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Foto de Yon Garin bajo licencia CC  by 2.0. Sin cambios.

En A moveable feast Ernest Hemingway definió mejor que nadie a París: una fiesta que uno lleva consigo para siempre. La ciudad que el norteamericano descubrió en el periodo de entreguerras, les regaló a intelectuales, artistas y políticos el privilegio de interactuar con todo tipo de vanguardias. La París que vivieron Hemingway, Picasso, Modigliani, los Curie, Fitzgerald y tantos otros antes y después de ellos, ha sido un punto de encuentro, integración, asombro y transformación. Nos ha regalado la posibilidad de repensarnos y maravillarnos con su arquitectura, sus paseos interminables, su impronta artística y la nocturnidad sin límite que tan bien retrataran Cortázar en Rayuela y Woody Allen en Midnight in Paris. Pero la naturaleza de una ciudad de brazos y mentes abiertas a la novedad artística, política y científica, también ha experimentado las sombras de los tiempos, sofocada por la opresión y las guerras: la ocupación nazi o el régimen de terror del jacobismo extremo son solo dos ejemplos. Todo intento por instaurar una visión única en una ciudad hecha de diversidad y creatividad, ha derivado en capítulos que sumieron a los parisinos en el temor y la sospecha. Por suerte, París siempre logró liberarse de ese asedio apelando a sus ideales de libertad, igualdad y fraternidad.

Los ataques terroristas que sufrió la capital francesa el viernes 13 de noviembre de 2015 son una nueva ola de odio que busca someter a una ciudad de espíritu irredento. Es la repetición del mensaje que se envió primero con dedicatoria a los editores de Charlie Hebdo. Esta vez a una escala mayor, que no hizo distingo de lugares ni víctimas. Hombres, mujeres y jóvenes de diferentes nacionalidades, razas y credos fueron asesinados en nombre de una infamia disfrazada de guerra santa, que busca la perpetuación del ojo por ojo, en un ambiente tensionado por la guerra en Siria y la crisis migratoria europea.

Si con el asesinato de los trabajadores de Charlie Hebdo la discusión giró en torno a la libertad de expresión en las sociedades democráticas, ahora se trata de un llamado de guerra que atenta contra el sistema de libertades básicas. En ese sentido, el ataque a la ciudad donde se delineó la base de la declaración de los principios de Derechos Humanos es de un simbolismo macabro. Es como si quienes perpetraron los atentados fueran los emisores de un mensaje aterrador: nadie se escapa al poder de nuestra yihad. El receptor de este mensaje —la sociedad francesa— ha asimilado los golpes, porque sigue pensando que esos ideales de libertad, igualdad y fraternidad tienen un valor universal por los cuales vale la pena luchar. E incluso morir en su defensa. 

Los atentados fueron perpetrados con premeditación para causar la mayor cantidad de víctimas posibles, en sitios tan dispares como en la zona aledaña al Estadio de Francia —en el municipio parisino de Saint Denis— en pleno partido entre las selecciones de fútbol de Francia y Alemania, en la sala de conciertos Bataclan, en el restorán Petit Cambodge y en el bar Carillon. Todos estos puntos atestados de gente, en el inicio del fin de semana de una metrópolis moldeada por sus restaurantes, cafés y por los eventos culturales y deportivos que son tema de conversaciones perennes entre buenos contertulios. 

Esa geografía de la tragedia muestra a París como una ciudad viva y de una riqueza temática impresionante. Su vena deportiva le ha permitido albergar juegos olímpicos, ser sede de Roland Garros y de la llegada del Tour de France. También de la final de dos Mundiales de fútbol, uno de los cuales vio a Les Blues coronarse campeones en 1998 en el mismo estadio en que se escucharon varias detonaciones terroristas. París es además punto obligado de visita de artistas del mundo entero. Es una ciudad abierta a la experimentación, en donde salas de conciertos como Bataclan albergan una diversidad inagotable de tendencias musicales. En ese recinto se han presentado en plenitud de forma Lou Reed, Prince, Jeff Buckley, Oasis y, durante el día del atentado, Eagles of Death Metal.

Ni qué decir de su gastronomía. Sus chefs y su reputación culinaria son un referente ineludible a nivel global y un polo de atracción para una oferta que siempre encuentra una demanda ávida. Cocineros de todo el mundo llegan a París para aprender el arte refinado de sus postres y la perfección de sus platos y entradas, buscando ese Nóbel culinario que son las estrellas Michelin. Y los bares y cafés, con sus mesitas en dirección a la calle, reflejan esa necesidad voyerista de disfrutar lo que la vida regala como experiencia visual enriquecedora. Tomarse un pastis, un rouge o un démi en Montmatre, en Saint Michel o en el barrio Latino, permite que las conversaciones estén impregnadas de ese espíritu de maravillarse ante lo que venga: joie de vivre.

París ha sido víctima de una fiesta macabra, donde el estallido de granadas fue la música de fondo. Tal como en otros capítulos de su historia, la quieren arrastrar por los despeñaderos de la irracionalidad, del temor cerval, de la aquiescencia ante el ejercicio de un poder amedrentador que usa la violencia para aleccionar. Debido a la intimidación creciente que ha experimentado, el problema más grave es que haya varias concesiones. 

De hecho, poco antes de los atentados terroristas recientes, los franceses eran el país europeo más reacio a conceder asilo a los refugiados por temor a que entre ellos arribaran nuevos yihadistas a suelo galo. Puede que Francia y Europa paulatinamente dejen que ese miedo les lleve a reducir el ámbito de los derechos que dicen defender, enarbolando la bandera de la lucha antiterrorista extrema en la forma de un socavamiento al libre tránsito en la Unión Europea y de una política migratoria aún más dura. 

Esa fiesta que te acompaña que es París, una vez más, está en riesgo de terminar sumida en el apagón de la sospecha y el temor. En un clima de crecientes tensiones inherentes al tema migratorio entre ciudadanos de la UE, la irresoluble ola de refugiados, las aristas perversas del conflicto en Siria y el alza de los apoyos a los partidos de derecha xenófoba, el peligro es que en ese contexto, los ataques de ese negro viernes de noviembre de 2015 gatillen que París, Francia y Europa entren en una espiral de supervigilancia policial y xenófoba que no encuentre retorno. Y que incluso sea el inicio del fin de esa construcción política que es la Unión Europea. 

Bajada

¿Puede la más cosmopolita de todas las ciudades sumirse en el provincianismo más reacio?