AAhora queda mucho más claro el panorama. Los minutos pasan, más datos aparecen y no hay más remedio que consumirlos porque los medios te los echan en la cara. Primeros días de 2016, conversación vía Facetime. David Robert Jones, conocido la mayor parte de su vida como David Bowie, llama a Tony Visconti, su productor de confianza. Le dice que quiere hacer otro disco, que busca entrar al estudio, que ha estado trabajando en al menos cinco canciones, y que estas ya tenían su respectivo demo. No quería perder tiempo. Lo cuenta Brian Hiatt en la web de la Rolling Stone. Han hablado con Visconti, quien dio una entrevista para la edición especial que prepara la revista como homenaje.

Bowie había estado bien. A mediados del 2015, mientras trabajaba en Blackstar, su cáncer había entrado en remisión. Él estaba cauto. “Yo estaba encantado. Y él estaba un poco ansioso. Me dijo: ‘Bueno, no lo celebremos tan rápido. Por ahora estoy en remisión, y nos toca esperar para ver cómo se desarrolla esto’. Y él continuó con la quimioterapia. Así que pensé que lo iba a conseguir. Pero en noviembre, de repente, volvió. Se había extendido a todo su cuerpo y no hay forma de que te recuperes de eso”, dijo Visconti en la entrevista.

No se recuperó. Pasó rápido. En medio de los paréntesis, quien ofrece una versión es el productor de The next day y Blackstar, los últimos trabajos del inglés: nadie pensaba que iba a ser tan rápido, asumían que tenía unos meses más para estar activo y continuar, para cerrar todo lo que quisiera cerrar. David Bowie no había dejado de crear, ni de grabar ideas; quería seguir, ser un ente productivo cuando las fuerzas ya le faltaban. Permanecer.

Pero su cuerpo se complicó en cuestión de días. La historia entra en una nebulosa, que termina con la muerte del músico, rodeado de su familia.

A veces simplemente no se puede.

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El cáncer de hígado es complicado. Todo cáncer lo es, cada organismo reacciona a su manera al crecimiento celular exagerado y al tratamiento. El hígado es importante, es el órgano más grande del cuerpo, almacena energía y nos ayuda a eliminar toxinas. Cuando falla, el daño se manifiesta día a día. Bowie lo sufría. Lo dijo hace unos días Ivo von Huve, el director musical del proyecto Lazarus, que el otrora Ziggy Stardust preparó en sus meses finales y dejó listo para el mundo.

A veces no hay síntomas; cuando aparecen, suele ser muy tarde. Los tratamientos pueden o no ayudar.

La enfermedad es una ruleta rusa, como todo en la vida.

Un daño en el ADN de las células hepáticas es lo que hace que algunas crezcan y se dividan incontrolablemente. Una mutación. Un cambio más en el organismo de alguien al que llegaron a llamar el camaleón del rock, porque nunca se quedó quieto, incluso cuando no supimos nada de él.

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Blackstar lidia con la muerte, como eje y tono; si tiene algo de experimental es porque el cuerpo también vive su propia experiencia cuando los químicos entran al organismo para matar a esa células que crecen exponencialmente.

Es obvio ver esta relación a la distancia.

Obvio y burdo.

En Dollar days canta: “Si no consigo ver los jardines ingleses hacia los que corro/ no me importa/ no hay nada para ver”. Luego, en el final, repite una y otra vez un “I’m dying to”, que se puede entender como un “me encantaría…”, pero que si uno dimensiona de otra manera y agrega otra letra “o” a la frase —porque el sonido es igual—, se entendería “I’m dying too”,

Es obvio ver esta relación a la distancia. Es lo que todos hacemos ahora.

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Si alguien está por morirse, ¿qué significa vivir?

Trato de entender el sentido que se le puede dar a palabras como ‘luchador’, ‘león’, ‘héroe’, ‘guerrero’ cuando hablamos de alguien que está padeciendo una enfermedad terrible como el cáncer. No entiendo por qué las utilizan. Hay algo emocional que estalla en el uso de estas palabras que, en última instancia, buscan desvestir a la persona enferma de su categoría humana. Se vuelve algo más, algo que debería ser superior porque el cuerpo está disminuido. El individuo como un ser distinto, como si la conciencia del final, la mortalidad, no fuese una necesaria para comprender nuestra existencia en su totalidad. Pensar en el enfermo como alguien que adquiere otra categoría de existencia es quitarle su naturaleza humana.

