Una vez entré por error a la oficina de un directivo de Coca-Cola en Ciudad de México. Apenas me vio, el tipo se alteró. Empezó a cerrar ventanas de su PC a toda prisa. Quince años atrás, esa reacción me hubiera sugerido que en la pantalla estaba desplegada la fórmula secreta de la bebida. Pero esto ocurrió hace poco tiempo. Lo que el hombre hacía era revisar Facebook.

Hay gente que siente culpa de perder el tiempo pagado por las empresas en un mundo donde la procrastinación tecnológica parece haber pasado de desorden a patología endémica. En una era en que buscamos significados nuevos a todo lo viejo, el procrastinador ha reemplazado al perezoso y al irresponsable. Y si lo maneja bien, hasta puede resultar cool.

Los procrastinadores tecnológicos somos primos hermanos de quienes pagan los impuestos el último día de vencimiento o revientan de juerga los veinte días previos al examen final de Medicina.

La esencia de la procrastinación no ha cambiado. Verduleros, amas de casa, periodistas o ejecutivos, todos hallamos algo urgente que hacer para postergar lo importante. Elegimos volvernos triviales, vivir en el mundo líquido del filósofo Zygmunt Bauman. Estamos en la era de sentimientos tan inestables que nunca cristalizan, dice Bauman. Nuestra sociedad no puede mantener la forma y el rumbo por mucho tiempo. Perdemos los anillos enseguida.

Responsabilidades y decisiones son casi inmorales para un procrastinador. Puede más el placer que la obligación. Y cada vez precisamos movernos menos de la silla para perder mejor el tiempo: Facebook nos regaló una comunidad inmediata y Twitter le metió octanos.

Procrastinar es el camino a una nueva versión del cuarto de hora de fama warholiano: nada más urgente para un procrastinador que atender a su propio grupo de cuatrocientos aduladores comunitarios con quienes compite por el chiste más festivo, presuntuoso o listo.

Sin ir más lejos, hace un tiempo, Carl y Dorsey Gude, los padres de una familia de Michigan, comenzaron a responder sus emails durante el desayuno en casa. El resultado fue el final del desayuno: los hijos ya no salen de sus cuartos pues ¿para qué sentarse a la mesa si nadie comparte nada? Su primera actividad matinal, según contó la familia a The New York Times, es revisar los posts de sus redes sociales, enviar mensajes de texto y encender los videojuegos. Comen sobre el colchón.

—No soy dueño de mi tiempo —es la excusa preferida de un amigo.

La procrastinación es adictiva. Yo mismo sé que mejor es acostarse temprano para levantarme con la cabeza fresca a escribir. Y también sé que puedo escribir a buen ritmo hasta las dos de la mañana. Pero a la noche he elegido demasiadas veces morir de la risa con el Late Late Show de Craig Ferguson en la tele y, cuando la neurona pide descanso, desafiar a mis amigos a cruzar palabras con el WordChallenge. En una época, incluso, coseché plátanos y coles en el FarmTown de un turco de Düsseldorf a las cuatro de la mañana.

A cada minuto descanso menos, pienso mal, me concentro peor. Todo para escapar al inevitable momento en que debo trabajar.

Escribir este texto ha sido mi penúltima batalla. Abrí una página de Word por la mañana, dispuesto a todo. De inmediato decidí poner un tema del cuarteto DeVotchka para acompañar la inspiración. Más tarde, la TV para relajarme. Revisé los emails hasta el mediodía y para las dos ya había ganado dos puestos más en CandyCrush. Almorcé largo con un amigo y finalmente me senté frente a mi Mac Air, a las cinco, en silencio y concentrado.

Pero entonces recordé el nombre olvidado de la canción de Liam Finn que quería escuchar hacía tiempo y, reprochable actitud, que no actualizaba en Facebook desde el día anterior.

—No soy dueño de mi tiempo.