Lo que está pasando con la Federación Internacional de Fútbol Asociado (FIFA) y sus subsidiarias americanas es una historia digna de una película sobre la Mafia. Tiene todos los componentes para ser un éxito de taquilla: una organización delictual muy poderosa y corrupta, una fiscal independiente que busca hacer justicia, el FBI a cargo de hacer la meticulosa investigación, los capos de la organización cayendo como fichas de dominó. Martin Scorsesse y Francis Ford Coppola deben estar frotándose las manos, pensando dirigir este film cuyo guion se empezó a escribir en 2015. Su desenlace tiene unas consecuencias impredecibles.

Seguro que en unos años más veremos a la fiscal general estadounidense, Loretta Lynch, representada por alguna megaestrella. Como en las películas sobre las investigaciones contra organizaciones criminales, Lynch irá pegando las fotos y los nombres de los miembros de la Conmebol, la Concacaf  y el comité central de la FIFA. También tendrá un diagrama de las empresas encargadas de la televisación de los eventos futbolísticos regionales, las conexiones entre todos los implicados locales con sus pares en otras federaciones y en Zurich,  y el trazado de los mecanismos de blanqueo de fondos, que incluyen paraísos fiscales y maletines llenos de dólares. Hasta lo recabado en 2015, la fiscal y sus ayudantes del FBI habrían sumado fotos de cerca de 92 investigados y montos que alcanzarían los doscientos millones de dólares en operaciones delictuales que habrían empezado en 1991.

Faltarían muchas películas, novelas y miniseries para mostrar cómo la FIFA y sus filiales regionales se han convertido en una entidad superpoderosa: administra al deporte más popular y uno de los más lucrativos en términos de derechos de televisión, mercadeo y exposición global. Esta organización, durante sus campeonatos mundiales se transforma en un “Estado” dentro de otro, con el poder de controlar todo lo que ocurre en un radio de dos kilñometros a la redonda de los estadios. Además, impone sus decisiones incluso por encima de las premisas soberanas de los países. Sus máximos dirigentes nacionales, regionales y mundiales llevan largos períodos en sus puestos, al punto de que parecen ser cargos inmanentes e irrenunciables. En cada uno de los capítulos de la entidad, se festinan los contratos, se compran lealtades y la corrupción pareciera llegar a límites inimaginables.

La FIFA se rige por el mismo código de otras organizaciones delictuales: la Omertà, ese juramento de silencio que rige a la mafia siciliana. Las madejas de su poder se mueven tras bastidores porque se parapetan en un mecanismo de lavado natural. La FIFA se llena la boca pregonando un fair play paradójicamente inexistente en sus negocios y actividades. Un reciente informe de Transparencia Internacional (TI) sindica a la FIFA, a sus confederaciones regionales y sus federaciones locales como organizaciones poco o nada transparentes. Casi no proveen información mínima: informes financieros, estatutos, memoria anual y código de ética. 42% de las 209 federaciones nacionales no provee ninguno de estos datos y solo 14 países a nivel mundial (ninguno sudamericano) cumple con estos requisitos mínimos. La Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol) es la quintaesencia de esta opacidad institucionalizada. Con sede en Asunción del Paraguay, hasta hacía poco, incluso gozaba de la inmunidad diplomática que le concedió el dictador paraguayo Alfredo Stroessner. Es —según el informe de TI— la federación menos transparente del planeta.

Al problema de falta de transparencia se suma el silencio comprado a nivel de las asociaciones y de los medios de comunicación. Tanto los clubes como la prensa deportiva están cooptados de facto porque los dirigentes máximos de las Federaciones nacionales, regionales y mundiales utilizan su poder para persuadir o evitar que quienes deben investigar las tropelías que se fraguan en el fútbol puedan hacerlo a consciencia. Ese, por ejemplo, ha sido el caso con los dirigentes de la Conmebol acusados por la fiscal Lynch. A pesar de haber sido apresados y deportados, unos, haberse entregado voluntariamente a la justicia norteamericana, otros, o todavía seguir presidiendo sus asociaciones, los menos, han seguido  un patrón similar: han hecho amañadas investigaciones internas en sus asociaciones nacionales —que los han exculpado—, siempre se han declarado inocentes, e incluso han amenazado con demandar a quienes sugirieran su culpabilidad en los delitos investigados en Estados Unidos.