¿Uno aprende algo de estos momentos en los que el cuerpo se ataca a sí mismo y no da respiro?

El cáncer puede ser la metonimia del consumo. Uno mismo no para de crecer, no hay límites y eso mata, consume.

Si algo me deja la muerte de golpe de David Bowie —fue un golpe, sin duda— es que, dadas las circunstancias, la enfermedad no nos convierte en seres incapaces de ser nosotros mismos, de seguir existiendo en nuestra propia ley. En el caso de Bowie, de seguir creando, produciendo. De hacer algo que lo convierta en presente.

Uno existe en la medida que hace.

Bowie luchaba contra la enfermedad utilizando su creación. Un disco y una obra en Broadway que debían ser experimentados por el mundo, porque la obra de arte existe en la medida que se la percibe.

Así como Bolaño nos mostró hace años que el enfermo también existe y folla (y escribe) —en su ensayo Literatura + Enfermedad = Enfermedad—, Bowie nos dice que el enfermo puede ser arte visual y sonoro.

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David Bowie no quiso parar, pero estuvo durante mucho tiempo fuera del radar.

En junio de 2004, antes de un show en Hamburgo, tuvo un ataque cardíaco. Le colocaron un stent porque tenía un coágulo. De acuerdo a Wendy Leigh, su biógrafa, Bowie tuvo seis ataques de corazón en los últimos años. Visconti le dijo a la Rolling Stone que su amigo no estuvo tan mal en estos años de silencio público, que se lo veía feliz, de buen peso y que hasta empezó a practicar boxeo. He said, she said.

En esos años se lo vio poco, hizo muy poco: cantó con Arcade Fire, Tv on the radio, David Gilmour, Scarlett Johansson, hizo comerciales, le dieron un Grammy por su carrera y hasta curó festivales de música. En 2006 sí que comentó que no quería hacer más.

En 2010, Bowie salió de su reposo autoimpuesto y lo hizo en silencio. Llamó a Tony Visconti, le dijo que quería hacer un nuevo disco, el primero en siete años —aunque saldría en 2013—. Nadie dijo nada, hasta los empleados y dueños de The Magic Shop, el estudio neoyorquino en el que lo grabó, debieron firmar documentos de confidencialidad. Se tomó su tiempo, no había apuro. Tenía 64 años, ya había hecho de todo. Ahora, el tipo que sorprendía al mundo con sus proyectos musicales decidía sorprender desde los paréntesis, desde el secretismo absoluto. The next day estuvo listo en dos años y su lanzamiento se anunció para el 8 de enero de 2013, en su cumpleaños número 66.

Tres años después saldría Blackstar. Dos días después, Bowie moriría.

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Apenas terminó de grabar su último disco, siguió componiendo y grabando ideas para un nuevo trabajo.

¿No quería morir? Quizás nadie quiere morir, ni siquiera el más cínico de todos.

Durante las sesiones de Blackstar, Bowie llegaba a The Magic Shop —en el 49 de la Cosby Street de Nueva York— sin pelo por la quimioterapia. No fueron sesiones tormentosas, sino lo contrario. Espaciadas, eso sí. Entre enero y marzo de 2015, los músicos Ben Morder —guitarra—, Jason Lindner —teclados—, Mark Guiliana —batería—Tim Lefebvre —bajo—y Donny McCaslin —vientos— grabaron el disco, al ritmo de una semana de trabajo por mes. No podían extenderse más, sabían que Bowie estaba enfermo, pero no entendían la magnitud de la enfermedad.

— Cuando cantaba, cuando tocaba, tenía fuerza y verdadero impacto, dijo Lefebvre a Rolling Stone.

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Blackstar, la canción, de acuerdo al saxofonista Donny McCaslin, es un tema que Bowie hizo sobre ISIS.

Incluso de cara a la posibilidad del final, se puede ser asquerosamente contemporáneo.

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¿Ser productivo en los meses finales te quita el temor a la muerte?

No lo sé. Nada te lo debería quitar.

