Vivimos en un mundo de alarmantes desigualdades económicas entre países. En 2014, el ingreso promedio del más rico, Qatar, fue 382 mayor que el del más pobre, Malawi. Las localidades más ricas tienden a tener más alta escolaridad y esto ha motivado grandes inversiones en educación en países y regiones que buscan desarrollarse. Quieren crecer económicamente y creen que el progreso pasa por el aumento de escolaridad. Pero a pesar de estas fuertes inversiones en el sector, décadas más tarde, los lugares que empezaron más pobres y menos educados, frecuentemente se mantienen así.  Esto demuestra que los lugares que educan más no necesariamente mejoran sus ingresos promedio. Para que ese aumento en el acceso a la educación se traduzca en mejores ingresos, la economía del lugar debe ofrecer oportunidades para aplicar lo aprendido y transformarlo en producción, y para que los trabajadores puedan desarrollar los conocimientos y las competencias vinculadas con la práctica y la experiencia. Ecuador parece estar cometiendo este error: invierte en educación —en 2014 ocupó el tercer puesto en la lista de países con más becarios—, pero no genera la suficiente inversión productiva que permite sacar provecho al nuevo capital humano.

Si uno compara ciudades o regiones de un mismo país, la conexión entre escolaridad e ingresos es aún más clara y contundente que entre países. En las ciudades con bajos índices de escolaridad, el nivel de ingresos tiende también a ser bajo. Uno de los ejemplos más extremos es Brasil: en 2000 (el más reciente censo con datos de años de escolaridad en ese país) 85% de las diferencias de ingreso entre microrregiones podía predecirse únicamente observando las diferencias en niveles de escolaridad. Es cierto que los mayores ingresos llevan a tener una mayor educación, pues las regiones ricas pueden pagar por mejor infraestructura y personal educativo. Pero también es cierto que más educación lleva a mayores ingresos. Por un lado porque la gente más preparada gana más y por el otro porque, aún si comparamos trabajadores con la misma educación y experiencia, quienes viven en regiones con mayores niveles de escolaridad ganan más y tienen más probabilidades de ver crecer sus ingresos en el futuro.

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Después de revisar los datos anteriores, la conclusión más rápida sería “La clave está en invertir en educación”. Está claro, nada nuevo. Sobre esta base, entonces, las ciudades que quieran mejorar los niveles de ingresos de sus habitantes deberían redoblar su presupuesto para escuelas y colegios municipales y fortalecer su apoyo a las universidades locales. Sobre esta base también el gobierno nacional debería ampliar la inversión en educación básica y las becas internacionales. Es cierto que estas inversiones podrían traer importantes beneficios a futuro, pero es crítico entender que también podrían fracasar estruendosamente. Es que la educación no puede “funcionar” sola. Por ejemplo, en las últimas cinco décadas, virtualmente todos los países pobres han incrementado significativamente sus niveles de escolaridad, pero la mayoría no ha visto un incremento correspondiente en sus ingresos. Tenemos que tener claro que la educación no se transforma en ingresos de manera automática sino a través de la puesta en práctica de las capacidades adquiridas, a través de la producción de valor. Es decir, aunque la cantidad y la calidad de la educación es muy importante, aún más importante es la congruencia entre las capacidades de los egresados del sistema educativo y las fuentes de trabajo disponibles. Si los nuevos profesionales se gradúan y no encuentran trabajo en su área, terminan por irse a otras ciudades o países —y se llevan con ellos su educación y sus mayores ingresos futuros—. O si se quedan en su ciudad por motivos que trascienden lo laboral (como lo familiar), terminan trabajando en actividades en las que se utiliza poco o nada de lo aprendido durante sus estudios, y generalmente no representan mayores mejoras en el ingreso.

Este es el otro lado de la moneda, aquel que las políticas públicas no pueden dejar en segundo plano: la generación de oportunidades de trabajo en el que las personas que vayan educándose puedan aprovechar, al menos en parte, sus nuevas capacidades, y transformarlas en producción y en ingresos. Se trata de una tarea monumental por sí misma, tanto o más difícil que la tarea de educar a la población.

