Se acercaba el final de 2015 y, al igual que el profesor que no quiere desalentar a sus estudiantes al término del semestre, el presidente Rafael Correa buscó todos los medios para reconfortar a los ecuatorianos. Fue el 8 de octubre de 2015, durante la inauguración del nuevo edificio de la Contraloría de Guayaquil, cuando nos dijo que “el crecimiento no es necesario ni suficiente para el Buen Vivir”. Nosotros, como buenos aprendices, escuchamos con atención la cátedra. Con esta declaración inicial, llegamos a la conclusión de que se concebía al Buen Vivir como un concepto desconectado de la pobreza.
Llegó el último sábado de 2015 y, para no perder la costumbre y quemar el año con la conciencia tranquila, Correa optó por no salirse del libreto de la clase ya preparada, de aquella para la que no necesita mayor esfuerzo puesto que domina la materia. Fue así que, en el Enlace Ciudadano 456, nos aseguró que “es deseable el crecimiento, pero no es necesario ni suficiente para el Buen Vivir. No es necesario, porque ya con la producción actual, y una mejor distribución del ingreso y la riqueza, pudiéramos eliminar toda forma de pobreza. Con la producción actual, creciendo cero, tenemos suficiente, y de largo, y con una mejor distribución, para eliminar toda forma de pobreza. No es necesario el crecimiento para el Buen Vivir”. En esta segunda clase, finalmente entendimos que, cuando el Presidente habla del Buen Vivir, se refiere a un concepto muy cercano a pobreza. Después de todo, claramente recalcó que “…creciendo cero, tenemos suficiente, y de largo, para eliminar toda forma de pobreza…”. Y nosotros tomamos nota y corregimos nuestra conclusión inicial, aquella del 8 de octubre, según la cual el Buen Vivir y la pobreza no estaban vinculados.
Al revisar nuestros apuntes de clase, nos enfrentamos a otra grave confusión. No nos quedó claro por qué Correa nos había asegurado que el crecimiento económico no era necesario para reducir la pobreza. Movidos por la inquietud, investigamos. Después de todo, según lo que hemos aprendido, los estudios científicos empíricos son los únicos capaces de esclarecer nuestras dudas. Ya que era inconcebible que el Presidente —quien fue un distinguido catedrático universitario— hubiese podido cometer tal error conceptual, revisamos literatura económica, contexto y conceptos para entender qué fue lo que nos quiso decir.
El pensamiento dominante durante la década de 1950 y 1960 era que los beneficios del crecimiento económico se propagaban de forma automática, o ‘se regaban’, a todos los segmentos de la sociedad. Esta teoría —conocida en inglés como la ‘trickle-down theory’ (teoría del goteo)— postula que el dinero que generan los negocios o inversiones de los ricos (retornos sobre el capital), crea beneficios que fluyen libremente hacia los pobres, como parte del funcionamiento ‘normal’ de la economía de una nación. La teoría del goteo implica que los frutos del crecimiento económico favorecen, en primera instancia, a los ricos para luego auxiliar a los pobres. ¿De qué manera? Dado un mayor dinamismo —generado por los ricos— se crean nuevas fuentes de empleo que sirven a los sectores menos favorecidos y, a la vez, aumentan los ingresos de quienes ya contaban con un trabajo. Por lo tanto, los pobres se benefician del crecimiento económico de manera indirecta, a través de un flujo vertical que se origina en los ricos, por lo cual sus ganancias siempre serán menores.
Sufriendo apenas ligeras modificaciones, la teoría del goteo estuvo en boga hasta inicios de la década de los ochenta. Entre los cambios mencionados, se destaca un mayor enfoque en políticas que buscaban satisfacer las necesidades básicas de los más pobres. Dichas medidas adquirieron tal relevancia que, durante la década de los setenta y ochenta, los organismos multilaterales (como el temido Banco Mundial, con el cual Ecuador mantiene una relación de amor odio) enfatizaron en la importancia de su establecimiento. Conceptos históricos que Correa sí estudió.
