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Hablar de Umberto Eco es muy difícil porque uno no sabe por dónde diablos empezar. No solo fue el big bang literario que suscitó El nombre de la rosa y los cincuenta millones de ejemplares vendidos —en más de cuarenta idiomas— por ese thriller detectivesco del siglo XIII. No solo es pensar en su prolífica actividad académica en áreas tan diversas como la semiótica, los mass media, la historia del arte y el medioevo. Hablar de Eco va más allá de la generosidad y compromisos encomiables como generador de opinión desde medios como la Repubblica y L’Espresso, o como editor de textos y fundador de casas editoriales. Intentar hablar de él es como adentrarse en la biblioteca-abadía interminable de El nombre de la rosa para buscar un libro aristotélico dedicado al humor. Eco fue esa biblioteca y ese libro.  

Los que tuvieron el privilegio de conocerlo comparten un recuerdo común: il dottore era una fuente interminable de conocimiento y humor irónico. Como cuentan Stefano Bartezzaghi y Ezio Mauro en la Repubblica, Eco tenía una cultura monstruosa. Poseía una biblioteca con cincuenta  mil libros contemporáneos y alrededor de mil doscientos textos medievales originales, de los que hablaba como si los hubiera escrito. El conocimiento que acumulaba se cimentaba en una memoria fotográfica que le permitía memorizar textos a la primera lectura, tal como lo recuerda Jean-Jacques Annaud, director francés de la versión cinematográfica de su libro más vendido. Ese conocimiento lo aderezaba con un exquisito sentido del humor, reinterpretando irónicamente los eventos. Eco era un maestro consumado del calambur, el juego de palabras con que se altera su sentido. 

Esa inteligencia natural sumada a una curiosidad instintiva, le permitieron explorar vastos territorios. Desde la estética en Santo Tomás de Aquino, pasando por la cultura y comunicación de masas, la teoría y sociología de la información, la estética antigua y moderna, la semiótica de los discursos y los medios, y terminando en tratados sobre la ética, la literatura y la filosofía. Ese cúmulo de exploraciones las vertía con una mirada contemporánea que le permitía traducirlas al ciudadano común. En ese sentido, Eco era literalmente un sabio —fue miembro del Foro de Sabios de la Mesa del Consejo Ejecutivo de la Unesco desde 1986— que no se refugiaba en una torre de marfil, sino que dialogaba, como Sócrates o Platón, en un ágora abierta al público.

El italiano también fue un hombre de su tiempo que desarrolló una fascinación por el discurso y los mensajes de los medios de comunicación. Ese interés nació de su experiencia como miembro de la redacción de contenidos de la Rai de Milán en 1954, cuando el canal público de televisión empezó a generar programas propios que requerían, a la vez, de buena calidad en términos de formato y sustancia. Desde entonces, Eco estuvo vinculado con la televisión pública de su país. Secretario de Mike Bongiorno, un presentador televisivo en los cincuentas y sesentas, Eco fue creador de los contenidos de diversos programas en los sesenta y setentas sobre literatura, historia y medios, en los que su leitmotiv fue entretención, contenido y capacidad crítica. Como lo recuerda su colega en Rai, Ugo Gregoretti, Eco analizaba todos los programas con ironía

— Siento hablar bastante del audio y del video, pero no veo nada del cogito.

Fue a partir de esa experiencia que se gatilló su avidez por escudriñar teóricamente el ámbito semiótico, en general, y de los medios, en particular. En el periodo entre los sesentas y setentas produce el núcleo central de su trabajo en estas áreas a través de libros como Obra abierta, Diario mínimo, Apocalípticos e integrados, La estructura ausente, Las formas del contenido, Estética y teoría de la información, Las costumbres de casa y su Tratado de Semiótica General. La producción intelectual expansiva y profunda le condujo a ser cofundador de la Asociación Internacional de Semiótica en 1969 y dar, a inicios de los setentas, por primera vez en Italia, la cátedra de Semiótica en la entonces creada facultad Discipline delle arti, della música e dello spectacolo (DAMS) de la Universidad de Boloña. En la misma ciudad, en 2001 fundó la Escuela Superior de Estudios Humanísticos (ESEH), un centro de postgrados en estudios culturales. En ese sentido, desde su humanismo renacentista, Eco vio la interacción de la semiótica y la cultura como parte de un todo.

