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La analogía que usó el presidente Rafael Correa, durante  una entrevista, para ejemplificar los cambios en el Ecuador de la Revolución Ciudadana fue muy fuerte: dijo que ahora los hogares ecuatorianos tienen viviendas más sólidas, junto a bienes y servicios públicos de mejor calidad, cuya democratización se ha asegurado. Correa también mencionó que, como nunca, las familias tienen acceso al sistema financiero. Sobre todo a las tarjetas de crédito. Si existe algún problema de desempleo, las familias pueden paliar el bache con un tarjetazo. Una forma creativa y posmoderna para suavizar la pérdida (o no-crisis) temporal de ingresos.  

Más allá de las reacciones que criticaron la liviandad del comentario presidencial y la aparente contradicción correísta al usar una imagen “de mercado” como solución para la economía familiar, la declaración fue una proyección en términos freudianos: un reflejo inconsciente de lo que ocurre en su psiquis. O, para ponerlo en términos gubernamentales: un sinceramiento que nace de la experiencia propia. El gafé sería una declaración de principios: el gobierno de la Revolución Ciudadana ha usado activamente sus tarjetas de crédito. Sobre todo Chinacard. Pero tal parece que ahora está bicicleteando la deuda usando sobregiros.

La imagen de las tarjetas de crédito es muy potente porque permite retratar la lógica financiera con la que ha actuado el gobierno en términos de su deuda externa y sus proyectos de inversión en los últimos años. Todo el que ha usado el sistema financiero sabe que hay diferentes tipos de fuentes crediticias.

Las tarjetas de crédito son la forma más cara (en términos de tasa de interés) y laxa de los créditos de consumo. Uno las utiliza para comprar lo que desee, respetando el cupo establecido por el banco y en tanto la empresa que vende el bien o servicio que queremos adquirir admita su utilización. A veces hay promociones —que incluyen facilidades de pago, plazos extendidos o “descuentos especiales”— que otorgan las empresas asociadas a las tarjetas. En manos prudentes, este instrumento creditico puede funcionar bien para salvar coyunturas —un accidente— sin tener que recurrir al engorroso trámite de solicitar un crédito. Pero en manos imprudentes, puede generar una bola de nieve inmanejable y cada vez más costosa. Incluso ni siquiera eso: puede que uno sea un buen pagador pero el accidente le impida trabajar. En ese caso, el tarjetazo también puede volverse impagable, cuando se termina cancelando intereses sobre intereses.

El crédito para inversión, vinculado sobre todo a empresas, es la fuente más restrictiva respecto del uso del préstamo. En ese caso, el banco analiza el proyecto de su cliente (generalmente una empresa) que pide recursos para empezar un emprendimiento. Por ejemplo, mejorar las líneas (o tecnologías) de producción o renovar (o crear) infraestructura. Estos créditos requieren un análisis exhaustivo del prestatario e implican pedir una garantía o un aval equivalente al monto prestado. También necesitan el historial del cliente y un protocolo claro: los supuestos con los que se establecen los flujos que se generarán en el proyecto y el detalle del destino de los fondos prestados. Cuando una empresa está aproblemada y sobreendeudada con el banco, este puede incluso determinar sus políticas de gestión interna. El crédito de consumo es una fuente crediticia más laxa. Como su nombre lo sugiere, está vinculada a compras de bienes de consumo y, por lo general, es más cara que el crédito para inversiones y se presta en montos menores. Habitualmente no tiene más restricción que el historial de capacidad de pago del prestatario. En varios casos, sobre todo si el crédito es importante, se piden garantías (una prenda) sobre el bien: un auto, por ejemplo. Aunque los créditos de consumo tienen un propósito que debe explicarse al banco, si el historial del cliente es bueno, eventualmente este requisito puede obviarse y el cliente usar los fondos para consumir como desee.

