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Fotografía de la cuenta oficial de Mauricio Macri bajo licencia CC BY-ND 2.0. Sin cambios

El triunfo de Mauricio Macri el domingo 22 de noviembre de 2015 es como la consagración de un jugador que no prometía mucho y ha terminado ganándolo todo. Me imagino que durante el día de la victoria final Macri recordó las historias de Martín Palermo y Gabriel Batistuta. A los dos, en su momento, los catalogaron de troncos, el calificativo futbolístico para los centrodelanteros sin mucha habilidad, más allá de una corpulencia que les da ventaja en el área rival. La victoria en el balotaje le permitió a Macri convertirse en el primer Presidente no peronista ni radical en más de tres décadas de democracia. Un logro nada menor en un sistema político fagocitario y en el que Macri siempre fue mirado como un outsider: un tronco político. Más allá de las visiones polarizadas con las que los argentinos hacen sus lecturas políticas, uno de los pocos puntos convergentes para explicar el éxito de Macri tiene que ver con su decisión de postular a la presidencia de Boca Juniors, el club más popular de la Argentina, en 1995. Este fue el catalizador de una meteórica carrera de incalculables consecuencias.

La de Macri fue una apuesta en extremo arriesgada porque, como me dijo un amigo porteño “mi pasaporte, mi vida, es Boca”. Con los fanáticos argentinos las pasiones no tienen puntos medios. Pero la hinchada boquense tiene el agravante de ser una mayoría que puede hacer vibrar la Bombonera —su estadio— o convertirla en un monstruo que —como Júpiter— devora a sus propios hijos. Sus lealtades con el clu y sus vaivenes con sus ídolos, convierten a la fanaticada boquense –la 12– en el equivalente futbolístico de una planta nuclear: bien conducida irradia energía inagotable, pero cuando se desestabiliza causa desastres inimaginables.

Tras un periodo de escasez extrema, a Macri le tocó dirigir un club con un reactor atómico inestable. Después de la Copa Libertadores de 1978, Boca Juniors apenas ganó dos torneos locales entre 1979 y 1995. A pesar de contar con excelentes escuadras y estar cerca de ganar la Copa Libertadores en 1991 —cuando perdió una apretada semifinal con el eventual campeón, el chileno Colo Colo—, el cuadro xeneize vivió dos décadas estériles a nivel internacional, que tenían a sus hinchas desesperados y al club en bancarrota. En ese contexto, la apuesta de Macri fue muy difícil. No se trataba de fanáticos cualquiera, si no de la mejor (y peor) hinchada del planeta, en un estado emocional de extrema ansiedad por la falta de títulos y por una vulnerable situación institucional. A ello se sumaba que su acérrimo rival, River Plate, entre 1980 y 1996 sumó dos Copas Libertadores y ocho títulos locales. La única peor desgracia que a tu club le vaya mal es que, encima, al archienemigo le vaya bien.

Cuando llegó a la presidencia de Boca, Macri generaba más interrogantes que certidumbres: el único antecedente que se le conocía era ser el heredero de las empresas Macri-Socma —un holding económico automotor, de construcción, y de recolección de basura— y haber sido secuestrado en 1991 por una banda de delincuentes comunes. La suya era una incógnita que llegaba a la testera institucional con un discurso de modernización y saneamiento que hicieron levantar más de un ceja. Fue como si se fichara a un jugador amateur que ha marcado muchos goles en ligas de barrio pero ni uno solo en el fútbol profesional. Macri propuso limpiar las finanzas, remodelar la Bombonera y gestionar futbolísticamente al club argentino más popular desde una perspectiva de management moderno, contraria a la postura hormonal y  fanática que prima en la clase directiva del fútbol argentino y sudamericano.

