Fotografía de Rasande Tyskar, Internazionale, bajo licencia creative commons BY-NC-SA 2.0. Con cambios.
Camino a mi oficina en la Universidad de Mánchester, unas estudiantes chinas se saludaban en mandarín de un extremo al otro de Oxford road, la vía que parte en dos al campus de una de las universidades más grandes e internacionales del Reino Unido. De repente, escuché un susurro: “fucking migrants”. Era un par de jóvenes universitarios británicos. Miraban a las asiáticas al hacer su brutal comentario. Pero, me parece que por extensión, se referían, también, al resto de nosotros, los migrantes en Gran Bretaña.
No había una pisca de afecto o de humor negro que pudiera moderar la frase. Era odio. Simple y flemático. Es un encono que se ha ido acumulando y propagando por Europa en los últimos años, especialmente tras la crisis económica de 2008. Ni siquiera un espacio de tolerancia y respeto como el universitario, ni el flujo de estudiantes extranjeros —el 18% de estudiantes en Reino Unido eran extranjeros en 2013— que ha mejorado las finanzas de las universidades británicas con ingresos netos por 3.9 mil millones de libras, han logrado atenuar una reacción tan visceral y profunda como esta.
Ese par de estudiantes tal vez no sepa que sus estudios son parcialmente financiados por los fucking migrants. A pesar de que los jóvenes británicos deben pagar sus matrículas, el costo podría ser mucho más alto si no fuese por los pagos —con matrículas mucho más costosas y, por lo tanto, dándole más holgura financiera a las universidades— que asiáticos, indios, árabes, africanos y latinoamericanos realizamos —dependiendo de la universidad y especialización, las matrículas son tres o cuatro veces más caras— para estudiar en Reino Unido. Ni siquiera el gobierno británico lo ha entendido. Hace un mes, se aprobó una disposición que obliga a los estudiantes extranjeros que no pertenecen a la Unión Europea (UE) a regresar inmediatamente a sus países de origen tras terminar sus estudios, impidiendo que se realice la transición al mercado laboral que sugieren las prácticas o primeros trabajos en los países donde se estudia. En otras palabras, eres aceptado para vivir mientras pagues. Nada fuera de eso.
La crisis migratoria que afecta a Europa en 2015 no es más que otro capítulo de la incertidumbre regional sobre qué hacer con los migrantes. Fucking migrants no son solo los que tienen otro color de piel o religión. También son los ciudadanos de la Unión Europea que gracias a la constitución europea tienen libre movilidad. Reino Unido, por ejemplo, quiere limitar el flujo de esta migración con derechos —particularmente polaca— a una cuota anual. Si los británicos votan que no quieren seguir en la Unión Europea —en 2017 habrá un referendo para decidirlo— para el resto de países miembros de la mancomunidad continental podría ser devastador. Se generaría un efecto en cadena —el siguiente en la fila es Grecia— que el resto de socios europeos temen porque obligaría a repensar nuevamente las condiciones de la unión, generando dudas sobre su sostenibilidad en el tiempo.
El gobierno conservador británico lo sabe. Desde que ganó las elecciones generales de mayo de 2015, ha intentado convencer a sus socios europeos de que si le permiten utilizar una política de cuota migratoria para los ciudadanos de la UE, muy probablemente se desactive la posibilidad de un “no” en el referendo. La propuesta británica es muy polémica porque choca con la naturaleza de la constitución europea que garantiza la libre movilidad como un derecho fundamental. A esta movida diplomática se suma una razón de política interna. El partido de la derecha nacionalista y xenófoba de Reino Unido, el UKIP, fue la tercera fuerza en las elecciones de mayo, con cerca de 4 millones de votos. El gobierno del primer ministro David Cameron quiere usar parte del discurso antimigración extremo de UKIP para ganar espacio en ese nicho electoral y reforzar el apoyo de los conservadores euroescépticos.
Esta postura antimigrante en Europa no solo se limita a gobiernos conservadores. El gobierno socialista francés ha sido sumamente duro con las comunidades romaníes, en su mayoría rumanas, búlgaras o albanesas. Trescientos romaníes son expulsados de suelo francés cada semana. La postura migratoria francesa tiene un símil con la situación británica. El derechista Frente Nacional francés también ha ganado popularidad enarbolando la bandera antimigrante. Gracias a esto, el partido está amenazando con convertirse en una alternativa de poder en Francia, sobre todo desde que en la última década el país vio emerger a los fantasmas fundamentalistas religiosos y a su contraparte xenófoba. La dinámica que se observa en Reino Unido, Francia y otros países ha obligado a que varios gobiernos europeos —sin distingo de tendencias— tengan que recoger el guante de una política migratoria más dura para evitar perder los apoyos que están volcándose hacia los partidos xenófobos de extrema derecha.