Este método de cooptación tuvo su representante más depurado en Josep “Sepp” Blatter. El suizo es una institución dentro de la institución. Lleva cuatro décadas ligado al poder de la FIFA, primero como director de desarrollo (1975-1981) y luego como su secretario general (1981-1998) durante el extenso y polémico mandato del brasileño Joao Havelange, a quien sucedió en la presidencia en 1998 —y a quien nombró Presidente Honorario—. Del brasileño aprendió de qué manera, cuándo y cómo mover los hilos institucionales. En esa forma de gobernar cimentó el poder que ejerció.

Blatter incluso fue más inteligente que su predecesor. Promovió conceptos convocantes con los del Fair play para impulsar un mejor comportamiento dentro y fuera de la cancha, así como el de Respect para combatir toda forma de discriminación en el juego. Impulsó al fútbol femenino y siguió expandiendo la FIFA —que ahora alberga a 209 países— algunos tan ignotos y no futbolizados como Bután o Seychelles. Bajo la fachada de inversiones para el desarrollo del fútbol a nivel global, particularmente en África y Asia, la FIFA ha transferido recursos a nuevos socios y a países en vías de desarrollo en la forma de estadios y complejos deportivos, formación de árbitros, proyectos educativos y de entrenamiento a niños, niñas y jóvenes, y apoyo a ligas.

El problema con estas actividades es la falta de control y rendición de cuentas. Es difícil no dudar de la idoneidad de la construcción de instalaciones deportivas o de ostentosas sedes para las asociaciones locales en países con poblaciones muy pequeñas que no pueden tener una liga profesional o una práctica que permita un mínimo de ocupación de las instalaciones. A ello se suma lo difícil de la sostenibilidad de esos proyectos en el mediano y largo plazos debido a la falta de recursos locales. La práctica habitual en la FIFA ha sido entregar los dineros vinculados con los proyectos, pero no preguntar cómo se utilizan. La obra eventualmente puede ejecutarse pero de manera precaria, con diferencias entre costo real y presupuesto que llevan a cuestionarse el destino de los dineros faltantes.

La vista gorda de estos nichos de corrupción en la faceta expansiva y de desarrollo del fútbol tomó una deriva gigantesca en los casos en que se negociaban derechos de televisación en zonas donde el fútbol es “el evento” por excelencia. Varias investigaciones judiciales y periodísticas ya habían destapado negocios nada transparentes. Quizás el caso más polémico fue el de ISL. La británica BBC mostró en un reportaje cómo la empresa de márquetin International Sports and Leisure (ISL) obtuvo los derechos para varios mundiales de fútbol antes de su liquidación en 2001. Desde la década de los ochentas ISL era la empresa encargada oficialmente de administrar los asuntos de publicidad y mercadeo de la Copa Mundial, y se convirtió en la excusa perfecta para parapetar sobornos de varios millones de dólares a altos dirigentes de la FIFA y de confederaciones continentales. Dada la mediatización del hecho, Havelange tuvo que renunciar a su puesto como Presidente honorario en 2013.

Este esquema de destape de escándalos y denuncias es el que generó una respuesta muy particular durante la presidencia de Blatter. A diferencia de Havelange, quien siempre negó la existencia de corrupción en la FIFA y escamoteó todo intento por fiscalizarla, el suizo anunciaba con bombos y platillos procesos de investigación ante las denuncias. El método Blatter funcionó para diluir el resultado de estas “investigaciones”, ya sea influyendo en sus conclusiones cuando eran casa adentro (y por ende liberando de culpabilidad a los investigados), dejando pasar el tiempo para que el interés sobre sus resultados se enfríe, o seleccionando el set de conclusiones que le interesaban. Todo esto cubriendo con una cortina de hierro la historia, los detalles y los resultados de esas “comisiones” de fiscalización.