Lo que ocurrió fue una renovación que llevó a Boca Juniors a dejar de generar pérdidas y a contar con una Bombonera más amplia y moderna. En el fútbol, la gestión fue impecable. Impulsó el semillero de las inferiores (de donde salieron jugadores como Carlos Tévez y Sebastián Bataglia).  Hizo buenas contrataciones: Riquelme, Palermo, Barros Schelotto y el director técnico Carlos Bianchi.  Ganó diecisiete títulos, once internacionales, incluyendo cuatro Copas Libertadores y dos Intercontinentales. Esos logros convirtieron a la presidencia de Macri (1995-2007) en la más exitosa en la historia del club fundado en el popular barrio bonaerense de La Boca.

Los éxitos deportivos y la reestructuración económica dejaron una secuela impensable hasta 1995: Boca Juniors no solo se convirtió en el equipo más exitoso de Sudamérica entre 2001 y 2011 según la Federación Internacional de Historia y Estadísticas del Fútbol (IFFHS en sus siglas en inglés). Además devino en una marca muy rentable. Macri, el pibe que pintaba de tronco, se convirtió en el equivalente a un goleador histórico, tal como en su momento le ocurrió a Batistuta y Palermo. River Plate desechó a un joven Batistuta por considerarlo poco apto como delantero. Inmediatamente fue contratado por Boca Juniors, club en el que fue figura y desde el que partió a Italia para convertirse en el cuarto máximo goleador extranjero de la historia del Calcio, con 242 goles. Con Palermo ocurrió otro tanto. Cuando Boca Juniors fichó al joven delantero de Estudiantes de la Plata muchos dudaron del valor del loco. Pero sus 236 goles en 404 encuentros, sirvieron para que las dudas auriazules se convirtieran en idolatría.

 El genial Roberto Fontanarrosa alguna vez comentó que por su importancia social, el fútbol siempre ha sido objeto de apuestas políticas. Como ocurrió con Berlusconi y el Milan, Macri entendió que el efecto de su gestión en Boca Juniors era una veta de oro política. Esto lo aprendió incluso cuando estuvo secuestrado: “el tipo que me vigilaba era fanático de Boca, compartimos recuerdos de partidos, de jugadores. En ese momento comprendí que el fútbol y, sobre todo la pasión por un club, pueden superar cualquier barrera. No hay clases sociales, no hay partidos políticos, no hay religiones. Uno es de Boca, el otro también, aunque sean víctima y victimario”. La identidad que genera el fútbol le dio una base política, que no se limitaba a los fanáticos xeneises sino que se extendía a todo el fútbol argentino, que le reconocía como el gestor de la resurrección del club más popular del país. Y, durante su presidencia, en el más exitoso.

Era natural que el goleador de la liga de la dirigencia deportiva quisiera buscar nuevos horizontes en el torneo más difícil: la política argentina. El sello de su paso por Boca Juniors le permitió a Macri cimentar su plataforma política, siempre bajo el denominador de la gestión: efectiva para sus simpatizantes, efectista para sus detractores. No obstante, al delantero de centro-derecha no le fue bien en su primer intento, cuando perdió las elecciones a jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires en 2003. Entonces, la percepción fue que su capacidad goleadora se había secado. Que en política, con jugadores de mayor cintura y habilidad, el ex presidente de Boca era un tronco.

Tal como con Batistuta, esa derrota aleccionó a Macri y le hizo querer demostrar sus condiciones con goles, lo que significaba ganar elecciones. De tanto mirar a Riquelme, a Palermo y a Tévez, Macri aprendió a hacer goles. Y vaya que los repitió en política: en 2005 se alzó con una diputación por la ciudad de Buenos Aires, a lo que le siguieron dos triunfos consecutivos en la gubernatura porteña (2007 y 2011). El domingo 22 de noviembre de 2015, contra todo pronóstico antes de la primera vuelta, Mauricio Macri, el tronco en el que pocos tenían fe,  anotó el gol más importante de su vida: la Presidencia de la Nación. 

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De la Bombonera a la Casa Rosada (con escala en Capital): Macri y el fútbol como plataforma para ganar elecciones