La corriente fría del aire acondicionado llega hasta la mesa en la que la periodista y escritora argentina Leila Guerriero está sentada. El saco negro, el pelo como una profusión oscura, la mirada firme: es la misma mujer alta, flaca y resuelta que aparece en la contraportada de sus libros de crónicas y perfiles —Los suicidas del fin del mundo, Frutos extraños, Plano americano, Una historia sencilla—. En una hora, a las 19:00, participará en un conversatorio sobre su obra en la Feria del Libro de Guayaquil, y no quiere que el aire acondicionado le cierre la garganta. El doctor, en Buenos Aires, le diagnosticó una posible alergia.

Para evitar el malestar, Leila Guerriero toma su bolso negro y se mueve de la mesa fría hacia el amplio sillón turquesa de la sala de invitados. “Parece salido de una película de Kubrick”, dice riéndose antes de sentarse y cruzar las piernas. El cine la inspira y ha permeado su escritura. Sus textos, como una buena película, tienen escenas redondas, diálogos epifánicos, personajes investidos en su humanidad finita. Con ese trabajo minucioso, ella ha hecho del periodismo lo que es: un oficio creativo, vivaz. El cine, además, ha sido el tema sobre y a partir del cual ha escrito sus columnas mensuales en la revista Sábado, del diario chileno El Mercurio. El periodismo, la necesidad de la indecencia, el prestigio y las redes sociales también han pasado por el fino tamiz de su análisis.

En las columnas breves y coyunturales que publica los miércoles en el diario español El País y en Naturaleza vil —el texto que escribió hace tres meses para la revista Dossier de la universidad chilena Diego Portales—, Leila Guerriero ha dado espacio a temas más personales y ha hecho, como columnista, lo que casi siempre evita como cronista: hablar sobre sí misma. La escritura de sus columnas, por eso, le ha resultado un proceso agotador, interesante. Gozoso.

Fotografía de Francesco Alesi, Internazionale, bajo licencia creative commons BY-NC-SA 2.0.

Entraste al periodismo por coincidencia después de dejar un cuento tuyo en la recepción del diario Página 12, pero ya siendo periodista ¿te planteaste ser columnista o fue un proceso natural?

Mirá, cuando empecé a trabajar en la revista de La Nación, en el 96, entré con la condición de poder seguir haciendo una gran cantidad de trabajos afuera y también de hacer crónicas largas y no de que me enchufaran, viste, como una sección. Cada vez que quisieron ponerme una sección, que era una columna, yo decía si me dan eso, yo me voy (y se ríe). Me aterraba la idea de tener que cumplir con una cosa semanal, o mensual incluso. Me parecía como una cosa muy difícil. A mí no me gusta escribir en primera persona y yo siento, sentía, que la columna era como estar diciendo yo yo yo todo el tiempo. Entonces no, la verdad es que la columna nunca fue como una aspiración. Ahora, dicho esto, hace unos cuantos años mi editora de la revista Sábado de El Mercurio me ofreció hacer una columna y lo único que yo le pedí es que, por favor, me pusiera un editor con el que yo pudiera hablar los temas. Las dos o tres primeras columnas las hablé con mi editor y después nunca le volví a consultar de nada, seguí con lo a mí me parecía y llegué a disfrutarlas. Y las disfruto, te quiero decir. La columna de El País me la ofrecieron ellos. Mi asombro fue mucho cuando lo hicieron. Y lo primero que yo dije fue ¿la puedo hacer cada 15 días? Y el señor que me la ofreció debe haber pensado qué clase de imbécil es esta mujer, o sea cómo una columna cada 15 días. Una columna se trata de estar todas las semanas escribiendo, fidelizar a los lectores, que sé yo. Es difícil, no es sencillo. Claramente es muy distinto, muy distinto que hacer crónicas. Te da otro ejercicio, también. Yo siento que la escritura evoluciona de una manera muy acelerada, te permite hacer experimentos raros. Puedes escribir de lo quieras: de política, de economía, de un libro que hayas leído, de tu vida, de  tu mamá, de tu abuela. Me gusta, me gusta.

¿Cómo concibes al columnismo dentro de tu producción periodística, literaria? ¿Es un ejercicio más de periodismo o más de literatura? 

