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Los niños gritaban, sonreían, corrían, saltaban. La felicidad se reflejaba por todo el patio del Cavendish Primary School. La causa era un atípico día soleado en pleno invierno de Mánchester y la nieve que invitaba a resbalar, a patinar y a lanzar helados proyectiles blancos. Los niños eran un crisol de diversas nacionalidades, bagajes culturales, religiones y niveles socioeconómicos que compartían el sol, la nieve y la alegría de vivir. Verlos, cada mañana, antes de entrar a clases, es contemplar la globalización en acción. Pero haberlos visto así, hermanados por la felicidad desprejuiciada de su infancia, era un llamado a recobrar la esperanza en la humanidad.

Era un llamado necesario. Esa misma semana, en París, habían asesinado a los editores de Charlie Hebdo, en el inicio de ese annus horribilis que fue 2015. Los eventos que sucedieron a esa matanza y generaron fuertes tensiones en Europa tuvieron el denominador común de una creciente islamofobia. Nadie imaginaba lo que ocurriría después, pero todos intuíamos el efecto devastador de la espiral de violencia y el estigma del fundamentalismo islámico para el resto de musulmanes. “Imagine si la humanidad se comportara así”, se me ocurrió comentar mientras mirábamos el esperanzador espectáculo de los niños corriendo por el patio de la escuela. “Sería genial”, retrucó el señor Saqqidi, padre de Faizan, el mejor amigo de mi hijo, en una suerte de conjuro contra el maleficio que se cernía.

El señor Saqqidi es originario de Bangladesh y tiene un PhD de la Universidad de Mánchester, donde da clases. Nuestras conversaciones, en los pocos minutos que nos encontramos, son bastante coincidentes y abarcan la geopolítica, la ciencia, el horrible clima mancuniano y las actividades del Cavendish. Nuestros hijos van a la misma escuela, al mismo centro de música, y son inseparables compañeros de juegos. Faizan pasa algunas tardes en nuestra casa, donde corre con mi hijo mientras inventan aventuras para sus Tortugas Ninjas. Su familia y la nuestra son muy similares: padres y madres con estudios de postgrado que velan por sus hijos y comparten el mismo capital social en un ambiente occidental y liberal. La única diferencia nos la hizo notar Faizan cuando mi esposa le preguntó qué quería comer: 

— Todo, menos cerdo.

Otras veces, las diferencias entre musulmanes y cristianos son menos sutiles y se expresan más visiblemente. Durante los primeros meses de mis estudios doctorales me tocó compartir con Arbi, un compañero malayo con el que debíamos preparar presentaciones para una asignatura junto a una chica inglesa y otro compañero brasileño. Arbi era profesor universitario en Malasia y los eventos que juntaron aviones caídos con el nombre de su país, despertaron mi curiosidad y generaron larguísimas conversaciones. Así aprendí que la suya es una sociedad en donde la religión incide en las normas sociales a través de las leyes. La homosexualidad y los robos, por ejemplo, son penados — además de cárcel— con castigos físicos. 

Con el tiempo descubrí que Arbi es un musulmán conservador. Si nuestras reuniones de grupo se extendían, en algún momento nos pedía un tiempo libre para orar en dirección a La Meca. Una vez me confesó que creía que los castigos físicos para algunos delitos eran necesarios para generar orden en la sociedad malaya. Cuando fuimos a un bar junto con otros compañeros del doctorado, para celebrar el fin de semestre, el evento lo incomodó. Al salir me dijo que nunca había ido a un bar porque como musulmán devoto no puede tomar alcohol. Cada vez que nos vemos nos saludamos. Siempre le hago la misma broma: cuándo vamos a tomarnos una cerveza.

El señor Saqqidi y Arbi, como muchos otros amigos y conocidos musulmanes en el Reino Unido, representan visiones más o menos seculares —o religiosas—, que existen en todo tipo de credo. Dos musulmanes con doctorados pueden tener posturas distintas de vida, cuya liberalidad o conservadurismo depende de cada quién. De la misma forma que dos PhDs cristianos, uno Opus Dei y otro totalmente secularizado, pueden tener opciones de vida y visiones de la sociedad ecuatoriana totalmente contrapuestas. 

