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La expresión facial de Guillermo Lasso no dice nada y, al mismo tiempo, lo dice todo. Lo define. Esa sonrisa dibujada por un artesano poco hábil, sus ojos de pupilas negras e inescrutables, como de tiburón, y las marcas de la piel bajo el pelo hirsuto e inmóvil lo dejan clarísimo: ese rostro no es un rostro. Es una careta. Como de Año Viejo. Estuve tentada a quemarlo el 31, pero desistí: para qué invitar a una fiesta familiar a un personaje que nadie quiere en su mesa.

Lasso es un robot de la política. Se ha programado con una serie de comandos para presentarse como un liberal, pero, en realidad, es otro ejemplar del más rancio conservadurismo ecuatoriano. A finales de 2015, la criolla máscara con que se presenta ante los ecuatorianos para dizque jugar índor, o tomarse una cerveza a pico, o andar en transporte público se le cayó. Después de hablar durante meses de meses sobre su apego a las libertades esenciales, dejó clarísimo que él cree en la represión y que los derechos humanos sirven solo por conveniencia (es decir, cuando un gobierno de izquierda arremete contra los grandes medios o sus aliados de turno). Para Lasso, que el alto mando militar se haya presentado uniformado a una audiencia del más alto tribunal judicial del país dentro de un proceso por delitos de lesa humanidad es correcto. Es una declaración populista, y —como toda declaración populista— es peligrosa.

El mensaje de Lasso tiene una varios destinatarios. A los militares les envía un guiño de potenciales acuerdos en un hipotético gobierno. Al país le muestra el puño de hierro (revestido de un guante de seda libertaria) que no tendrá dudas de cerrar para golpear cuando lo amerite. Lasso deja claro que el país que quiere es el mismo que tenemos hace treinta años: uno en que la democracia tiene una espada militar sobre la cabeza; uno en el que no tenemos Fuerzas Armadas, sino una guardia pretoriana que unge y apunta, que legitima y advierte, a nuestros pequeños emperadores —y aspirantes a emperadores.

La aplicación más alta de los derechos humanos son, en esencia, las garantías para los enemigos. Para incluso aquéllos que consideramos bárbaros. Yo misma no podría firmar, bajo ningún supuesto, el uso de las armas como instrumentos de cambio. Eso no quiere decir que pasemos por alto la tortura, la represión y la ignominia documentada en el Ecuador. Ya lo decía Bernard Shaw: “aunque es malo que los caníbales se coman a los misioneros, pero sí que es mucho peor que los misioneros se comieran a los caníbales”.  Sin embargo, Lasso y sus adláteres han pasado por alto estas consideraciones en un increíble despliegue no solo de ignorancia jurídica, sino de inhumanidad. 

Pero esta es solo la última gran novedad del hombre que se llena la boca con la palabra libertad. Ya antes ha dejado claro que toda la agenda de libertades en las que sus asesores dicen creer en sus libros y conferencias no es la suya. Su única libertad es la libertad de enriquecerse y esa libertad es posible solo si no se pagan demasiados impuestos. Por eso salió con uñas y dientes a reclamar por las leyes de herencia y plusvalía, y tal vez aquella fue la vez en que se lo vio ligeramente humano porque, por fin, defendía algo que de verdad quería defender: la familia como núcleo económico de la sociedad, que basa la concentración de la riqueza en la capacidad de legar. Fue —que Robin Williams me perdone— como ver al Hombre Bicentenario en su tránsito hacia la humanidad.

Cuando habla de las demás libertades, en cambio, Lasso lo hace con la voz de Loquendo, esa con que se doblan videos en Internet. Repite en sus discursos la versión mediática y políticamente correcta de los derechos humanos: esa que sirve solo para oxidar los micrófonos, pero no se traduce en hechos concretos. ¿Qué ha hecho Lasso para promover otra libertad que no sea la de emprender?

Lasso no cree en la igualdad de derechos para todas las personas, especialmente aquéllas de las minorías GLBTI. Cada vez que se le ha preguntado sobre ellas, ha contestado con evasivas. No defiende a las familias diversas, sino solo las que hasta ahora en el Ecuador pueden heredar. Fuera de su rango de protección quedan (y quedarán) las que se forman entre personas del mismo sexo, o entre madres solteras y abuelas que crían hijos sin padres, o en la de un padre que hace, también, de madre porque se divorció o enviudó. Ni hablar de tener al menos una discusión seria sobre la capacidad de la mujer de decidir sobre su propio cuerpo. O de despenalizar las drogas para ver si así se mitiga la violencia del narcotráfico. Jamás se lo ha oído reclamar con el vigor con el que reclama al gobierno nacional por los abusos de otro de sus adversarios políticos, con el que intentó una alianza a la que fue por lana y salió trasquilado: Jaime Nebot, el gran maquillador. Al alcalde de Guayaquil Lasso jamás lo ha cuestionado con vehemencia por la violencia de sus policías metropolitanos contra los vendedores callejeros, ni se lo ha escuchado hablar reiteradamente ni con adjetivos de referencia imperial contra las dos décadas que cumplirá Nebot al mando de Guayaquil.

Guillermo Lasso es un político tradicional, igual que todos los que conocemos: uno de conveniencias. Lleva esa careta, como comprada en la calle Seis de Marzo, donde se exhiben, cada diciembre, los años viejos que los guayaquileños quemaremos en Nochevieja. Cada tanto se le cae y podemos ver su verdadero rostro. Este será un año de una campaña presidencial feroz: con Correa fuera de la contienda, todos los políticos de derecha se sienten Mauricio Macri. Habrá una carnicería electoral, y es probable que el Ecuador —especialmente sus jóvenes— no conozca un enfrentamiento tan brutal como el que está por venir. En él, Lasso se presentará como una alternativa moderna y libre de prejuicios. Más vale que tengamos claro quién es quién. 

Bajada

¿Quién es, en realidad, el hombre detrás de la máscara de político liberal del líder de CREO?

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Foto de Guillermo Lasso