Las políticas antimigratorias dificultan la situación para los miles de migrantes que quieren entrar a la Unión Europea. Pero hay que hacer distinciones. Entre los “fucking migrants” hay algunos “very fucked indeed”: los no europeos y, en particular, los sin papeles. Estas personas son las que han decidido migrar a Europa por causas económicas, o porque son víctimas de conflictos como los de Siria, el mundo árabe y el África subsahariana. En estos países ataca el horror de la presencia expansiva del Estado Islámico, las guerras civiles en África central y en el cuerno africano, y los vacíos de poder tras la primavera árabe. La ola migratoria de 2015 tiene la componente geopolítica de todo el cúmulo de eventos que expulsan seres humanos en flujos indetenibles y desesperados, sin escatimar medios ni vidas para intentar escapar de esos infiernos. Es la misma sensación de ausencia de futuro que los ecuatorianos y muchos latinoamericanos experimentamos en los noventas y comienzos de la década pasada, pero de forma aún más infernal y desesperanzada.
El resultado ha sido elocuente: solo en Italia se estima que en 2015 van a arribar sobre 100 mil migrantes indocumentados más que los 120 mil anuales estimados los últimos años. Italia, Grecia y los países balcánicos son solo la puerta de entrada para miles de seres humanos desesperados que claman por un refugio y una oportunidad. Desde esa puerta de entrada, el tránsito apunta a las economías europeas que en principio se muestran más atractivas: Alemania, Reino Unido y los países escandinavos.
La naturaleza de la catástrofe humanitaria detrás de esta migración es el eje del debate europeo de estos días. El acuerdo Schengen —que materializó el libre tránsito entre ciertos países europeos— creó un territorio que supone un espacio físico compartido, incluyendo los mismos límites externos. La crisis migratoria muestra que esta idea no funciona en la práctica porque los receptores masivos —los lugares de primera llegada— no pueden asumir el costo de asimilar a todos los migrantes. El resto de países quiere desentenderse del problema, argumentando que es potestativo de cada miembro de la UE. El desafío, entonces, es cómo repartir costos y responsabilidades frente a una migración que responde a un conflicto humanitario en el que Occidente, y en particular Europa, no solo han sido observadores sino también actores. Ese es el contexto de la reunión del 14 de setiembre de 2105 que los Estados miembros de la UE realizarán para tratar de establecer una respuesta común ante la crisis migratoria.
Aunque Alemania y Francia ya adelantaron una propuesta de cuota migratoria vinculante para todos los miembros, el problema es muy complejo porque se mezclan varios elementos. Por un lado, las razones humanitarias deberían facilitar los asilos o la acogida a varios tipos de migrantes. Pero los gobiernos europeos insisten en querer diferenciar migrantes por conflictos políticos de aquellos por razones económicas —a los que quieren restringir— cuando en realidad los dos motivos generalmente se entrelazan: son las crisis políticas las que tarde o temprano gatillan crisis económicas. Además, cada país tiene un criterio distinto para conceder asilo, lo que plantea la necesidad de generar una política europea común. Por otra parte, existe una clara asimetría entre el problema migratorio de los puertos de llegada y los lugares de destino. Con excepciones como Alemania, la mayoría de los países de destino quieren establecer trabas adicionales.
Reino Unido, por ejemplo, se escuda en el argumento de que es el país que más ha gastado en los campos de refugiados en Siria y otras zonas de conflicto. Pero el gobierno británico emplea esta supuesta política generando precariedad para refugiados que en cualquier momento pueden volver a ser víctimas de sus tragedias nacionales si el conflicto escala y los obliga a desplazarse definitivamente. La magnitud de la crisis llevó al premier David Cameron a declarar que Reino Unido acogerá en territorio británico a unos cuantos miles de sirios de los campos de refugiados. El problema, ahora, es definir cuál será el criterio de selección y por qué el gobierno británico no puede aceptar a un número mayor de refugiados.
Todos los países de la Unión Europea reconocen que el fenómeno migratorio seguirá creciendo. Algunos, como Hungría, decidieron construir límites alambrados. Otros, como Alemania, vieron que los grupos extremistas neonazis vertieron toda su xenofobia para protestar contra la llegada de nuevos migrantes. Otros como Reino Unido quieren modificar sustancialmente la política de libre tránsito en la Unión Europea. Probablemente todos los miembros de la UE van a tener que discutir en sus elecciones internas el marco de política migratoria que van a querer para los migrantes de la unión y de fuera de ella. En cualquier caso, los “fucking migrants” seguirán siendo carne de cañón de la euro-política. Nada asegura que estas personas dejen de ser “fucked”. Por sus países o por aquellos a los que migran.
Los desafíos y problemas de las políticas migratorias en la Unión Europea.