Cuando me propusieron la columna de El País, lo primero que pensé fue en tratar de establecer un plan un poco ambicioso. No me gustaba la idea de que cada columna fuera individual, algo como voy a hablar de esto ahora y de lo otro mañana. Me imaginé una especie como de gran mural, una especie de gran puzzle, una foto grande armada con un montón de pequeñas piezas, y creo que eso es lo que estoy tratando de hacer. Como si te dijera una crónica atomizada, una crónica grandota pero atomizada, de a cachitos. Esa crónica, por momentos, habla de cosas mucho más íntimas, por momentos habla de cosas más coyunturales, por momentos siento que me toca decir algunas cosas, como lo del ébola, por ejemplo, con lo de Charlie Hebdo. Cuando sos columnista sentís que la realidad te convoca, te tira de otra manera que cuando estás haciendo una crónica más larga. Entonces, no lo veo como algo en absoluto menor, para nada. Para mí cada columna tiene que ser lo mejor que yo pueda dar, entendés. Seguramente habrá algunas que gustan más, otras que gustan menos, mejores y peores. No sé puede pretender meter un gol de media cancha todas las semanas. Pero en el fondo de mí, yo lo que quiero es tratar de hacer eso. Estoy todo el tiempo tratando de manejar un Ferrari, intento no bajarme de eso (ríe). No sé si me sale o no, pero esa es mi ambición.

¿Cómo escoges los temas? ¿Te sientes más cómoda con los políticos o con los personales?

Hacer columnas debe ser lo mismo que le pasa a un tipo que tiene que hacer una tira diaria de humor, que es peor todavía porque tiene que hacer todos los días algo. Me resultan igual de costosas las dos cosas, tanto lo más político actual como lo más personal. A veces las columnas personales parece que uno las pudiera escribir más sueltas, pero en realidad también ahí hay algo que uno tiene que medir, que es hasta dónde me quiero exponer, cuánto de mí quiero mostrar, cuánto de mí quiero decir, y una cosa más importante todavía: a quién le importa. Esa es la primera pregunta que uno se tiene que hacer. O sea, yo estoy contando este pedazo de mi historia, pero ¿esto le va a servir a alguien? Si hablar de mí explícitamente sirve para hablar de una historia más universal, supero ese pudor que me da hablar de mí misma y lo cuento. Entonces pienso que, a lo mejor, escribir una columna de cómo recuerdo a mi madre muerta en un recital de rock, de pronto, de repente, a lo mejor sí le puede servir a alguien, entendés, a lo mejor sí hay una cosa universal por ahí dando vueltas. Pero si es solo para decir, qué se yo… (se queda en silencio un momento).

 Algo como ‘hoy me pasó esto cuando salí a la calle’…

Salvo eso, que haya un goce estético, porque eso para mí también es importante. A veces una columna, de pronto, tiene un fuerte impacto y me doy cuenta cuando me escriben algunos amigos o lectores. Y es porque quizá ahí hay una emoción estética tal, una cosa lírica con el lenguaje que les provoca algún tipo de emoción. Se trata de eso: provocarle algo a la gente. Yo creo que las columnas en el fondo tienen un recorrido que es como más coyuntural y otro que tiene que ver con la condición humana. Se habla de miserias humanas, de maravillas humanas, de desastres, de miserias propias, ajenas, etc.

¿Las herramientas del lenguaje que utilizas son las mismas que para una crónica?

Me parece que las columnas a veces son más líricas que las crónicas, porque me siento más dueña, porque las escribo yo y es algo que yo opino. En ese sentido, en el uso del lenguaje, podría hasta pensarse que hay más arbitrariedad, más explosión. En la prosa para contar la historia de otro tenés que cuidarte también de no estar exagerando, de no usar un recurso demasiado excesivo para contar algo pequeñito. Creo que los recursos, la herramienta, la habilidad si querés que uno pone al servicio del lenguaje es la misma. Yo no me pongo el traje de periodista seria para una cosa y me lo saco para otra, siempre soy la misma.

¿Qué caracteriza a una buena columna? ¿Cuándo te sientes conforme con lo que escribes?

Hay algunas columnas que releo y me parecen más redonditas. Me gustan mucho aquellas que se me ocurren cuando salgo a correr y después, simplemente, llego y es como sacar en bloque algo que estaba adentro. O sea, me siento y las escribo casi como en un trance. Se pueden casi contabilizar las columnas que salen en ese estado. Y, curiosamente,  cuando escribo así te diría que salen las columnas que más repercusión suelen tener. No sé, para mí una columna es buena, y trato de no soltarla antes de que eso suceda, cuando siento que dice lo que quiero decir, cuando quiero decir algo brutal, pero yo no soy brutal, entendés. Y es bastante agotador el trabajo ese de estar puliendo, puliendo y puliendo, viste, cada palabrita.

Y pensando, sobre todo…

Sí. Yo siento que las columnas son como pequeños ensayos. Pequeños ensayitos de 300 palabras o de 5600 caracteres en el caso de El Mercurio, que tienen una formulación a veces, casi, de teorema matemático. Hay una serie de columnas en El País que escribí y que se llama Instrucciones, no sé si la viste. Bueno, claramente no son cosas que me pasaron a mí; mucha gente cree que sí. Son como frankensteins, como experiencias que le pasaron a alguien, experiencias más o menos universales. La idea de esa serie es dar sarcásticamente instrucciones para algo que no se puede dar ninguna, que es la pérdida de un amor, la muerte. Y muy a la Lorrie Moore, muy con esa prosa maquinica, seca. Es un juego literario, si querés. Y la gente a veces se desconcierta, me dice ay, lo siento, murió tu padre, y yo digo no, si mi padre vive (se ríe). Trato de cuidarme también con esas cosas, porque me manejo con materia prima muy real, muy de la realidad.

