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Jesse Owens fue víctima de más racismo en Estados Unidos que en la Alemania Nazi. El atleta afroamericano –conocido por su velocidad como el Antílope de Ébano— participó en las Olimpiadas de Verano de Berlín en 1936 durante el Tercer Reich. Después de ganar una medalla de oro y establecer un récord mundial en los cien metros planos con un tiempo de 10.3 segundos, Owens debía competir en salto largo contra el campeón europeo, Carl Ludwing “Luz» Long. Nacido en Leipzig en 1913, Long medía 1,84m, era musculoso (pesaba 72kg), rubio, de ojos azules y piel blanca: el prototipo de “pureza aria”. Owens era lo que Hitler llamaba “razas subhumanas”.  Ambos eran los favoritos para triunfar en la final pero antes debían calificar con una marca mínima de 7.15 metros. La vida de ambos quedaría marcada por esa Olimpiada.

En su primer intento, Long clasificó a la final. Owens sintió la presión: sus primeros dos saltos fueron anulados por los jueces. Antes de su última oportunidad, Long se le acercó y le dijo que el truco era iniciar el salto veinte centímetros antes del límite establecido. Owens quedó perplejo por la ayuda de su rival, tomó el consejo y logró un salto de 7.64 metros: Ambos competirían esa misma tarde por la medalla de oro.

Se enfrentaron en seis rondas. Para la cuarta seguían empatados. Todo se definió en la última. Owens saltó e impuso un nuevo récord mundial de 8.06 metros, Long saltó 7.87 metros. El primer hombre en felicitar al norteamericano fue el alemán. Long lo abrazó, mientras Hitler y el alto mando alemán lo observaban. En ese momento nació una amistad que trascendió los prejuicios de sus países y tiempos, e incluso una guerra mundial. “Puedes derretir todas las medallas y trofeos que tengo y no se compararían nunca a la amistad de veinticuatro quilates que sentí por Luz Long”, dijo Owens años más tarde. Nunca más se volvieron a ver, aunque mantuvieron una correspondencia hasta 1942, cuando Owens recibió la última carta de Long:

Mi corazón me dice que quizás esta sea la última carta que escriba en mi vida. Si así fuera, te ruego que hagas algo por mí. Cuando la guerra acabe, por favor, viaja a Alemania, encuentra a mi hijo y explícale realmente quién fue su padre. Háblale de los tiempos en los que la guerra no logró separarnos y dile que las cosas pueden ser diferentes entre los hombres de este mundo. Tu hermano, Luz.

Long no obtuvo inmunidad deportiva como muchos de sus compañeros alemanes, y tuvo que ir a la guerra. Tal vez fue producto de haber demostrado al mundo entero la falacia del nazismo. Un año más tarde del envío de esa carta su presentimiento se hizo realidad. El 13 de julio de 1943, Long murió por las heridas recibidas durante la reconquista aliada de Sicilia en Italia. 

La vida de Owens, marcada por la competencia de 1936, tampoco sería fácil. De regreso en Estados Unidos, enfrentó el mismo racismo y la discriminación a la que, se suponía, el régimen nazi lo había sometido. “Cuando regresé a mi país, tras todas las historias de Hitler, igual no podía sentarme en la parte delantera del bus. Siempre tenía que salir por la puerta trasera” —escribió Owens en su autobiografía— “No podía vivir donde yo quería. Sí, Hitler no me dio un apretón de manos pero tampoco me invitaron a la Casa Blanca para saludar a mi Presidente”. Owens regresó a un país donde las leyes de Jim Crow imponían —desde 1890— una segregación racial y discriminación institucional. Según el censo estadounidense de 1940 un afroamericano ganaba 40% menos que un hombre blanco. Para el mundo Owens era un un atleta de primera, en su país era un ciudadano de segunda clase. 

Owens sabía que tenía que aprovechar de la fama que obtuvo con sus cuatro medallas de oro en las olimpiadas. Buscó auspicios, pero hasta el Acta de Deportes Amateur de 1978, la Federación de Atletismo de Estados Unidos prohibía que los atletas amateurs ganen dinero. El Antílope de Ébano fue expulsado del atletismo por haber buscado esos patrocinios, y se le prohibió competir en cualquier tipo de evento oficial e incluso las olimpiadas. Para mantener a su familia se convirtió en una atracción casi circense: viajaba de pueblo en pueblo compitiendo contra caballos, perros de carrera y hasta automóviles. Quienes lo aclamaron por su triunfo en Berlín, lo criticaron. “¿Qué se suponía que debía hacer? Tenía cuatro medallas de oro pero no se puede comer las medallas de oro”, dijo Owens durante una entrevista en 1971. Fue cuidador de un parque y conserje. Jugó con los Harlem Globe Trotters —un equipo de basquetball que hacían piruetas y coreografías mientras jugaban—, tuvo una lavandería y fue empleado en una gasolinera. Sus problemas financieros se agravaron cuando tuvo que declararse en bancarrota, y el gobierno lo acusó de evasión de impuestos. La vida del hombre a quien alguna vez llamaron El Hijo del Viento era una borrasca prolongada. 

En los años sesenta fue recordado por el gobierno estadounidense. Justo en la época de los derechos civiles liderada por Martin Luther King Jr., fue nombrado Embajador de Buena Fe del gobierno estadounidense. Su trabajo era viajar por el mundo y representar el deporte olímpico. Ahí fue otra vez el aclamado Jesse Owens, pero solo como un truco publicitario. Antes de morir a los sesenta y seis años de cáncer al pulmón, daba charlas motivacionales. 

Owens fue víctima de la intolerancia y discriminación racial. Su amigo Luz Long tuvo que marcharse a morir en la guerra por haberlo abrazado. Los dos recibieron un trato indigno pero no de sus enemigos nacionales, sino tal vez más en sus propio países. La biografía oficial de Owens suele relatar solo sus grandes triunfos e hitos deportivos. Long es un personaje que habita los extramuros de la memoria colectiva. Sin embargo, palabras de su carta final deben ser rescatadas como un recordatorio de que el mundo está dividido solo por construcciones culturales. 

 

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Bajada

Hace 102 años nació Jesse Owens, el campeón olímpico cuyo mayor reto fue el racismo.