Quizás el caso más palpable de esos extremos conviviendo en el mundo musulmán sea Turquía. La república reemplazó en 1923 al imperio otomano, gracias a la transformación radical que realizó Mustafá Kemal, rebautizado tras su muerte como Atatürk —padre de todos los turcos: la secularización del Estado, el acceso de las mujeres a una vida activa en la sociedad, la creación de una lengua con caracteres occidentales, la instauración de una democracia, el inicio de una industria de base, la universalización de la educación. Atatürk ideó una modernización radical que ningún país musulmán ha experimentado. Para contextualizarlo, hay que pensar en ese cambio a comienzos del siglo XX, en un país pobre, abatido moralmente y que por 600 años fue el más importante califato del mundo musulmán. La de Atatürk fue una de las obras de ingeniería social más potentes del siglo pasado.

Pero el legado musulmán siempre ha estado en Turquía y ahora su versión más conservadora reaparece con fuerza. El presidente Recep Erdogan, de gira estos días por Latinoamérica, y su Partido de la Justicia y el Desarrollo, son la expresión política de una visión más conservadora de la sociedad turca, que apela al ethos religioso más reactivo. Este conservadurismo también ha generado reacciones hasta hace poco impensables: grupos musulmanes radicales quieren cambiar el estatus de Hagia Sophia, la principal atracción turística turca. Construida hace catorce siglos de antigüedad, fue la mayor iglesia del Imperio Bizantino y conserva invaluables íconos del periodo cristiano. Cuando conquistaron Constantinopla, los otomanos la transformaron en su mezquita más fastuosa. La idea es cambiar el estatus de museo que Hagia Sophia ha tenido desde el inicio de la república por el de mezquita y borrar los invaluables frescos cristianos. Atatürk debe estar retorciéndose en su tumba ante el peligro en ciernes de una visión política más religiosa y extremista.

A pesar de estos eventos, las dos almas de Turquía han aprendido a convivir.  Mis compañeras de doctorado, Vildan y Melisa, son las dos caras de esa moneda que es la sociedad turca actual. Melisa es hija de una familia secular que reivindica con fuerza el legado republicano de Atatürk. Originaria de Estambul, le gusta leer a ese líder intelectual que es Orhan Pamuk, Nobel de Literatura. Habla con un entusiasmo magnético de los sufíes, los místicos musulmanes que meditan mientras giran y bailan sin parar. Vildan, en cambio, es del interior, cerca de Anatolia, y a poco de iniciar el doctorado empezó a usar el velo. Físicamente es idéntica a la disidente cubana  Yoani Sánchez: tez blanca, delgada, cejas oscuras. Vildan es más reservada y candorosa que Melisa, pero tiene una determinación a prueba de balas, que le llevó a organizar dos años seguidos eventos para promover la cultura turca en la Universidad y recaudar fondos para varias escuelas pobres de su país. 

Vildan y Melisa son muy amigas. Cuando converso con ellas individualmente se refieren a la otra con cariño y aprecio. Las dos son musulmanas, pero de improntas distintas. Charlar con Melisa es como hacerlo con cualquier latinoamericana, por la calidez y cercanía que expresa constantemente. En cambio, Vildan guarda más distancia, sobre todo física. No obstante, manifiesta con transparencia conmovedora su opción altruista y de compromiso con su fe, particularmente durante la época del Ramadán, cuando, además del ayuno, los musulmanes deben preocuparse de los más necesitados. En esa época, Vildan se transforma físicamente: de natural delgada, termina el mes que dura el Ramadán ojerosa y flaquísima. Melisa, en cambio, no reivindica activamente su religiosidad y se mantiene todo el año como la chica rozagante que es.

El eje religioso-secular entre los musulmanes no se da solamente entre los países en donde esa religión es mayoritaria. En el Cavendish Primary School conocí a Nadia y Najad, madres de otros compañeros de mi hijo. Las dos son francesas y musulmanas, de padres argelinos (Nadia) y tunesinos (Najad). Sus esposos, también franceses, se convirtieron al Islam. Nadia usa un velo negro, da clases de alemán en otra escuela y obliga a su hijo mayor a asistir semanalmente a clases de Corán y árabe que duran toda la tarde del sábado. Najad, quien regresó hace un año a su país con su familia, no usa velo y para fines prácticos cría a sus hijos como cualquier otra familia occidental secular. 

