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Foto:  Agencia de Noticias ANDES bajo licencia CC  by 2.0. Sin cambios.

Hablemos claro: el principal objetivo político de las enmiendas era que Rafael Correa se reelija como presidente ecuatoriano en 2017. Así lo anunció él mismo, después de que su movimiento político, Alianza País, perdiera elecciones locales en nueve de las diez ciudades más pobladas del Ecuador, incluyendo Quito, el 23 de febrero de 2014. Entonces, el Presidente afirmó que cambiaba de opinión —hasta esa fecha había defendido la alternancia como valor esencial de la democracia— para hacer frente a lo que denominó la “restauración conservadora”, un supuesto contraataque de la derecha regional contra gobiernos progresistas, pese a que en 2014 sucumbió ante líderes de muy diversa edad y tendencia ideológica.

Ese fue el móvil político para reformar la Constitución. No la reelección indefinida como cuestión de principios: siempre se habló de la reelección con el fin pragmático del 2017. Tampoco es creíble pensar que Alianza País haya estado dispuesta a soportar movilizaciones sociales para modificar competencias municipales, bajar la edad de un candidato presidencial o poner en la Constitución lo que ya dice la ley sobre la comunicación y las Fuerzas Armadas. El costo político no habría valido la pena.

Pues bien, siendo así, el objetivo de las enmiendas fracasó rotundamente el 3 de diciembre de 2015, cuando cien asambleístas reformaron la Constitución sin consulta popular e incluyeron una disposición transitoria que permite la reelección indefinida después de las elecciones de 2017, en la que no se podrá postular ninguna autoridad que lleve ya dos periodos consecutivos en el cargo. Por tanto, las enmiendas, lejos de ser una victoria, constituyen una sonora derrota para Alianza País desde un punto de vista político y electoral, puesto que impiden al presidente Correa y un grupo considerable de actuales asambleístas ser candidatos en 2017 — más allá de sus terribles consecuencias jurídicas y democráticas, ampliamente expuestas en la opinión pública.

¿Qué cambió?

Luego de pensar en una tercera reelección consecutiva a raíz del “revés electoral” de febrero de 2014 —como simpáticamente lo bautizó la propaganda oficialista—, el presidente Correa ha vuelto a recular. Ahora dijo en Francia que piensa retirarse, en Europa, durante “un buen tiempo” de la política. Pretenderá seguir los pasos del Gran Ausente, el cinco veces presidente ecuatoriano José María Velasco Ibarra, quien dominó la vida política de la primera mitad del siglo XX y era célebre por volver del extranjero para postularse directamente en las elecciones. ¿Cómo así?

Vamos por partes.

El mapa político ecuatoriano se redibujó en el 2014. Exceptuando la alcaldía de Guayaquil, que el correísmo jamás ha podido amenazar, en febrero de ese año el oficialismo sufrió su única derrota electoral importante en ya casi nueve años. La cereza del pastel fue la alcaldía de Quito: aunque el ex alcalde Augusto Barrera arrancó una campaña de menos de dos meses con 45% de intención de voto, al final Mauricio Rodas ganó la capital con el 58% por el movimiento SUMA —donde milito—, organización que además sirve al 26% de los ecuatorianos desde gobiernos locales, incluyendo las alcaldías de Manta, Tulcán, Puyo y otras quince, más las prefecturas de Bolívar, Pastaza y El Oro. Si añadimos las administraciones socialcristianas en la Costa —Guayaquil, Machala, Babahoyo— y la fuerza de la izquierda —Pachakutik y Paúl Carrasco— en la Sierra y Amazonía, más la obtención de numerosos municipios pequeños por parte de AVANZA —que reclutaron a candidatos excluidos de Alianza País—, eso significa un quiebre frente al modelo concentrador del correísmo en los gobiernos locales, que son los más cercanos a la gente. Antes del 2014, ciudades populosas como Quito, Cuenca y Manta tenían alcaldes del oficialismo. Hoy la mayoría de la población no vive bajo administraciones de Alianza País.

Así como ha cambiado la política local “por debajo” de la nacional, también ha cambiado la política regional “por encima” de ella. Salvo Bolivia, todos los países sudamericanos del socialismo bolivariano del siglo 21 están en recesión. Brasil y Venezuela, además de sus terribles problemas económicos, viven de las peores crisis políticas en su historia. El peronismo kirchnerista perdió en Argentina, la segunda economía de Sudamérica, en manos de Mauricio Macri. La oposición en Venezuela acaba de triunfar en las elecciones legislativas. Y Dilma Rousseff enfrenta un juicio político que busca su destitución.

Hoy Alianza País juega en un terreno político local y regional desfavorable. Sin embargo eso, por sí solo, no tendría por qué forzar un giro sobre la reelección indefinida en 2017. Pero algo más grave cambió: la economía.

El astuto Perón decía que el bolsillo es el órgano más sensible del cuerpo humano. La mayor movilización popular en 2015 no fue contra las enmiendas, sino contra el aumento frustrado de impuestos a la herencia y plusvalía, liderada por el alcalde Jaime Nebot en Guayaquil, que aglutinó a 355 mil personas: más del 10% de toda la ciudad salió a la calle. Fue el ataque al bolsillo lo que despertó la reacción masiva de la ciudadanía. Antes y después de ese episodio, casi todas las protestas las han protagonizado los activistas políticos, no las mayorías ciudadanas. No debería sorprender: ya en la época de Juan José Flores, el pueblo no se sumó a los políticos contra la Carta de la Esclavitud, sino al grito de “¡mueran los tres pesos!”. Bien lo decía Bill Clinton: “It’s the economy, stupid!”

En 2016 la cosa no pinta mejor. Luego de dos trimestres seguidos de decrecimiento, ya estamos en recesión. 30% de las empresas están reduciendo puestos de trabajo y 15% de manera drástica, según el director ejecutivo del Comité Empresarial Ecuatoriano. El sector rural sufre 52% de pobreza y 71% sin empleo adecuado, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos. El próximo año no entrará al país un centavo de petróleo, con lo cual hoy vivimos de la agricultura y el camarón, actividades perjudicadas por la actual actividad de volcanes y amenazadas por el inminente fenómeno de El Niño.

Entonces parece ser la recesión económica, más un entorno político desfavorable desde los gobiernos locales y el tablero regional, lo que ha causado que Rafael Correa se eche para atrás en el 2017. Especulo que no solo teme una posible derrota electoral, sino una victoria pírrica: ganar en 2017 con crisis económica, Asamblea en contra y un panorama regional cada vez más adverso. Rafael Correa evitará quemarse el 2017 cuando cumpla recién 54 años. Y para eso preferirá arriesgar el poder —en Argentina, el 50% de popularidad de Cristina no impidió que pierda Daniel Scioli—, con tal de salvar los muebles más adelante.

Así las cosas, todo el futuro queda en la cancha de la oposición. Solo de ella depende canalizar la mayor preocupación de la gente, la economía, en una alternativa creíble para ganar las elecciones del 2017 y luego superar a la Revolución Ciudadana. Y, por tanto, solo de ella depende si la arriesgada apuesta a largo plazo de Rafael Correa queda como anécdota para la historia o se convierte en una realidad.

Bajada

¿Por qué el oficialismo no tiene nada que celebrar después de reformar la Constitución del Ecuador?