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Fotografía de Miles Cave bajo licencia CC BY-NC-ND 2.0

¿Y ahora?… ¿Y ahora?…. ¡¿Y AHORA?!

—Abdalá Bucaram

Llevo dos años batallando con un  proyecto cinematográfico que no aún no encuentra financiamiento. En el transcurso me he hecho las mismas preguntas que se habrán hecho otros en mi situación: qué quieren los jurados, qué quiere el público, qué el Internet, qué quiere la televisión. Que el proyecto es muy popular para festivales pero muy intelectual para las salas, que la televisión no exige subir sino “bajar” la calidad, que el Internet censura desnudos, que los jurados no ven bien que una misma persona dirija y actúe. Estoy mareada. Estoy cansada. Ya mismo cumplo 30 y no he hecho esa película. Hacer cine no es fácil. El dinero para hacerlo por lo general suele venir del Consejo Nacional de Cine, institución que, bajo ciertos criterios, promueve cierto tipo de cine, cierta estética. Por otro lado está la demanda del público, que, según dicen, cada vez ve menos cine ecuatoriano. Los proyectos cinematográficos se ven  afectados y en cierta medida, alienados,  por estos deseos. Los deseos del Otro. De un otro imaginado. Intuimos, elucubramos, y como en la fábula de El traje del emperador sostenemos esas creencias hasta que se vuelven verdades. Verdades que atraviesan nuestras películas.

Primer traje: sentir el deber (consciente o inconsciente) de representar al país…

«El horror real es una estúpida máscara que ríe, y no el rostro distorsionado y sufriente que oculta»

—Slavoj Zizek

Dilemas del cine ecuatoriano. Los problemas del cine ecuatoriano. El cine ecuatoriano. Todos estos títulos dan sueño. Marean. Se ha hablado tantas veces, en tantas mesas redondas, en tantos foros nacionales e internacionales.

¿Existe el “cine ecuatoriano” o solo hay películas ecuatorianas?, ¿qué caracteriza a “nuestro” cine? ¿Qué espera el Estado del cine ecuatoriano?

Se han dicho muchas cosas, una de ellas es que el Estado da prioridad a películas que representan —o quieren representar— al país, a la cultura, a la idiosincrasia. Películas que hablaban de identidad nacional. Pero, ¿cuál es la identidad nacional? En realidad la pregunta es qué es la identidad nacional. ¿Cómo se representa?. Nada mata tanto a un hombre como estar obligado a representar un país, dijo Jaques Vaché.

La relación entre cine e identidad siempre ha sido compleja.

Hay películas que se han propuesto hablar de la ecuatorianidad, o quizá, retratarla en toda su dimensión. ¿Lo han logrado? No lo sé. Son buenas películas pero no creo que representan la ecuatorianidad, sino una forma de ecuatorianidad.

Quizá algunas de ellas, sin querer —y debido justamente a esta necesidad de representar a su país— cayeron en estereotipos, en películas que por el afán de ser un retrato fiel sobre el país terminan siendo una postal. Y es que proponerse representar todo un país, toda una cultura es una responsabilidad enorme, tan grande, que deja sin aliento.

 Al final de la película Blak Mama de Miguel Alvear y Patricio Andrade,  hay una secuencia de tres planos que de alguna manera sintetiza este problema.

Plano uno (tesis):  Bámbola, I dont dance y Blak —los tres personajes principales— caen rendidos al suelo.

Plano dos (antítesis):  Los personajes yacen en el suelo, en la misma posición. Esta vez desnudos. Por primera vez se los ve sin la ropa que los ha caracterizado durante el film (en esta película el vestuario es el personaje).

Plano tres (síntesis): La ropa conserva aún la forma que hace un momento tuvo sobre los cuerpos. El ser se esfuma, persiste su traje. La vestimenta es más poderosa que el cuerpo. La máscara más fuerte que el rostro.

Concebir la identidad como algo estático es peligroso. Caer en el acto inconsciente, ciego, de utilizar símbolos que ya no simbolizan, representantes que ya no representan, significantes que ya no significan. La crisis del representante que ya no soporta a su representado se ve claramente en otra escena de Blak Mama en la que el escudo nacional vomita. El significante ya no soporta a su contenido vacío. Muere el sujeto, persiste el traje. Un traje que miente. Que dice ser lo que  ya no es. Una flecha que ya no conduce a ningún lugar, sino al vacío.

¿Cómo se representa una identidad, una cultura, un país, si no se es capaz de representarse a uno mismo? Quizá uno de los riesgos más grandes que corre el cine ecuatoriano —tal vez porque es un cine emergente— es que el deber (a veces consiente, otras inconsciente) de “representar un país” acabe con la voz del autor.