Las dos se hicieron buenas amigas de mi esposa y siempre han manifestado su interés por ayudarla. Najad, a pesar de estar de vuelta en Francia, mantiene el contacto. El sentido más colectivo de la vida musulmana se manifiesta en un deseo por apoyar al otro y generar un círculo de aprecio. Con mi esposa conversamos sobre esa cercanía y lo fácil que es para ella generar lazos con las mujeres musulmanas. Imagino que es el vínculo inherente a la visión de familia extendida y sin barreras de las relaciones femeninas en las colectividades islámicas, muy similar a la que existe en Latinoamérica. El trato más o menos distante que una mujer musulmana puede tener con los hombres estaría relacionado con aspectos de convención social y de mayor o menor religiosidad.

En la escuela también pude conocer a Mona, quien llegó a Inglaterra con su hijo Abdurrahim, huyendo del conflicto libio, hace un año. Hija de madre inglesa y padre libio, Mona es química farmacéutica. Había construido su casa en Trípoli y administraba su propia farmacia y un negocio de repostería. Pero el infierno en que se convirtió Libia tras la muerte de Gadafi la obligó a huir del país haciendo uso de sus raíces. Su esposo también huyó, pero con rumbo a los Estados Unidos, donde sus parientes le consiguieron trabajo. La idea de Mona es que su hijo termine el año escolar en Inglaterra y luego viajar a Ohio para el reencuentro familiar, ojalá definitivo.

A Mona la conocí cuando la veía cada mañana con su hijo –compañero del mío- en el patio del Cavendish. Con el tiempo coincidimos en el paradero de bus y empezamos a conversar acerca de Libia. En cada encuentro esporádico compartió capítulos de su historia de desarraigo involuntario, a la que dio un giro de no retorno cuando volvió a Libia para vender su casa y cerrar sus negocios definitivamente hace seis meses. Su amistad con mi esposa me permitió descubrir que Abdurrahim —milagro de Dios— se llama así porque Mona fue madre de su único hijo a los 44 años. Mona usa velo y aunque nunca nos ha hablado de su religión, lleva a su hijo a las clases de árabe y Corán de los sábados. Tiene una lectura muy clara del conflicto en su país: una guerra civil de facciones que quieren llenar el vacío de poder y a la que recientemente se “unió” el Estado Islámico. El horrendo cóctel convenció a Mona que migrar era la única opción para ella, Abdurrahim y su esposo.

Cuando pienso en mi experiencia con los musulmanes que he conocido en dos años y medio, observo que las suyas son circunstancias de vida no muy distintas de las de los otros seres humanos que profesan o no una fe. La suya es una mezcla de situaciones y opciones de vida que en nada se diferencian a las mismas elecciones y circunstancias que tenemos que enfrentar cristianos, judíos, budistas, hinduistas o agnósticos. Pero lo que ha venido ocurriendo desde la caída de las Torres Gemelas, es la extensión del temor respecto del mundo musulmán desde el membrete del fanatismo extremista y terrorista.  

No hay que ir muy lejos para tener una idea de lo que implican los fanatismos y de cómo estos tienen su cuota de apoyos, explícitos o no. Basta recordar la candidatura del pastor Zavala. Revelaba, a nivel local, que el emerger de fanatismos religiosos es un fenómeno global, que no se restringe al reduccionismo que apunta al mundo árabe, sino a todas las expresiones fundamentalistas que dicen apropiarse de un mensaje divino desde una literalidad y una supuesta altura moral que no contempla objeciones, disonancias y otras visiones de la vida en sociedad, porque hacerlo sería participar del pecado.

Los fanatismos —religiosos, políticos, nacionalistas—, desde su entendimiento sordo, llegan a recurrir a la violencia como recurso para “dar lecciones” o “expresarse”. Pero en realidad buscan desmembrar un sistema de libertades y de respeto a lo otro, a lo diverso. La visión del fanático genera exclusión y un deseo irreversible de llevar a cabo las supuestas misiones que derivan de una interpretación bizarra, antojadiza y violenta de cualquiera sea el mensaje. Mi experiencia —con toda su limitación temporal y casuística— con los musulmanes, me permite ver a la islamofobia como una señal de la reciente Historia (con mayúscula) que expresa una visión sesgada de un problema general, y que opera como un reduccionismo maniqueo con las historias (en minúsculas) cotidianas de cientos de millones de musulmanes, igual de humanos que el resto.

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Historias personales para combatir la islamofobia

fuente

Fotografía de Tuncay bajo licencia CC  by 2.0. Sin cambios.