Hay solo dos versiones posibles en el desenlace de la vida de David Bowie: La primera es que realmente hizo Blackstar como regalo final, como una reflexión extra sobre la mortalidad (desde Space Oddity, en 1969, Bowie ha revisado la muerte), como un acto de cariño al mundo para que no lo extrañen tanto, para que lo escuchen y celebren como un artista importante, capaz de irse con un disco experimental. Para que lo lloremos menos y lo escuchemos más.

La otra versión es que Bowie no quería morir y si se ponía a trabajar a lo mejor lo conseguía.

Llevo varios días pensando si un ser con tanto deseo de hacer cosas no deja de sentir miedo cuando sabe que no las va a conseguir.

El miedo de la muerte quizás sea no conseguir lo que buscas.

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Bowie se esforzó para hacer un musical, escribir las canciones y establecer la línea narrativa de la obra. Lazarus es la obra que él y Enda Walsh armaron, utilizando nuevos temas y clásicos del inglés. El resultado es una adaptación de dos horas de la novela The man who fell to earth, de Walter Tevis, que ya se convirtiera en película en 1976, con el propio Bowie como el protagonista: el extraterrestre Thomas Jerome Newton, quien está buscando una manera de llevar agua a su planeta.

El esfuerzo tuvo su rédito al final. El musical está estrenado, se lo puede ver en estos días en el New York Theatre Workshop. En los últimos meses de su vida, mientras ajustaba Blackstar, Bowie participaba en los ensayos —a los que podía asistir— y daba su opinión sobre lo que pasaba en escena.

Michael C. Hall —el Dexter televisivo— es el nuevo Thomas Jerome Newton.

Hall llegó a hacer de Bowie en una presentación televisiva en el Late Show con Stephen Colbert, interpretando Lazarus, el tema central de la obra.

El día del estreno, el 7 de diciembre, Bowie lució radiante, feliz, delgado como siempre, con una imagen de vejez altiva que muchos quisiéramos tener. Al acabar el acto, en backstage, Bowie no resistió más y se desplomó del agotamiento. Los medios no lo supieron, se trataba de cuidar la vida privada del hombre que se estaba muriendo. “Fue ahí que supe que sería la última vez que lo vería”, dijo Ivo Van Hove, el director del musical.

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Una semana antes de morir, Bowie le envió un mail a su amigo Brian Eno: “Gracias por nuestros buenos momentos, Brian. Nunca se pudrirán”, escribía al final. La carta estaba firmada como “Dawn”, la palabra en inglés para “amanecer”.

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El jueves 7 de enero se estrenó el video musical de Lazarus. Lo dirigió Johan Renck, realizador sueco que ha hecho una carrera dirigiendo trabajos interesantes para Beyoncé, Madonna, Chris Cornell y otros.

Hoy, este es el video con más vistas diarias en Youtube: 11 millones.

Muchos ven mensajes cifrados en el video, así como hay gente que ve Jesucristos en manchas de aceite sobre una pared.

Hay dos Bowies en el video. Uno de ellos postrado en cama, cansado o enfermo. Otro, en pleno éxtasis creador, poeta maldito o como se lo quiera ver. Uno de ellos con la cara vendada, dos botones reemplazan los globos oculares; el otro vestido como en la contraportada del disco Station to Station de 1976.

Uno de los Bowies es llamado por una figura que podría ser la muerte, la enfermedad o lo que quieran. El otro está en un arranque creativo que lo hace bailar, moverse erráticamente, explotar en deseo. Dos caras de un mismo individuo.

La canción dice en varios momentos: “Mira aquí arriba, estoy en el Cielo / Tengo cicatrices que no pueden ser vistas (…) Mira aquí arriba, hombre, estoy en peligro /No tengo nada más que perder”.

Y claro, pensamos que habla de él, cuando decidimos ignorar la relación de Lazarus con The man who fell to earth y la obra de Broadway y los guiños que nos está dando Bowie en el video y en la canción. Un tema como parte de una narración.

A veces descontextualizamos para darle sentido a nuestras dudas: David Bowie se estaba muriendo justo cuando estaba en un arranque de productividad. Y quizás ese sea lo único que le podamos reclamar a la muerte.