Desde las 5 de la mañana oigo ruidos en la calle. La gente pelea para que nadie se cuele. La cola empieza cerca de la carnicería. “¿Será que la gente se enteró que van a traer carne?”, pienso. Llovizna pero la gente sigue allí. Lo que originalmente era un pequeño grupo se ha convertido en una columna de la que no se ve el fin. Ya amanece y con ello descubro la razón: un camión de Mercal —la red de alimentación y comercialización estatal— parece haber vuelto zombies a la gente. Todo por leche y aceite.
Eso ocurrió el 24 de octubre de 2015 frente a mi edificio en el centro de Caracas. Como cada vez que uno de esos camiones llega, fue un acto de organización improvisada: los funcionarios dicen “tenemos tanto de esto, de esto y de esto, a este precio, y alcanzará para tanta gente”. Rompen una hoja de cuaderno o cuadrados de cartón, y las reparten a la gente que espera en la fila. Ese día, la leche, el aceite, la harina de maíz y la margarina alcanzaba para trescientos beneficiados, así que repartieron ese número de papelitos. Todos los víveres se vendieron en un lugar que usualmente es un cibercafé. La venta duró un suspiro y fue organizada por el consejo comunal local.
No alcancé a comprar nada. Pero sí supe que la funcionaria de Mercal que vendían los víveres quería llevarse una bolsa del combo para su mamá, que los policías que cuidaban que la cola no se tornara violenta, también aspiraban a llevarse los productos más buscados.
Venezuela se ha vuelto el país donde lo que debería ser cotidiano se vuelve extraordinario. Encontrar papel toilet se ha vuelto una proeza, la compra de pañales tiene varios tipos de regulaciones: la partida de nacimiento del niño, el informe médico si son para un adulto, solo una cantidad por persona semanal, y por supuesto cédula y huella digital del comprador (este último requisito, extendido a otros tipos de productos como ciertos medicamentos y comidas). Y no cualquier día, sino el que corresponda por el número de cédula, todo registrado en un sistema informático. Sucede tanto en locales del Estado como en cadenas de supermercados y farmacias que se han acogido a las medidas gubernamentales. La gente hace cola no solo por pañales, papel, pasta, leche o aceite, también es difícil conseguir jabones, champú, arroz o frijoles. La consecuencia es que, cuando la gente consigue, compra lo máximo que la regulación —o su capacidad adquisitiva— les permita. Esto no hace sino incrementar el ciclo de la escasez.
La gente hace cola en Venezuela incluso sin saber por qué. Mira las bolsas de los otros en la calle, casi salivando y pregunta “¿Donde conseguiste eso?” La respuesta la tiene el gobierno en sus manos desde el 2008, cuando creó el sistema integral de control alimentario, que le permite saber en todo momento en qué parte de la cadena de distribución se encuentran los alimentos: productores, distribuidores y comercializadores deben registrarse en él, incluso con las placas y el nombre del chofer del camión que reparte y decir a quiénes se espera que sean distribuidos esos alimentos. El gobierno autoriza o no esa distribución.
La campaña electoral en Venezuela empezó oficialmente el 13 de noviembre de 2015, pero el gobierno hace contención del creciente disgusto de los venezolanos desde hace meses. Y es que a Nicolás Maduro le tocó cosechar el legado de las políticas económicas que el fallecido presidente Hugo Chávez resumió como socialismo petrolero. Pese a los diferentes nombres que se le dio, lo cierto es que en Venezuela la subida o bajada de la pobreza siempre ha bailado al son del ingreso petrolero y los de la era de Chávez fueron realmente extraordinarios. Lo que no fue extraordinario fue la falta de preparación del país para la época de vacas flacas: al disminuir los ingresos regresó la pobreza. Las últimas cifras oficiales conocidas ya decían que se había regresado a los niveles de 1998. Durante más de quince años, más que sacar a muchos venezolanos de la pobreza, se les subsidió una riqueza tan momentánea como el estallido de un pozo petrolero.