Mencionaste el tema del pudor, ¿cómo ha sido el proceso de hablar en primera persona de temas íntimos? Por ejemplo, en Naturaleza vil hablas de Diego, tu pareja…

Me acuerdo que el primer texto que escribí así, tan expuesta, era uno que se llamaba Me gusta ser mujer y odio a las histéricas, una cosa así. Ese era el título que le puso el editor como haciéndome un chiste de mi propio texto que decía que no quería firmar una nota que llevara un título así. Eso fue hace muchos años. Creo que tomé la idea de Homero Alsina Thevenet, que era mi editor en El País Cultural, de Montevideo, que uno tiene que usar la primera persona para hablar de experiencias intransferibles. Entonces, desde el momento en que yo voy hablar de una experiencia mía, siento que  ahí hay un espacio para hablar en primera persona. También mido el grado de exposición que hago, no cuento cualquier cosa, no vulnero la intimidad de otras personas. La gente lee eso y cree que saben de mí, de Diego, pero en el fondo, digo, de mí no sabe nadie. No es que lo que cuento sea mentira, sino que lo que muestro es un poco. Yo soy una mujer muy victoriana en ese sentido. Victoriana en el sentido del pudor. No soy tímida en absoluto, no tengo ninguna vergüenza con nada, soy payasa, me encanta hacer el ridículo, pero sí soy resguardadora de ciertas cosas.

En la columna Perder escribiste que a veces no tienes nada para decir. Cuando eso te pasa, ¿a dónde recurres además de a la poesía?

Debe ser terrible quedarse sin nada para decir, creo que es el fantasma que ronda a todo el mundo, no solo a los que hacemos columnas, sino a los escritores y periodistas en general. No tener nada para decir es como el fin del deseo; espero que no me pase nunca. Lo que pasa es que a veces, cuando estás escribiendo columnas toda las semanas, te da un poquito más de miedo. Creo que uno tiene como una caja de herramientas a la que sabe recurrir y sabe qué botones pulsar para provocar algunas ideas. La poesía es una gran caja de herramientas para mover cosas que tienen que ver con la inspiración, con el entusiasmo, con recordar esta capacidad que tienen los poetas para decir mucho con una economía de recursos extrema. Leo a autores que me parecen una caja de inspiración: Pedro Mairal, Fogwill, Alan Pauls, Fresán, qué sé yo. Lorrie Moore desde la forma. Y uno tiene que entender y aceptar, con humildad, que no puede escribir todas las columnas en estado de gracia, que uno no puede tener una producción que esté todo el tiempo picando allá en lo más alto y que, naturalmente, en una producción mayor, los altibajos van a ser también mayores. De veinte columnas que escribís, por ahí una es buenísima.

¿Qué otros columnistas son tus referentes?

Juan Forn, Andrea Palet también es una gran columnista. Me gustan  muchísimo Juan José Millás, Javier Marías, Javier Cercas. Me parecen tipos que en un espacio muy chiquitito hacen cosas maravillosas. Fabián Casas, Martín Kohan también.

Tus columnas de El País son ejercicios de brevedad. ¿Qué has aprendido escribiéndolas?

La columna de El País no la hago en tres horas, me toma dos, tres días de trabajo. Me han enseñado que lo puedo hacer, básicamente. O sea que, bajo presión, puedo tener una idea, puedo establecer una mirada, que para mí es lo más difícil del mundo. Que la máquina bajo presión también funciona muy bien. No quiero decir que las columnas sean buenísimas, pero este ejercicio me confirma la idea de que me cuesta mucho hacerlo, no me sale fácil. Y en el fondo también me ha dado una probadita de la adrenalina de la rotativa del cierre diario, del periódico. Y esa descarga de adrenalina tiene una parte de gozo que es interesante. Y va quedando también rastro en la prosa. La austeridad se va haciendo más grande a la hora de escribir. Escribir corto te habitúa a más parquedad. Quizá voy a terminar escribiendo solo títulos (risas).

No banaliza las experiencias. No permite que sus palabras salgan al mundo deslucidas. Contempla su reflejo solo para mirar en él, el reflejo de sus semejantes diferentes. No olvida que, para todo eso, hace falta tesón y humildad. Cómoda en el sillón de película y lejos del soplo frío y artificial, Leila Guerriero ha compartido sin mezquindad los principios que, se nota, inyecta en sus columnas inteligentes y vigorosas. Columnas que, a su vez, son una transfusión generosa para sus lectores.