Si bien los créditos internacionales que el Ecuador ha recibido en los últimos quince años tenían el membrete de recursos para financiar inversiones, la lógica con la que han operado ha sido bastante distinta. Los préstamos del FMI-Banco Mundial podrían considerarse la versión extrema de los créditos de inversión mientras que los préstamos chinos han adquirido, con el tiempo, la forma de los créditos de consumo y de las tarjetas de crédito, en su versión estatal. Pasamos de una fuente dura de crédito, que nos decía en qué y cómo invertir, a otra que nos dio mayor albedrío en el uso de los recursos prestados.

Nuestra salida del radar del tinglado financiero internacional (sobre todo de la mancuerna del  infierno capitalista del FMI-Banco Monetario), al inicio del mandato correísta, supuso varias cosas. Por un lado, zafarse de la condicionalidad de los créditos. Ya no había que cumplir con la hoja de ruta fiscal de los organismos multilaterales (las amarras del crédito de inversión cuando uno está muy endeudado). Para cambiar esa fuente de financiamiento, nuestro gobierno —como muchos otros en la región— abrió los brazos al crédito chino. Uno que, si bien podía ser más caro, no ponía restricciones sobre la gestión de los fondos y las finanzas públicas en su conjunto, de manera similar a los créditos de consumo.

Es verdad que, como las promociones de las tarjetas de crédito, varios créditos estaban atados a actividades conjuntas con empresas chinas y que parte de los pagos estaban especificados en términos de barriles de petróleo, pero, en general, no limitaban la soberanía de las decisiones gubernamentales sobre la gestión de la macroeconomía o de las cuentas públicas, ni tampoco los objetivos o proyectos que se podían implementar.   

Como consecuencia del cambio hacia las fuentes crediticias que no condicionaban la arquitectura financiera pública, junto al acceso a más crédito, surgió la impresión de que se podía financiar lo que fuera. El deseo gubernamental de hacer cambios sustantivos en el menor plazo posible llevó a una inflación de proyectos que prácticamente coparon todos los ámbitos de provisión de infraestructura pública. Así fue que llegaron las escuelas del milenio, Yachay, carreteras, hidroeléctricas, refinerías, hospitales, y un largo etcétera. Junto con el auge de la construcción privada, estos proyectos generaron uno de los booms más importantes de inversión que ha vivido el país.

No obstante, el ciclo recesivo que está viviendo Ecuador desde la segunda mitad de 2014 nos está mostrando que más inversión no implica mejor utilización de recursos. Ahora que la vorágine de inversión está sufriendo las restricciones propias del drenaje de los recursos petroleros, la mirada está puesta en cuánto han costado los proyectos de infraestructura y cuál ha sido (o será) el retorno de las inversiones. Estos elementos están condicionados por tres factores: diferencia entre costo inicial y costo final de los proyectos, diferencia entre los plazos originales y efectivos de ejecución, y los flujos finales de los bienes o servicios que generan los proyectos. Diversas investigaciones periodísticas están mostrando que los costos iniciales y finales de varios proyectos tienen diferencias que sobrepasan varias veces su valor original. A ello se suman los costos que implica el lucro cesante de los proyectos que no se han ejecutado en los plazos previstos, muchos de los cuales, como el Aromo, ni siquiera se sabe si van a terminarse o no. Finalmente, varios proyectos tenían previstos unos precios (valor del barril que justificaba la construcción de El Aromo o la explotación del Yasuní) o flujos de utilización (uso de infraestructuras) que no se van a cumplir debido a la baja del valor de las materias primas y el contexto recesivo de la no-crisis nacional.