Al final de la década de 1990 y principios de la década de 2000, a raíz de una notable mejora en la recolección de datos sobre ingresos y activos alrededor del mundo, comenzó una serie de estudios comparativos entre países (cross-country analysis). Con ellos, se pretendía determinar empíricamente si existía una relación entre crecimiento económico y niveles de pobreza. En el caso de que la respuesta fuese positiva, se buscaba establecer la ‘intensidad’ de este nexo, es decir, en qué grado el crecimiento afectaba los niveles de pobreza. En la mayoría de estos estudios, se demostró que el crecimiento y la reducción de la pobreza iban de la mano, o como nos dirían en la Sabatina para evitar confundirnos: se evidenció una fuerte correlación positiva entre ambas variables.
Sobre este tema, el economista Martin Ravallion y la estadística Shaohua Chen probaron que un aumento del 10% en los niveles promedio de crecimiento conducía a una reducción promedio del 31% en la proporción de la población que vive por debajo del umbral de pobreza. De igual manera, en 2002, en un estudio del Banco Mundial, David Dollar y Aart Kraay utilizaron una muestra de 92 países a lo largo de cuatro décadas, y concluyeron que el ingreso de los pobres estaba relacionado, en una proporción uno a uno, con la tasa de crecimiento de la economía. O sea, si la tasa de crecimiento alcanzase el 100%, el ingreso de los pobres seguiría el mismo patrón, es decir, se duplicaría. Dollar y Kray argumentaron que los beneficios proporcionales de crecimiento que van a los pobres son los mismos que los que gozan quienes no son pobres —pero no necesariamente ricos—.
Los resultados de estos y otros estudios del mismo período (principios de la década de los noventa y del dos mil) indicaron que el crecimiento económico tiene un impacto positivo sobre la reducción de la pobreza. No obstante, a pesar de la contundente evidencia, existía escepticismo con respecto a las políticas basadas en la teoría del goteo. La principal razón detrás de esta desconfianza era que dichos análisis comparativos mostraban tendencias promedio entre naciones sin señalar sus experiencias individuales —que pueden variar de forma significativa—. Estos trabajos no lograron explicar por qué, en muchos países, se mantuvieron altas tasas de pobreza, a pesar de que las tasas de crecimiento hayan sido positivas. A mediados de 2000, esta irregularidad empírica dio origen al concepto de ‘crecimiento pro-pobre’, a partir del cual se realizaron estudios enfocados en analizar la heterogeneidad en la relación crecimiento-pobreza entre los países, y con ello, diagnosticar las razones de dicha divergencia. Algunos autores —Ravallion (2001); Kakwani, Khandker y Son (2004); Ravallion (2004); Lucas y Timmer (2005); Ravallion y Chen (2007); Loayza y Raddatz (2010)— precisaron que el grado de pobreza depende de dos factores: el ingreso promedio y la desigualdad de ingresos. Un aumento en el ingreso promedio reduce la pobreza, mientras que un incremento en la desigualdad, la agrava. En otras palabras, el mecanismo es el siguiente: el crecimiento económico mejora el ingreso per cápita, y a su vez, es posible que dicha mejora esté acompañada de un incremento (o disminución) de la desigualdad. En el caso de producirse un aumento (o disminución), los beneficios proporcionales recibidos por los pobres serán menores (o mayores) que aquellos de los no pobres. En términos estrictos, el crecimiento es favorable a los pobres, si y sólo si está acompañado por una reducción de la desigualdad (en nuestros apuntes, esta sería la frase que seguramente hubiésemos resaltado con color verde PAIS). Entonces, se determinó que el crecimiento es una condición necesaria —mas no suficiente— para reducir los niveles de pobreza.
