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Ilustración de Daniela Mora

La pelota venía alta, siguiendo su ruta parabólica, rumbo al área argentina. Tras ella corrían un defensa albiceleste y uno de los delanteros más potentes que ha dado el fútbol ecuatoriano: Lupo Quiñónez, el tanque de Muisne. En la carrera había mucho de desesperación: era el camino a una cita ineludible con una historia que podía cambiar en fracciones de segundo. Quiñónez parecía una locomotora desrielada con la que nadie quería chocar. Llegó con la pelota dominada y burló al arquero campeón mundial de 1978, Ubaldo Fillol, que lo tumbó. Penal para Ecuador. 

Faltaban pocos segundos para el final de un partido empatado por un gol del propio Quiñónez y otro del argentino Ramos. El árbitro boliviano Óscar Ortubé recibió los reclamos albicelestes pero su fallo era inapelable. Hans Maldonado, lateral de El Nacional, venció al Pato Fillol con un tiro rasante al lado izquierdo del portero. Dos a uno a favor de Ecuador en pleno tiempo de descuento. Lo que yo atestiguaba, con once años de edad, era la primera victoria ecuatoriana ante una de las tres selecciones sudamericanas más poderosas. Y, además, de visita. O, para ser más precisos: la victoria que habría sido.  

Lo que vino después fue un recordatorio de que —al menos en el continente de la Conmebol de Leoz, Grondona y Havelange— la historia pesa demasiado. Fueron cinco, diez, quince minutos adicionales. El partido se extendió inexplicablemente hasta que la pierna de un defensor ecuatoriano trancó a un delantero argentino. Penal. Gol de Burruchaga. Fin del partido. El árbitro quería escabullirse. Y un nudo en la garganta para los fanáticos ecuatorianos mezcla de ilusiones rotas, injusticia y una actuación que invitaba a soñar.

En la Copa América de 1983, que se jugaba en etapas de grupos con un partido de visita y local ante sus rivales, al Ecuador le tocó bailar con las más bonitas —que son siempre las que te hacen ver más feo: Brasil y Argentina. Ante los cariocas acumulamos una apretada derrota de 1-0 en Quito y un humillante 5-0 en Goiania. En cambio, ante los argentinos, dirigidos por primera vez por Carlos Bilardo y alineando a futuros campeones mundiales como Pumpido, Brown y Burruchaga, empatamos en Quito — luego de estar perdiendo por 0-2 con tantos de Jorge Burruchaga— 2-2 (Vásquez y Vega). Ecuador había jugado muy bien sus partidos como local, en los que mereció mejor suerte, pero la goleada en Brasil hacía presagiar una debacle similar en Buenos Aires. 

Esa historia oscura precedía a ese verdadero milagro luminoso que era la victoria-que-fue-empate de la selección ecuatoriana en el Monumental de Núñez ese 7 de setiembre de 1983. Un equipo eliminado como el nuestro, con un esquema híperdefensivo, lograba contener los embates argentinos como si se tratara de una cuestión de vida o muerte. Había algo de heroico, de corajudo, de rebelde, en la actitud de un equipo que no estaba en ese campo de juego para cumplir con el trámite irremediable de la eliminación, sino que apostaba a jugarse el pellejo con tal de torcerle el pescuezo a la historia.

Esa noche no pude dormir. La imagen de un partido interminable e inolvidable rondaba en mi cabeza como un ave carroñera. La rabia, también. Los diarios locales y los programas deportivos de radio y televisión canalizaron esos sentimientos. La furia nacional llegó a extremos macondianos cuando desde la Presidencia de la República se solicitó declarar al árbitro boliviano Ortubé “persona no grata”. El voto unánime del Congreso fue una suerte de escarnio absurdo que no cambiaba la historia, pero que funcionó como un placebo para la buena consciencia nacional.