En Boloña, Eco se convirtió en el polo magnético de varias generaciones de estudiosos. Tal como lo cuenta el periodista y ex estudiante de Eco, Michele Smargiassi, cuando se abrieron los 120 cupos para registrarse como alumno en su cátedra, llegaron 3000 solicitudes. Esa avidez por codearse con él, por tenerlo como profesor y colega, o como director de tesis, nunca lo envaneció. Al contrario, el profesor Bartezzaghi apunta que il dottore tenía libido docendi: un compromiso total con la cátedra, que no nacía de la obligación sino del placer. Alumnos y colegas mencionan que Eco daba clases incluso enfermo y que tenía total apertura con el resto de docentes y estudiantes, a quienes trataba como pares y con los que disfrutaba bromear. En todos esos espacios, el italiano impulsó una cercanía con los íconos de la cultura popular: en la ESEH dieron charlas y cursos Joan Baez, Marc Fumarolli, Ellie Wiesel y Gérard Depardieu. La apertura de la visión de Eco era total a la interacción entre la academia y el gran público, desde el contacto con las fuentes de la cultura de nuestros días.

Su amor por los libros derivó en una relación estrecha y fructífera con la literatura.  La cara más visible fue la de escritor, que se gatilló a partir de 1980 con el éxito sin precedentes de El nombre de la rosa, a la que siguieron novelas como El péndulo de Foucault, La isla del último día, Baudolino, La misteriosa llama de la reina Loana, El cementerio de Praga y Número cero. Tal como Borges —en cuya imagen se inspiró para crear al ciego albacea de la biblioteca de El nombre de la rosa—  Eco supo mezclar en su obra literaria géneros (histórico, policíaco, teológico, filosófico) con  una ambientación cuyos detalles eran calibrados hasta llegar a la perfección: mientras escribía su primera novela, el italiano caminaba por los claustros de Boloña y construía los diálogos, que debían durar el mismo tiempo que él tomaba en recorrer trechos completos de la antigua arquitectura de la universidad. Según él mismo lo contó en una entrevista a la Reppublica de 2006, para su novela cumbre dedicó un año entero en construir literalmente una imagen de cada uno de sus personajes, de la abadía y de la biblioteca-laberinto, a través de dibujos.

A ese gusto por los detalles mezclando tiempos y géneros, se sumaban referencias a la literatura y a la cultura popular, que introducía con humor irónico. Como semiólogo erudito, Eco jugaba con la intertextualidad, que dejaba abiertos varios niveles de interpretación sobre los pasajes y personajes de sus novelas. Por ejemplo, el interés y curiosidad que produjo El nombre de la rosa, llevaron a que el italiano escribiera Ensayos sobre El nombre de la rosa, una suerte de guía interpretativa a su primera novela. Eco estaba muy consciente de los diferentes niveles de lectura y jugaba con ellos. “Si comienzo diciendo ‘era una noche oscura y tempestuosa’, el lector ‘ingenuo’, que no entiende la referencia a Snoopy, disfrutará un nivel elemental. Para el lector de segundo nivel, que entiende la citación, sabe que se está haciendo ironía” —dijo en la entrevista de 2006— “A este punto puedo aumentar un tercer nivel, cuando descubrí el mes pasado que la frase es un íncipit de una novela de Bulwer-Lytton, el autor de Los últimos días de Pompeya. Obvio, Snoopy también estaba probablemente citando”. La popularidad del italiano radicaba en su capacidad para escribir y entretener a todos, considerando los diferentes niveles interpretativos. 

La faceta menos conocida de Eco fue su trabajo como editor y crítico literario. En el transcurso de su vida, tanto en sus actividades académica, ensayística y literaria, cultivó una relación estrecha con la editorial Bompiani, con la que además participó como encargado de la edición de otros autores, incluyendo a Woody Allen. También escribió varios libros de crítica literaria y sobre la interpretación narrativa, como Las poéticas de Joyce, Lector in fabula, Los límites de la interpretación, Sobre la literatura, El vértigo de las listas y Nadie acabará con los libros. Su relación con Bompiani terminó cuando la editorial fue vendida, lo que llevó a Eco a asociarse con la ex editora en jefe de Bompiani, Elisabetta Sgarbi, para fundar en 2015 una nueva editorial (La nave de Teseo), con la que editó su último texto (Pape Satan Aleppe), que aparecerá tras su muerte.

Este último hecho lo muestra entero: un creador incansable, aferrado a sus sueños y luchando por ellos hasta el final. Eco estaba consciente de que la industria editorial de papel, que incluye editoriales y periódicos, está en riesgo de extinción, en clara desventaja ante el advenimiento de internet y los medios digitales. También sabía que un cáncer lo estaba matando. Y aun así, emprendió su última aventura con las mismas ganas de vivir y el entusiasmo con los que vio, estudió y habló del mundo. Su muerte es una pérdida enorme para la humanidad, pero su obra es un recordatorio de que, como las estancias de Rafael en el Museo Vaticano, seres como Eco son fieles representaciones del ideal humanístico clásico: verdad, bien y belleza.             

Bajada

Umberto Eco fue una biblioteca viviente llena de humor y humanismo

fuente

Fotografía de Alessio Jacona bajo licencia CC BY-SA 2.0. Sin cambios