una seria dificultad para que este se constituya en un interlocutor con el que se dialogue y se pueda llegar a acuerdos. Como los sindicatos, el empresariado ha tenido cabida en las sabatinas como sujeto de escarnio. Pese a que las reformas laborales impulsadas a inicios y mediados del gobierno pudieron ser absorbidas en un entorno de crecimiento económico, en época de recesión han significado una piedra que ha ido complicando al tejido empresarial, particularmente a las empresas a las que esos costos afecta más: las pequeñas y medianas. Por eso, las nuevas reformas laborales se han presentado como una manera de facilitar flexibilidad laboral, tratando de darle aire a las empresas para no generar un efecto tan negativo en el empleo.

El desafío del gobierno es generar mecanismos de interlocución y corresponsabilidad entre los actores. Negando su importancia o haciendo ajustes arbitrarios para unos u otros, no se construye un vínculo más permanente de diálogo, negociación y flexibilidad entre los actores del mercado laboral. Por ejemplo, ese proceso de acercar a las partes ocurrió en Uruguay. Desde 2005, los gobiernos del Frente Amplio también hicieron reformas laborales importantes. Una esencial fue reimplementar los Consejos de Salarios, un mecanismo de negociación entre empresas y sindicatos en varios sectores económicos que databa de 1942 pero que durante la dictadura (1973-1985) y la ola liberal (1991-2005) fue desactivado. Los Consejos de Salarios fueron reutilizados como una especie de negociación colectiva y, paulatinamente, se han expandido a más de 170 sectores y subsectores, abarcando a casi todos los asalariados (casi el 70% del total de trabajadores), incluyendo empleados rurales y del servicio doméstico.

El mecanismo es relativamente sencillo. Los Consejos de Salarios son convocados cada dos años y reúnen a representantes de empresarios y trabajadores de cada rama. Estos reciben una pauta de la productividad esperada para cada sector y subsector —calculada por el Ministerio de Economía— que sirve de guía para el ajuste de los salarios en cada rama y subrama económica. También se pueden negociar condiciones laborales y, eventualmente, ajustes de jornadas, como ocurrió cuando se temieron los efectos de la crisis financiera internacional de 2009. Del total de mesas de negociación, aproximadamente el 90% fijan salarios y condiciones laborales por acuerdo total entre trabajadores y empleadores. En el 10% de mesas que no acuerdan, el gobierno tiene el voto dirimente, que puede favorecer a empleadores o a trabajadores. En la actualidad, Uruguay tiene sus niveles más bajos de desempleo y cuenta con este mecanismo de diálogo entre las partes —obligatorio al comienzo, cada vez más naturalizado en la sociedad uruguaya en la actualidad— que facilita que entre ellas encuentren las salidas pertinentes a las coyunturas.   

El ejemplo uruguayo permite apreciar que el problema de política laboral en Ecuador es un patrón de prueba y error, de reformas y contrarreformas laborales, que adolece de lo principal: diálogo entre las partes. Independientemente del eje ideológico de los gobiernos, nuestro sistema capitalista es, esencialmente, liberal. Con el agravante de que los actores empresarial y laboral están cada vez más desvinculados entre sí. Pero, además, no ha habido esfuerzos para construir puentes que permitan generar vínculos sostenibles en el tiempo. El gobierno no ha contribuido a crearlos. Se ha convertido en el jugador central de las políticas laborales, que ha impuesto su voluntad pero sin escuchar ni hacer que participen empresarios y trabajadores de manera constante y proactiva. Al no escucharlos ni facilitar mecanismos de diálogo, ha tratado de ir navegando de acuerdo al ciclo económico, pero sin sembrar la semilla de una estructura más permanente que nos permita dejar de depender de hacia dónde despliegue el gobierno la vela del bote de sus políticas laborales.  

Bajada

¿Por qué debería ser el gobierno el actor menos importante en las relaciones entre empleadores y trabajadores?

 

fuente

Fotografía de UGA College of Ag & Environmental Sciences bajo licencia CC BY-SA 2.0. Sin cambios.