Si bien muchos de los proyectos de inversión se presentaban como tales, en términos prácticos, por los excesivos costos o el incumplimiento de los supuestos para la elaboración de los proyectos, el retorno de los mismos resultaría negativo y constituirían una desinversión. Como tampoco hubo restricciones sobre el uso de los préstamos, nadie sabe el destino final de la plata dulce —o excesiva— de los créditos chinos cuando, como con las tarjetas de crédito, se ofrecían fáciles porque contábamos con una relativamente buena posición financiera, gracias a un precio del barril por encima de los 90 dólares. Esto pasa eventualmente con los bancos que no cumplen con el due diligence. Si no se monitorean, los préstamos para inversión pueden destinarse a consumo (muebles y autos nuevos para los gerentes). Peor, si a la falta de control se suma un pequeño detalle: la corrupción. El crédito, obviamente, no generará los retornos esperados.

Lo anterior no implica que la opción crediticia fondomonetarista haya sido mejor. Las condicionantes del FMI fueron una amarra de fuerza que obligaba a cumplir con la famosa Carta de Intención. Ello significó, sobre todo, limitar la aplicación de política pública a lo lógica neoliberal: aquella que en los ochentas y noventas trató de flexibilizar todo, desmembrando los sistemas de protección social y dejando a las economías mucho más expuestas a los shocks externos. El gasto social, como tal, era satanizado y las lógicas de inversión buscaban potenciar los mercados con exclusividad. Luego de la brutal crisis que América Latina enfrentó a fines de los noventas y comienzos de los dos mil, había muy buenas razones para buscar alternativas a esa visión restrictiva. Pero, al aborrecer el control del tinglado financiero internacional, se optó por la opción radicalmente opuesta: la libertad absoluta para usar discrecionalmente los recursos provenientes del boom de los commodities. Incluso se fue más allá: se accedió al dinero fácil de la China, que no preguntaba el para qué se lo iba a utilizar. A la Revolución Ciudadana le dieron una tarjeta Chinacard Black, de cupo ilimitado.

Entre esas dos lógicas, existen puntos intermedios. Uno debería tener mayor libertad para usar los recursos propios y los préstamos, sobre todo si hay tantos déficits en términos sociales y de infraestructura pública. Pero esa libertad debía tener como contrapartida un mecanismo de control más exhaustivo en el uso de gasto. Esto implicaba hacer los proyectos por la vía de licitaciones públicas, para que existan diferentes ofertas y no solo a través de decretos que apuntaban a un solo jugador.

También significaba ser más estrictos con el cumplimiento de los términos de los proyectos y, aunque a muchos les genere reacción alérgica, generar ahorros (fondos o fonditos), tan necesarios en la actualidad. Había solo una certeza: nadie sabía a ciencia cierta qué iba a ocurrir con los precios de los commodities en el largo plazo. Además, esos recursos les pertenecen a varias generaciones: nuestros padres, nosotros, nuestros nietos y sus hijos y nietos. En consecuencia, el control sobre el gasto, los mecanismos de fiscalización y los ahorros de la época de vacas gordas nos hubieran permitido enfrentar mejor esta época de reses raquíticas, y ayudar a sostener en el largo plazo las inversiones emprendidas. 

En el país existe un problema de falta de información sobre fuentes y usos de los créditos externos que estaría relacionado con la dinámica de la gestión y ejecución de los préstamos internacionales. No se sabe con claridad a cuánto asciende nuestra deuda externa, no se conocen a ciencia cierta las condiciones crediticias que se han tomado (y se tomarán) con China, y no se tiene información transparente de hasta qué punto los créditos han financiado inversiones (buenas y malas) y consumo. Cada vez es más acendrada la percepción de que el forado fiscal ante la caída de los precios del petróleo volvió insostenible la situación crediticia del país. Y que el Gobierno está viviendo, literalmente, con el sobregiro de su Chinacard. Amén de que ahora quiere tomar recursos de donde sea. ¿Pudimos hacer las cosas distintas?: sí. ¿Podremos soportar esta situación?: nadie lo sabe. ¿Pagaremos las cuentas sinceradas?: seguro. Y lo haremos todos, por muchos años.   

 

Bajada

Si no pagamos la tarjeta, nos embargarán todo. Incluso la esperanza.

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Fotografía de e-gabi bajo licencia CC BY-SA 2.0. Sin cambios