Representar un país no es el problema: proponerlo como principal objetivo, sí. La cultura no es una opción, es una fatalidad. Una película es una mirada que inevitablemente develará parte de una identidad, una voz que empieza a hablar para preguntarse —más allá de la intención del cineasta en particular— quiénes somos, o mejor dicho, quiénes vamos siendo.  

Sucede en la historia que los espacios que alguna vez fueron de libertad terminan convirtiéndose en nuevas camisas de fuerza. Sucedió con el “realismo sucio” (tendencia por la que bastantes películas ecuatorianas estuvieron influenciadas) el cual alguna vez fue un espacio de denuncia pero luego se convirtió en otro paradigma, además, ligado al poder. De esto, Luis Ospina y Carlos Mayolo, dicen:

Si la miseria había servido al cine independiente como elemento de denuncia y análisis, el afán mercantilista la convirtió en válvula de escape del sistema mismo que la generó. Este afán de lucro no permitía un método que descubriera nuevas premisas para el análisis de la pobreza, sino que, al contrario, creó esquemas demagógicos hasta convertirse en un género que podríamos llamar cine miserabilista o porno-miseria.

 Este mismo fenómeno se da ahora con el cine contemplativo, el cual, alguna vez nació como resistencia al poder, y ahora es la nueva camisa de fuerza.

Segundo Traje: Los nuevos mandamientos del cine de autor.

Cuando me gradué del Instituto Superior Tecnológico de Cine y Actuación (el Incine) hubo un festival para principiantes en el que uno de los mayores atractivos era una sesión de pitching de prueba. Fue ahí donde un compañero y yo debutamos como pitcheros. Seguimos todos los consejos al pie de la letra. Cuando llegó el día, aparecimos vestidos muy elegantes, él con gel y terno, yo con vestido. Nos fue pésimo.

Una suma de problemas técnicos, más el pánico escénico y los nervios innatos que me caracterizan, hicieron que acabe llorando ante el jurado (que, por supuesto, estaba formado por vacas sagradas reales). Lo que vino después fue tenaz. Salir de la escuela de cine es darse cuenta de que el cine ya no es rodajes ni inspiración ni pasión, o más que eso, ni si quiera es algo real: se convierte en papeleo, burocracia, lobby, pitch; hoy en día “hacer cine” es mucha gente que habla de hacer cine, que muestra carpetas perfectas, teasers filmados con cámaras ultra modernas. Este entorno que rodea al cine está muy ligado al Poder.

Los festivales, los pitch, el lobby, son todos espacios de élite. Si el cine se ha convertido (o tal vez de alguna manera siempre ha sido) un oficio que va de la mano del Poder, el Consejo Nacional de Cine es la institución que encarna esta relación. Quizá por eso la incidencia del Consejo Nacional de Cine es tan determinante en el destino de los proyectos. Más allá del aporte económico, recibir (o no) los fondos del CNC tiene un valor simbólico: significa ser reconocido ante El Estado. Ser aprobado por el Ojo de Dios. Es el Estado quien determina quién es cineasta y quién no.

Por eso el hecho de recibir (o no) los fondos del Estado otorga un lugar simbólico en el que se determinan roles profesionales. Se divide a la gente que hace cine en dos (o quizá más) grupos: “los mismos de siempre” (así han dominado con una dosis de resentimiento los que nunca ganan en el CNC a los que son reconocidos por El Padre) y los otros: cine guerrilla, cine bajo tierra, entre tantos. Pero, ¿cuál es el criterio del Estado? Aunque no podremos saber a ciencia cierta, y a pesar de que cada jurado está conformado por seres humanos con distintas historias y a veces, distintos criterios, he visto que uno de los puntos que más valora el jurado es la capacidad de los proyectos de encajar en festivales.

Un festival es un espacio perfecto para alguien que hace cine: es una mini comunidad de cinéfilos, de gente que hace cine y que le importa el cine. Sin embargo, son circuitos pequeños que no están destinados ni pensados para el público. Si en épocas pasadas el cine de autor nació como forma de resistencia, hoy  se ha convertido en otro sistema de poder: Lo hacemos para satisfacer el gusto sofisticado europeo. Cannes, Locarno, San Sebastián, La Orquídea, son espacios para el cine independiente que imponen nuevos estándares.

El nuevo cine de autor dicta en silencio sus mandamientos:

1. No serás barroco: Ser barroco es el principal pecado del cine moderno, independiente, de autor. La sobre carga de elementos (que viene de la cultura popular) no es aceptada en un estándar que viene de la tradición europea minimalista en la que menos es más.

2. No entretenerás: Entretener es la palabra a la que más le tememos los intelectuales. Preferimos aburrirnos. Luchar para no dormirnos en la sala. Descifrar planos prolongados.