Ciudades y países alrededor del mundo —desde Lima hasta Dubai, o desde Sudáfrica hasta Singapur— han puesto en marcha una gran diversidad de estrategias para la generación local de trabajo, con distintos niveles de éxito. Las estrategias —de las que se debería aprender lo positivo y lo negativo— son muchas: van desde simples incentivos tributarios y otros subsidios para que empresas que demandan personal altamente educado se instale en la ciudad hasta esquemas mucho más complejos como zonas especiales de desarrollo industrial, proyectos público-privados, e incubadoras y agencias de desarrollo empresarial como las que funcionan en Quito y otras localidades del país. Para que iniciativas de este tipo tengan éxito, las empresas tienen que poder reunir el personal con las capacidades específicas requeridas.  En muchos casos gran parte de este personal —el agrónomo para la empresa floricultora, o el programador para la compañía de software— está ya disponible en la ciudad, o puede capacitarse en un tiempo relativamente corto. Pero para las profesiones más especializadas, el asunto no es tan fácil. Construir esas capacidades toma tiempo y estas ofertas educativas (como ingeniería aeroespacial o química de materiales) se encuentran en pocos lugares (y en algunos casos solo fuera del país). Aunque suene paradójico, suele ser el caso que para generar fuentes de trabajo para la gente de un lugar, es necesario atraer a gente de otras ciudades o países.

Hay un límite al tipo de profesionales que una ciudad puede atraer dependiendo de su tamaño y su nivel de desarrollo. Para ser exitosas, muchas industrias necesitan desarrollarse a escala o tener aglomeraciones (“clusters”) de apoyo en la misma localidad.  Así por ejemplo, mientras es probable que en una ciudad como Quito logremos desarrollar ciertas industrias de maquinaria agrícola, software, o productos químicos, es más difícil que desarrollemos industrias aeronáuticas, o maquinaria de rayos láser. O centros de investigación académica de talla internacional en muchas especialidades distintas, al menos en el corto plazo. Estas industrias necesitan de grandes inversiones y mucha, mucha gente capacitada presente de manera simultánea.  Las iniciativas de desarrollo económico tendrán más oportunidades de éxito si son pragmáticas, si van acorde a cada nueva etapa de desarrollo de la ciudad o del país, si se apoyan en lo que ya existe y construyen las bases de lo que viene.

Actualmente, gracias a una esperanzadora política de inversión en talento humano en el Ecuador, tenemos una importante cantidad de becarios estudiando maestrías y doctorados en el exterior. En este contexto se vuelve más urgente la pregunta: ¿En qué van a trabajar cuando vuelvan al país? La respuesta es diferente en cada caso y dependerá mucho de las áreas de especialización que hayan escogido. En algunas de ellas habrá más oportunidades de trabajo, especialmente las relacionadas con el sector público. Pero mientras más especializadas sean las carreras —y de éstas hay muchas, desde química de materiales hasta nanotecnología—, desafortunadamente, menos serán las probabilidades de encontrar empleos en el Ecuador en los que puedan aplicar aquello para lo cual se están preparando. Las iniciativas para atraer inversión actuales y futuras no pueden perder de vista qué tipo de profesionales tendremos en tres o cinco años, y el tipo de empresas e instituciones que se requiere para transformar estas capacidades en valor agregado, ingresos, y nuevas oportunidades.

La inversión en educación es necesaria pero no suficiente para el desarrollo económico de un país. Una política que nos permita aumentar nuestros niveles de ingresos y nuestra calidad de vida de manera sostenible (no sólo cuando el precio del petróleo esté alto) tiene que incluir tanto la educación como la generación de oportunidades de trabajo. Las dos, de manera coordinada, tratándolas como lo que son: pilares fundamentales y complementarios de una misma estructura.