El mundo se quema todo el tiempo. Los incendios son parte de procesos naturales, que tienen efectos en los diferentes ecosistemas. En África, por ejemplo, la semilla fynbos sólo crece porque ha sido calentada por el calor del fuego. La naturaleza usa los incendios como una forma de regenerarse en épocas de verano, o cuando el clima es muy caliente y se necesita crear las condiciones adecuadas para que otros frutos crezcan. Esto funciona en grandes áreas, donde árboles y plantas crecen en espacios abiertos. Si se queman unas quinientas hectáreas en una zona de quinientos mil millones, el impacto ambiental es mínimo. Pero si se queman cerca de trescientas mil en un ecosistema cerrado de cerca de tres millones de hectáreas, los problemas ambientales se agravan. Ese es el caso del Distrito Metropolitano de Quito.

El escenario perfecto para que se desarrolle un incendio incluye mucho viento, un fuerte sol, pocas lluvias y, como en el DMQ, muchos pinos y eucaliptos. Estos árboles introducidos en Ecuador por los españoles y por García Moreno en el siglo XIX —porque le parecían bonitos— secan la tierra, absorben todo el agua a su alrededor y, además, botan hojas con un aceite altamente inflamable. Todos estos componentes hacen que los incendios sean muy probables en la zona y, sobre todo, en los últimos cuatro veranos que han alcanzado los 27º centígrados. Pero en 2015, el cien por ciento de los incendios en el verano fueron provocados por personas, intencional o accidentalmente. El incendio en el cerro El Auqui —60 hectáreas—, cerca del barrio La Floresta, al norte de Quito, fue un accidente: unos vecinos quemaban basura hasta que las llamas se les salieron de control. El del cerro de Guápulo fue provocado por quince pirómanos que ya han sido arrestados. Las otras zonas que fueron afectadas fueron Lloa, Puembo, San José de Minas, El Quinche y Chiriboga. El problema, sin embargo, va más allá del instante en que se encendió el fuego.

En el DMQ hay 27 bosques y parques protegidos. En ellos viven casi dos mil trescientas especies de plantas vasculares —que tienen raíz, tallo y hojas—, más de cien especies de mamíferos y cerca de quinientas de aves. Después de un incendio, la tierra es afectada físicamente porque todo está chamuscado y las especies de flora y fauna que habitan ese lugar mueren o, si pueden, se esparcen a otras zonas. Pero en ambientes encarcelados como los del DMQ, es difícil que sobrevivan. No hay un registro exacto de cuántas plantas o animales murieron en los incendios de 2015. Según el docente investigador de la Universidad San Francisco de Quito, Diego Cisneros, la mayoría murieron porque no tienen a dónde ir. Por ejemplo, en el caso de la quebrada de Guápulo las especies como los conejos o las raposas no tienen lugares para escapar: por un lado está la calle Gonzáles Suárez y, por el otro, el pueblo de Cumbayá. Todo es ciudad y edificios de concreto. Las semillas no tienen dónde crecer y las especies rurales corren peligro en las zonas urbanas. En estos rapidísimos cambios de hábitat —con más de 250 incendios— no hay quien evolucione o crezca.

Para 2010, Ecuador estaba por debajo del índice recomendado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) de áreas verdes por habitante. Según datos del INEC, cada habitante tiene 4,69 metros cuadrados cuando debería haber nueve. Sin embargo, en el DMQ las áreas verdes correspondían  a 20 metros cuadrados por habitante. Un lujo que muchos ignoran. Cisneros cree que el mayor problema es que las personas no ven cuánto valen esas áreas verdes en la mitad de la ciudad. Reconoce que hay muchos incendios que ocurren de forma natural y que eso, hasta cierto punto, es bueno porque muchas plantas crecen con la ceniza —un nutriente frágil pero necesario—, pero que el área del DMQ no puede soportar incendios de esta magnitud cada año.

Para evitarlos, es clave lo que hagan los ciudadanos. No es solo reportar un incendio. Las personas deben entender que no se debe quemar basura en zonas secas y  que no se debe botarla en el río —como el Chiche— porque un vidrio arrojado puede funcionar como un concentrador de luz y causar que una fuerte hojarasca se prenda. Todo está en reconocer el valor que tienen las matas, los árboles y los pajonales que, a fin de cuentas, permiten que las personas tengan alimento y agua para beber. Ahora, las áreas quemadas por los incendios en Quito tienen que ser reforestadas inmediatamente pero no con eucaliptos y pinos sino con especies nativas —como guayabos, palmas quiteñas, puma-maquis, o el motilón—. Si no se detienen los recurrentes incendios de los últimos años, Quito se ahogará en su propio humo.