Se denomina a este crecimiento como ‘pro-pobre’ porque tiene un mayor impacto en las poblaciones más pobres de la sociedad. Es decir, a pesar que en valores absolutos las ganancias recibidas por los pobres sean inferiores a aquellas de los ricos, estas tienen un mayor impacto en sus economías, lo que provoca que su ritmo de crecimiento sea superior al de los ricos. Se trata de un fenómeno propio de cada nación, lo que significa que algunos países presentan un mayor crecimiento pro-pobre que otros. Cuando hay un crecimiento positivo, es posible que: a) la desigualdad aumente, b) la desigualdad disminuya, c) se mantenga. El mecanismo expuesto (que resaltamos con verde) explica estas diferencias: si el crecimiento se acompaña de aumento de la desigualdad, entonces la reducción de la pobreza será más lenta (o nula). Ahora bien, es posible reducir la pobreza, incluso si el crecimiento va de la mano con un aumento de la desigualdad, a condición de que el efecto del crecimiento supere aquel de la desigualdad. No se descarta la eventualidad de que el efecto de la desigualdad domine al efecto del crecimiento, lo que desembocaría en un aumento de la pobreza, como consecuencia de un aumento del crecimiento. Sin embargo, es una situación muy poco común.
La evidencia empírica señala las siguientes conclusiones lógicas: a) sin crecimiento económico, no se pueden reducir los niveles de pobreza, b) sin embargo, no todo crecimiento económico reduce la pobreza, este debe estar acompañado por bajos niveles de desigualdad. En otras palabras, el crecimiento económico es un factor necesario, pero no suficiente, para la reducción de la pobreza (segunda frase que resaltaríamos). O para verlo de otra manera: el crecimiento económico es uno de los componentes imprescindibles que permite reducir la pobreza, pero no el único. Quizás Correa, en sus clases, pasó por alto este detalle.
Tras revisar estos conceptos, regresemos al sábado 26 de diciembre de 2015, cuando el Presidente aseguró que, con un crecimiento de cero, se podía eliminar toda forma de pobreza. La afirmación de Correa es una falacia. La evidencia empírica demuestra que el crecimiento económico es una condición necesaria (pero no suficiente) para la reducción de la pobreza. Es decir, no se puede dar el segundo, sin el primero. Y aunque no siempre que se dé el primero (crecimiento económico) se da el segundo (reducción de la pobreza), siempre se necesita del primero para que se dé el segundo. El gobierno ecuatoriano se ha ufanado de sus logros en términos de reducción de la desigualdad, por este motivo, el hecho de no lograr un crecimiento económico positivo es un desperdicio de la capacidad del país para reducir la pobreza nacional. Esta situación se agrava a la luz de los resultados empíricos. El economista y catedrático de la Universidad San Francisco de Quito, Diego Grijalva, determinó que, por cada punto porcentual en el aumento del ingreso per cápita en Ecuador, la pobreza se reduce en 1.76%. Dicho de otra manera, tenemos una economía que relaciona el crecimiento económico y la pobreza en niveles superiores a uno, lo cual es una ventaja cuando tenemos crecimiento positivo, y un gran problema cuando éste es negativo. Dado que el Presidente Correa espera que, en 2016, nuestro crecimiento sea cero (pese a que, en el presupuesto, se asumió un crecimiento del 1%, una contradicción más de la Revolución Ciudadana), entonces este año sería, en realidad, una oportunidad perdida para el gobierno en su voluntad de mejorar la calidad de vida de los más necesitados.
En conclusión, el hecho de sustentarse en una falacia para argumentar que la pobreza se reducirá a pesar de la falta de crecimiento, puede tener dos explicaciones: falta de conocimiento de la literatura económica (que nos negamos a aceptar, pues él no sólo es experto en economía, sino en un sinnúmero de ciencias y disciplinas) o la voluntad de burlar la inteligencia de los ciudadanos de nuestro país (que tampoco creemos posible, dado su infinito amor por la patria). Estamos perplejos ante su afirmación y la única certeza que nos queda es que se nos avecina un próspero 2016.
Por cierto: quizás a los ecuatorianos aún no nos ha quedado claro, en su totalidad, el concepto de “Buen Vivir” —que Correa menciona hasta el cansancio—. Sabemos que es una idea que abarca una variedad de temas como el infinito amor, y el ‘prohibido olvidar’. Y tras un sinnúmero de clases y apuntes, tememos que se relacione con esto.