Como buena estrella pop —James Dean, Jimmy Hendrix, Janis Joplin o el Che— Chávez murió antes de que su sistema sucumbiera. Para colmo, su sucesor, Nicolás Maduro, ha sido incapaz de tomar una decisión y mantenerla. El Presidente anunció en varias oportunidades que aumentaría el precio de la gasolina, para después decir que no tenía prisa cuando toda la batería de propaganda se dedicó a promover el aumento en un país donde un litro de combustible cuesta un céntimo de dólar. Hay una razón política para no elevar ese precio: en Venezuela la izquierda siempre ha dicho que esa es una política neoliberal. Se hizo en 1989 como parte de un ajuste estructural exigido por el Fondo Monetario Internacional, produciendo una ola de saqueos con una respuesta desmesurada del Estado que se tradujo en la muerte de al menos mil personas. Con el ex presidente de PDVSA —la compañía petrolera estatal—, ex ministro de energía y ex Vicepresidente (llegó a serlo todo a la vez) Rafael Ramírez se promovió la idea de que se iban a tomar decisiones económicas para ordenar las finanzas nacionales e incluso se mantuvieron reuniones con acreedores en Londres. Hasta ahora la revolución bolivariana los ha tratado con manos de seda: se les ha pagado puntualmente el vencimiento de sus bonos, así no haya para firmar un nuevo contrato colectivo con el sector público, y cuando un funcionario del Bank of America pidió a los directivos del Banco Central de Venezuela que les mostrara las reservas de oro del Estado venezolano, “aceptaron, sin ningún tipo de excusas o trámites burocráticos”, según este reporte de Aporrea.org. Las medidas tampoco se terminaron de tomar. El chavismo prefiere una huida hacia adelante: habla de una radicalización de la revolución, amenaza a los empresarios, no pone reglas del juego claras, hay un aumento en la represión y en la criminalización de la protesta social, en la Asamblea se discuten leyes que limitaran el derecho a asociación. Lo cierto es que la cesta petrolera venezolana ya está por debajo de 40 dólares por barril, base del presupuesto del 2016. El chavismo lleva en la mano una bomba de tiempo. La pregunta es a quien le estallará.
Tic.
Tac.
Tic.
Tac.
***
Otro día, otra cola. Hora y media después de estar en ella, luego de verificar la coincidencia de mi número de cédula con el día correspondiente, entré al supermercado, un PDVAL —otra cadena estatal de alimentos— de la parroquia de San José de Caracas. La espera no fue tan larga porque no había pollo ni carne, pero sí huevos, harina precocida estatal y aceite —de soya, que no es el que más estamos acostumbrados a usar en Venezuela. En las estanterías no había más de treinta tipos de productos. Hago memoria: los huevos donde deberían vender el pescado, la carne o el pollo; dos marcas de yogurt, una estatal “Los Andes” y una privada —pero un solo sabor—; tres sabores de una sola marca de una bebida saborizada a base de arroz y otra de chicha de arroz tradicional que viene con leche incluida —ideal para estos tiempos en que la leche no se consigue—; también había dos marcas de frijoles negros enlatados que por curiosidad miro y son producidos por la misma empresa, en el mismo lugar y con el mismo precio; hay kétchup en dos presentaciones pero de la misma única marca. Ni rastro de mayonesa o mostaza. Había varias latas de aceitunas negras importadas y dos tipos de salsa para pasta de la misma marca, aceite de soya y harina de maíz precocida, también leche de soya en polvo sabor a vainilla. En la sección de congelados solo quedaban algunos paquetes de fresas, en la de limpieza un tipo de cloro y otro de desengrasante todo uso y un jabón líquido para lavar ropa. En la caja vendían hojillas de afeitar desechables. Toda la compra se hacía bajo la mirada de unas imágenes del Comandante Eterno que —según el orwelliano lenguaje neorevolucionario— no murió sino que fue sembrado.
«En el PDVAL, un supermercado estatal, se hacen las compras bajo la mirada del así llamado «Comandante Eterno».»