Por eso tuvo que ser una investigación secreta, de una entidad como la justicia norteamericana, la que destapara algo que es de conocimiento público pero que se ha negado con alevosía. La policía suiza ordenó el arresto de siete dirigentes de la FIFA en mayo de 2015, y dos más en diciembre, por orden de la fiscal norteamericana Lynch. Ahora la persecución se extendió con una acusación que incluye a 16 dirigentes de la Conmebol y la Concacaf, entre los que consta el presidente de la Federación Ecuatoriana de Fútbol, Luis Chiriboga y hasta un ex presidente nacional: el hondureño Rafael Callejas. El cerco se ha empezado a cerrar en torno de prácticamente todo el fútbol regional, que ha hecho de la corrupción una práctica constante. “Rampante, sistemática y enraizada” en palabras de la fiscal norteamericana.

La falencia de la institución rectora del fútbol mundial —y del fútbol institucional— es mucho más estructural y profunda. El último evento es solo un capítulo más de una larga cadena que se viene arrastrando de manera pesada y muy visible desde la elección de 2011, en que además de la cuarta reelección de Blatter se votaron las sedes para las Copas del Mundo de 2018 y 2022. Entonces quedó en evidencia la poca validez de los órganos de control y guía: las elecciones fueron ganadas por las candidaturas menos avaladas técnicamente por la comisión que calificaba a los postulantes. Las acusaciones de corrupción no solo afloraron contra la FIFA en su conjunto, sino que se vieron sazonadas por un historial amplísimo de denuncias con nombres, apellidos y cifras, que coincidían con muchas de las cabezas de las federaciones nacionales.

Las investigaciones de la justicia norteamericana también tienen un símil en la fiscalía suiza, que está centrada en la elección de las sedes de 2018 y 2022. La de Catar como sede de 2022 es el ejemplo claro de una selección amañada: incluye denuncias de ex personeros cataríes que confiesan la dación de coimas a cambio de votos, además de una desmesura que debiera llevar a una reflexión más profunda. El costo estimado de la Copa del Mundo de Sudáfrica en 2010 fue de 2.7 mil de millones de dólares. En Brasil 2014 fue casi cinco veces más: quince mil millones. En Rusia 2018 se estima en 20 mil millones de dólares. En el emirato catarí, el presupuesto alcanzará los estratosféricos doscientos mil millones de dólares. Eso, a pesar de que Catar apenas tiene una población de dos millones de habitantes, lo que llevaría a un gasto per cápita de 100 mil dólares, mas de mil ochocientas veces el gasto por persona que tuvo Sudáfrica. Por ende, no es para nada extraño imaginar que si el país árabe quería hacerse de la organización del Mundial contra toda lógica deportiva e histórica, gastar unas decenas de millones de dólares en sobornos no le resultaba nada difícil.

La ilusión de un cambio en la FIFA y en la forma de administrar el fútbol ciertamente aparece espontánea tras la inesperada renuncia de Blatter y el cerco que está poniendo el FBI en sus lugares tenientes americanos. Pero lo lógico es atemperar esa ilusión al alero de los hechos. Una historia de muchas décadas de corrupción es difícil de borrar de un plumazo y con solo una persona. Incluso se puede pensar que el o los nuevos personeros del ente rector del fútbol apliquen una reforma que apunte a darle más transparencia a la gestión de la entidad y comenzar a instalar la rendición de cuentas. No obstante, existen muchos inconvenientes de fondo. El primero son los dirigentes y la gente asociada al fútbol. Pueden cambiar los mecanismos de control, pero si permanecen las mismas personas o la misma lógica con la que se administra el deporte, es muy difícil que se modifique un esquema enraizado de corrupción.

Eso corre tanto para los corruptos como para los corruptores. Lo ocurrido en el caso de ISL y en lo que destapó el FBI muestra que la administración del fútbol tiene tintes mafiosos, pero las empresas que postulan a los derechos de transmisión y comercialización de los eventos no se quedan atrás. Esas prácticas también estarían asociadas al deseo de los países de captar la atención global, lo que habría atizado la falta de transparencia y la corrupción en la elección de las sedes de los Mundiales de 2018 y 2022.