El punto fundamental de esta “historia de la victoria que habría sido”, al menos para mí, era la necesidad de saldar la deuda que inauguraba ese empate amañado y empezar a cambiar nuestra historia futbolística plagada de derrotas y eliminaciones a nivel de selecciones. Esa victoria-que-fue-empate en Buenos Aires no nos hubiera llevado a ninguna parte (estábamos eliminados) pero al menos iba a comenzar una, hasta entonces, casi inexistente historia de finales felices, que con los años y por un proceso exitoso, iban a llegar más a menudo y con resultados concretos, como nuestras tres clasificaciones a los Mundiales de 2002, 2006 y 2014.

Hubo otro episodio de matices muy similares a los de 1983. A mediados de 2008, luego de un inicio horrible en las eliminatorias mundialistas para Sudáfrica, la selección ecuatoriana visitó al mismo Monumental bonaerense. La selección nacional venía recuperando cierto orden y efectividad de la mano de Sixto Vizuete, pero la visita a la selección gaucha sonaba a derrota segura. Aquella vez no fue un monólogo de ataques albicelestes que se enfrentaron a un paredón tricolor, sino el planteo de un inteligente esquema de juego nacional que neutralizó a los argentinos y generó ratos de buen fútbol. La fórmula pareció dar frutos cuando Patricio Urrutia nos puso adelante en el marcador con un golazo en el minuto 69. Pero Rodrigo Palacio se encargó de inventar un déjà-vu, con un tanto agónico en el minuto 93, en un alargue de cuatro minutos decretado por René Ortubé, otro juez boliviano de igual y trágico apellido que el de 1983. Otra vez: casi. 

Todo hasta el 8 de octubre de 2015. Treinta y dos años después de esa larga noche que dejó a un niño de once años masticando rabia y desilusión, la cuenta pendiente se saldó. La tricolor de Gustavo Quinteros inauguró un esquema de juego que ningún seleccionado ecuatoriano ha implementado en territorio argentino. Con una actitud que hizo recordar a los equipos de 1983 y 2008, Ecuador buscó a su rival en su propio campo, intentando atacarlo y hacerle daño durante los noventa minutos. No se trató de contener heroicamente al contrario, como en 1983, o de maniatar ordenadamente el mediocampo, como en 2008, sino de pelearle  la pelota al rival desde la salida, hacerlo fallar, y superarlo por las bandas para generar ocasiones de gol.

Ese cambio de paradigma fue lo que matizó un partido que, hasta el minuto 80, parecía iba a repetir el libreto de victorias morales. Yo pensaba en la maldición de empates contra Argentina en Buenos Aires que me había perseguido desde los once años. Hasta antes del gol de Frickson Erazo, se fallaron ocasiones por desprolijidades en el toque final —elocuentes en el caso de Miller Bolaños. Pero el frentazo del defensa de Gremio de Porto Alegre pareció ponerle justicia a un encuentro en que los ecuatorianos fuimos los que impusimos el timing y la agresión. Si bien todo el equipo contribuyó para hacer realidad el plan de juego, el aporte de Antonio Valencia fue monumental y decisivo. 

Su presencia gravitante quedó materalizada en ese pique del minuto 82. Me recordó al de Lupo Quiñónez en 1983, pero esta vez con un final tan felizmente irreversible como sanador, cuando su pase encontró el botín de Felipe Caicedo para tocar las redes del arco de Romero.

En esos últimos minutos no apareció el fantasma de Ortubé. Ni el de una Conmebol cuya lógica mafiosa se vino abajo por las causas judiciales que enfrentan sus exmandamases. El tiempo transcurrió tranquilo en su camino inexorable hacia el fin del partido, con unos “ole, ole” que me hubiera gustado corear hace 32 años, pero que bien valen la pena pronunciar ahora, como un nuevo mantra, en honor a todos los fanáticos y jugadores ecuatorianos —sobre todo a Lupo y a sus compañeros de la selección de 1983. Seguro que ellos sintieron que las cuentas pendientes con la historia, en un momento luminoso como el del jueves 8 de octubre, finalmente se ajustan. 

 

Bajada

Treinta y dos años después de un robo arbitral, por fin pudimos ganarle a Argentina en el Monumental de River