3. No hablarás: El exceso de diálogos recuerda a la estética de las telenovelas. Y el melodrama es un género popular, opuesto a la estética contemplativa. Una de las primeras cosas que te dicen en las escuelas de cine, los jurados y los críticos de hoy es: “no uses diálogos, si puedes decirlo sin palabras, mejor. El cine es imagen”. Si, es imagen, pero también es sonido, y una de las partes más bellas del sonido es la palabra. Si bien es cierto que el diálogo fácil puede suprimir la acción, la solución no es eliminar la palabra, sino construir diálogos, pues por miedo a hablar de más, corremos el riesgo de no decir nada.

4. No sobreactuarás: La sobreactuación viene del teatro, tendencia que el cine naturalista desprecia. Hasta se ha reemplazado al actor por este oxímoron:  “actor natural”. Si existe un actor natural,¿ existe también un “director natural”?, ¿Un sonidista natural?. Entiendo y me atraen proyectos innovadores con no-actores, pero el término “actor natural” me parece un desacierto. Se habla de sobreactuar, pero nadie ha hablado de subactuar.

5. No serás pornográfico (el mensaje está entre líneas): Si bien es cierto que todo lenguaje se sostiene por la tensión entre lo que se muestra y lo que se oculta, muchas veces se corre el riesgo de ocultarlo todo. Ser pornográfico también es una estética. ¿Por qué no mostrarlo todo? Sugerir, no decir, puede ser otra camisa de fuerza. A cuento de sugerir también pueden surgir historias débiles sin argumento que pasan por “historias mínimas” .Para que el mensaje esté entre líneas”, primero deben existir las líneas.

6. No serás “efectista”. ¡Eso es de los gringos!: Mientras más lento sea el montaje, mejor. Las disolvencias, efectos de transición, son consideradas herramientas de mal gusto, propias del lenguaje popular.

7. No usarás trípode ni moverás la cámara (a menos que sea con las manos y temblando): Sacrilegio en el cine arte de autor. A veces, hasta  cortar el plano. Cineasta independiente que se respeta ha hecho su plano secuencia.

8. Aburrirás al espectador, pero él no lo sabrá (o hará como que no lo sabe): Los mandamientos del cine de autor son silenciosos, se parecen al traje invisible del emperador: parten del principio de hacer parecer inteligente al espectador, quien inventa un traje (en este caso película) que a veces no hay.

Tercer traje (no tan invisible): Viejos mandamientos del cine comercial (y la televisión nacional).

Si el cine de autor cree que el espectador es un genio, el cine comercial y la televisión nacional parten del principio contrario: creen que el espectador es idiota. Y lo tratan así. Los mandamientos aquí no son nada invisibles. Y todos los conocemos. Podría ser la lista de arriba, pero al revés: entretenerás a costa de lo que sea: siendo machista, homofóbico, racista. Serás efectista: no importa la historia, de hecho, puedes sostener un guión vacío a punte efectos audiovisuales. Hablarás: a costa de lo que sea y de lo que sea y en la tonalidad que sea (y no dirás nada). No moverás la cámara: en la televisión nacional no hay concepto de desglose de planos. La cámara fija hace un encuadre único en el que los “actores” entran y salen de cuadro de diez en diez.

Podría seguir hablando de los innumerables errores de la televisión nacional pero creo que todos ya los conocemos. Cuando empezó el gobierno de Rafael Correa y anunciaron la Ley de Comunicación creí que, al fin, habría una ley que prohibiera que estos contenidos que se transmiten a diario y que son la mayor arma que construye la cultura. Pero eso no pasó. La censura se fue por otro lado.

Hace unas semanas Luis Miguel Campos, quien ha trabajado años en televisión, escribió algo importante en su cuenta de Facebook:  

Tuvieron que pasar decenas de años para que aprendiera una única lección: que soy un inútil, porque no sé salpicar caca pensando que los “pobres” se solazan con su mal olor y sabor. Pero desgraciadamente esa es una premisa en la televisión ecuatoriana. Hace un par de años, no más, un producto fabricado con inmenso amor y calidad fue rechazado por considerárselo “muy fino”, imposible de ser digerido por los “pobres” del Ecuador que están acostumbrados a consumir basura. El público también tiene su gran dosis de culpa: tantos años consumiendo mierda pasivamente le ha hecho creer eso que la TV nacional tanto valora: que el ecuatoriano tiene mal gusto y así hay que dejarlo porque encima da plata.

Si el público quiere mierda, hay que producir mierda, pero el público quiere mierda porque le dan mierda. Estamos inmersos en un círculo vicioso. Atrapados en medio de dos tendencias opuestas y herméticas: el cine contemplativo y su público de élite, y el cine (y la televisión y la web) comerciales y su público idiotizado.  Nada de esto va a cambiar a menos que alguien haga algo radical.

Estoy confundida. Los festivales quieren cine contemplativo. La televisión quiere el Combo Amarillo. El Internet quiere Enchufe T.V. (O En4).  Y yo, ¿qué era que quería? Hacer la película que yo quisiera ver.

Bajada

(Entre Locarno y El Combo Amarillo)