Foto de Andrés Pérez bajo licencia CC by 2.0. Sin cambios.
Si alguien apostó que la selección ecuatoriana tendría doce puntos en los cuatro primeros partidos eliminatorios rumbo a Rusia 2018, hoy es millonario. Las probabilidades de alcanzar puntaje perfecto eran escasas porque los antecedentes no ayudaban: la Tri tuvo una opaca presentación en la Copa América de Chile, donde hizo tres puntos de nueve posibles. A eso se sumaba el que en las cinco eliminatorias anteriores —desde que la Conmebol instaurara el sistema de todos contra todos— solo acumulábamos seis victorias de visita de un total de 43 partidos fuera de Quito. Apenas el 14%.
Por eso, los resultados perfectos en este arranque eliminatorio, con dos triunfos de visita y dos de local, nos tienen a los ecuatorianos con esa sensación de feliz perplejidad, como cuando se obtiene el número premiado de la lotería. En esa bienvenida sorpresa está de por medio el convencimiento de que la selección del Ecuador es fuerte en la altura de Quito y débil fuera de ella. Como si los 2700 metros sobre el nivel del mar del estadio olímpico Atahualpa se hubieran convertido en las últimas cinco eliminatorias en nuestro mejor jugador, tal como lo fueran Maradona para Argentina o Pelé para Brasil: un número diez sin el cual las probabilidades de éxito se reducen considerablemente.
En las últimas dos décadas, la altura de Quito se ha convertido en algo parecido a un ser mitológico. El imaginario futbolero global le atribuye efectos milagrosos. Sí, es verdad que los resultados nos avalan como un equipo muy efectivo jugando de local: 30 victorias de 43 partidos posibles (69,8% del total) en el periodo 1998-2014, solo superados por Argentina (74,4%) y Brasil (70,4%). Pero si el argumento de que nuestro mejor jugador nos asegura éxito fuera cierto, deberíamos ver lo que ocurre con Bolivia, que cuenta en el Hernando Siles de La Paz con un jugador con más creación y gol que nuestro 10. Los bolivianos apenas alcanzan el 39,5% de victorias como local, el segundo peor registro de Sudamérica después de Venezuela.
A la historia boliviana de malos resultados como local y sin clasificaciones mundialistas en el formato eliminatorio vigente, podría oponérsele el contrargumento de que no basta con tener un jugador excepcional si no se cuenta con un buen equipo. Ni Maradona ni Pelé bastaron para ganar Copas del Mundo sin esas muy buenas compañías que fueron Vavá, Garrincha, Burruchaga y Valdano. Eso significaría que mientras nuestro mejor jugador contó año tras año con muy buenos complementos, los bolivianos sufrieron de una profunda escasez de planteles que dejaron muy solo a su goleador estrella.
Algo similar le habría pasado a Colombia, que jugó las eliminatorias de 2002 en el Nemesio Camacho de Bogotá y quedó eliminada por la falta de más victorias en casa. Para las eliminatorias de 2010 intentó repetir la fórmula, cuando jugó los seis primeros partidos de local en Bogotá, con apenas 3 victorias y un empate, resultados que llevaron a la selección cafetera a cambiar su sede a Medellín para sus tres últimos partidos en casa.
El argumento de la ventaja de contar con la altura de Quito para explicar nuestros éxitos es bastante mediocre. La altura no bastaría para contar con una ventaja deportiva. A lo mucho se puede argumentar que es un placebo, un engaño que se supone genera un efecto sicológico (positivo en este caso) a quien se lo aplica. Pero el placebo solo funcionaría con los ecuatorianos pero no con bolivianos ni colombianos. Es como si se dijera que solo con los ecuatorianos —y los equipos rivales que van a Quito— opera el convencimiento de que la Tri es mejor que sus oponentes en el Olímpico Atahualpa. El argumento de la ventaja de la altura se cae por lo feble de su particularización.
Para clasificar a un Mundial y tener éxito a nivel de selecciones se requiere, sobre todo, equipos que jueguen bien al fútbol tanto de locales como de visita. Lo básico es que el cuerpo técnico y el plantel tengan el convencimiento de que sí se puede imponer un argumento deportivo sin importar la cancha que se pise. Y ese convencimiento, ese deseo, es un motivador que va más allá de los argumentos sobre supuestas ventajas extradeportivas. El Ecuador contó con un proceso que se inició en 1987 con el montenegrino Dusan Draskovic. Ese proceso comenzó a cosechar sus frutos años después gracias a jugadores mejor entrenados física y tácticamente. Había un hambre enorme por conseguir una clasificación mundialista, que se logró en 2002. El progreso se confirmó cuando en 2006 superamos la etapa de grupos del Mundial.
Lo que nos sucedió en Alemania 2006 es sumamente gráfico. Todavía recuerdo la desazón que me generó leer la guía de la Copa del Mundo germana, a la que fui como hincha: decía que no teníamos ninguna oportunidad, que la altura de Quito había jugado excepcionalmente por nosotros para clasificarnos, pero que sin ella debíamos estar preparados para un pronto retorno a casa. No sé si los jugadores ecuatorianos leyeron esa guía, pero los dos primeros partidos fueron una hermosa manera de tirarla al tacho de la basura. Hubo un convencimiento en la Tri de que era un buen equipo, a pesar de no contar con nuestro número 10. El 2-0 contra Polonia y el 3-0 contra Costa Rica fueron una constatación de que éramos mucho más que esos 2700 metros sobre el nivel del mar.
En ese mismo mundial se apreció que las ambiciones pueden limitarse a algunos pasitos. Estuve en el estadio de Stuttgart para el partido de octavos de final contra Inglaterra, y me quedé con una sensación de amargura porque la selección se limitó a cumplir un papel decoroso, pero sin asumir riesgos. Fue como si tras la clasificación, los objetivos planteados ya se hubieran logrado y cualquier cosa estuviera demás.
Hemos sido mucho más que esa ficción mitológica de la altura como nuestro jugador clave para clasificar a un mundial, que no les ha funcionado a varios equipos que han tratado de usarla a su favor. En un periodo en que nuestras estrellas juegan en el exterior —y sienten el mismo rigor de tener que venir a jugar en la altura de Quito— y en el que los futbolistas profesionales son deportistas de élite con condiciones atléticas excepcionales, la supuesta diferencia de la altura quiteña pesa cada vez menos. Lo mejor de las cuatro victorias que se han obtenido en el inicio de la era Quinteros es que el fútbol ecuatoriano está demostrando que el factor clave para clasificar a Rusia (y a cualquier mundial) es la actitud con la que se enfrente cada partido, en cualquier cancha. Hasta ahora nos ha funcionado, pero también vamos a tener reveses. Da igual. Lo concreto es que le podemos ganar a potencias como Argentina y Uruguay sin importar el terreno. Ya no dependemos de ese mitológico crack que es el olímpico Atahualpa. La clave de su recambio está —siempre ha estado— arriba: en la cabeza.
O de cómo la altura de Quito está dejando de ser nuestro jugador más importante