Ironía involuntaria en un país donde —podría decirse— fueron sembradas casi veinticinco mil personas en 2014 por la delincuencia. Según el Observatorio Venezolano de Violencia, Venezuela es el segundo país más violento del mundo: 82 muertes por cada 100 mil habitantes. Honduras nos supera con 104 por cada mil, pero que sepamos acá —todavía— no tenemos a la Mara Salvatrucha. Ni estamos en guerra. Aunque el gobierno insista en decir que sí, que hay una guerra, que la violencia es importada por los paramilitares amigos del expresidente colombiano Álvaro Uribe y, por supuesto, por el Imperio. La guerra ha significado la creación de las OLP ( las Operaciones para la Liberación del Pueblo) que han dejado un amplio saldo de detenciones arbitrarias, de hogares destruidos y muertos por “enfrentamiento”, además de la estigmatización de los colombianos en Venezuela. Es una medida que le ha servido al gobierno para demostrar que está actuando para combatir la violencia importada y le ha significado una reacción positiva en las encuestas.
Además de la oligarquía venezolana y el Imperio, el gobierno acusa como responsable de la escasez a los bachaqueros (en alusión al bachaco, un tipo de hormiga) que hacen lo que muchos habitantes en muchas fronteras del mundo: compran barato de un lado de la frontera para vender más caro del otro lado de la raya. Para supuestamente combatir esto el gobierno decretó estado de excepción en varios municipios fronterizos del país. Esto supone que hay varios municipios venezolanos —todos ellos en la frontera con Colombia— en los que los venezolanos tienen las garantías suspendidas. En estas condiciones ejercerán el derecho al voto en municipios fronterizos de al menos tres estados.
En Caracas, la gente se está tomando la “justicia” en sus propias manos. Como Fuenteovejuna, pero frente a la ventana de mi casa. Hace unos meses vi cómo mis vecinos de toda la vida perseguían a un ladrón, lo capturaban, lo golpeaban y luego lo amarraban a una moto. Cuentan que después de eso lo ataron a un poste hasta que llegó la policía y se lo llevó. Y no es el primero que vi, solo el más reciente en mi recuerdo.
Si el chavismo es tan malo, ¿cómo ha durado dieciséis años? En primer lugar, no todo fue tan malo. El chavismo volvió a poner a la pobreza y a los pobres en el centro de la política venezolana, reivindicó de manera importante la participación ciudadana, y logró elevar el consumo de los sectores populares venezolanos que se sintieron nuevamente atendidos. Por otro lado, hizo uso y abuso de la polarización (¿Incrementar las contradicciones de clase?), incorporó a los militares en la política venezolana parcializándolos a su favor, desinstitucionalizó el país y acabó con la división de poderes, atacó el mérito profesional como un valor positivo, usó la corrupción como una forma de distribución de riqueza, y —últimamente— hace uso de las necesidades más básicas de la gente (alimentación y seguridad, según la conocida pirámide de Maslow) para promover su fidelidad: creó el problema y ahora, ofrece, una ilusión de solución.
Ese es el escenario en que los venezolanos iremos a votar en las elecciones del 6 de diciembre. Es muy probable que ni el chavismo, ni la oposición arrasen. Porque a diferencia de las elecciones presidenciales, las parlamentarias no son elecciones de voto nacional, sino que los diputados son electos en cada Estado por entidades más pequeñas llamadas circunscripciones. Puede suceder que la oposición obtenga un número de votos que sumados nacionalmente sea importante, pero que esto no necesariamente se refleje en el número de diputados electos. ¿Por qué? Porque la oposición puede tener muchos votos en las grandes ciudades —donde el desencanto con el chavismo es mayor y elegir un parlamentario requiere mayor número de votos— y perder en las zonas rurales —donde se requieren menos votos para elegir un diputado pero la influencia del chavismo es mucho mayor porque la dependencia del Estado también lo es. Obtener todos los diputados de una región solo es posible cuando se duplica o triplica la votación del adversario, algo que en un país tan polarizado como Venezuela es muy poco probable. Lo que sí es seguro es que el próximo 6 de diciembre Venezuela amanecerá nuevamente con muchas colas. Pero esta vez para votar.
¿Cómo es la vida diaria en un país en el que lo que debería ser cotidiano se ha convertido en extraordinario?