Pareciera que no hay mucho que hacer sino esperar a que la justicia externa llegue a una entidad  abusiva, oscura y casi inmune como la FIFA. Pero no. Así como las sociedades nos organizamos para pedirles a los gobiernos rendición de cuentas y combate a la corrupción, a los aficionados, clubes y al periodismo nos compete la misión de poner el tema en el debate público, en exigir que se implementen reformas y en hacer propuestas para cambiar el esquema de gobernanza del ente rector.

Un cambio sencillo y eventualmente efectivo puede ser el de limitar los periodos de reelección y la obligación de declaración patrimonial sujeta a la fiscalización de órganos judiciales locales e internacionales. Lo del suizo Joseph Blatter y sus cinco reelecciones es casi anecdótico si se compara con sus predecesores —como el omnipresente Joao Havelange— y sempiternos presidentes federativos como Nicolás Leoz y el difunto Julio Grondona. Sorprende que, en sociedades democráticas y cada vez más sensibles a la rendición de cuentas por parte de las autoridades públicas, los dirigentes futbolísticos se conviertan, en los hechos, en una suerte de preclaros elegidos para llevar las riendas del deporte a perpetuidad.

Los hinchas, jugadores, dirigentes y los medios de comunicación no podemos ser cómplices financiando al fútbol o usufructuando de él y luego quejándonos de la corrupción imperante. Hay que poner en práctica mecanismos de resistencia, como una campaña de transparencia que obligue a tomar medidas en serio o la no asistencia ni visualización de partidos. Suena difícil y auto-atentatorio, pero solo con medidas de fuerza —en este caso moral—, de manera sostenida, se puede llegar a forzarle la mano a una organización que tiene patente de corso.

Un tema del que no se ha hablado es el de la legitimidad de los contratos televisivos y de transmisión de los eventos que se adjudicaron con sobornos. Las transmisiones se siguen haciendo, las publicidades se siguen pasando, la Conmebol sigue afirmando que la Copa América Centeneario se hará en 2016. Esta historia de que “aquí no pasa nada” debe terminar de una buena vez. Los contratos televisivos y comerciales que se han hecho con sobornos deben revertirse. ¿Cómo creer que los dirigentes involucrados en la corrupción denunciada no hayan mantenido otros contratos televisivos con la misma modalidad? ¿Por qué cadenas de cable como Fox Sports o Torneos y Competencias siguen transmitiendo partidos de fútbol regionales cuando sus dueños han coimeado descaradamente para obtener los derechos de transmisión?

Se vuelve necesario impulsar Federaciones alternativas. Algo así como provocar un sisma. Cuando la competencia empieza, se reduce el poder. Esquemas de gobernanza alternativos más transparentes, que no solo prediquen sino que apliquen el fair play, pueden ser increíblemente atractivos y poderosos a la hora de mandar mensajes y facilitar cambios de verdad.

La reflexión ética no solo puede centrarse en la corrupción. Lo del Mundial de Catar debería llevar a un cuestionamiento mucho más profundo sobre el tipo de deporte y espectáculo que queremos. No podemos validar los excesos que comienzan a producir fuertes desequilibrios en el deporte, empezando por el más visible de la corrupción, pero alcanzando también aspectos deportivos y de sostenibilidad financiera del fútbol mundial.

Pero lo principal es la constancia de la acción. De nada sirve si se espera a que cada cuatro años, durante la elección de autoridades, o gracias a investigaciones independientes, las anomalías salten de nuevo a la palestra. Se vuelve fundamental una veeduría de todos los que estamos vinculados al fútbol para que el estupor y la rabia frente al abuso de la FIFA nos lleven a diferentes mecanismos que conduzcan a la reforma de una institución mafiosa.

Este año, se lanzó la película United Passions, financiada 90% por la FIFA. Se encarga de repetir la narrativa que la entidad ha inventado: un mundo de ideales futbolísticos que han cruzado el siglo y que solo se vio empañado recientemente cuando el bueno de Sepp descubrió los negocios turbios de su exjefe Joao. Este bodrio de 27 millones de dólares, en el que actuaron Gérard Depardieu, Sam Neill y Tim Roth y recaudó menos de veinte mil dólares, ha sido calificado como “un deshonesto lavado de imagen empresarial que no vale ni siquiera para reír”. Seguro que  la película de la Mafia que es la FIFA va a ser menos mala y más rentable. Y, sobre todo, más realista.