La Revolución Ciudadana es como una máquina centrífuga del pensamiento: expulsa de su centro geográfico a todo aquel que discrepe con ella. Su más reciente víctima fue la académica francobrasileña Manuela Picq, que ha dejado el Ecuador porque el Estado la dejó en un limbo migratorio. Según la agencia Andes, la vida de la profesora universitaria solo se complicó desde el 2014 cuando “se involucró en actividades políticas contra el gobierno”. Armar una nota en la que se recurren a los artículos de una Ley de Migración aprobada por la dictadura para justificar el atropello contra Picq no solo es vergonzoso, sino que contradice al más internacional alfil del régimen del presidente Correa, Guillaume Long. Cuando el ministro Long andaba hecho el cosmopolita por las oficinas de Radio Francia Internacional en París dijo “la patria es donde se lucha”. Bueno, excepto si luchas contra el gobierno del Ecuador: ahí, la patria es el hotel Carrión —como le dicen a la cárcel donde hacinan a los migrantes que serán deportados.
Los correístas más radicales (capaces de justificarlo todo, todo) dirán que la situación migratoria de Long es distinta a la de Picq. Ya vendrá la recua de sofistas de turno a pedir matices donde no los hay: la Constitución del Ecuador consagra el principio de “la ciudadanía universal, la libre movilidad de todos los habitantes del planeta y el progresivo fin de la condición de extranjero”. Nada más distante de una Ley de Migración que —según Jacques Ramírez Gallegos (sí, el hermano de René)— recogía el concepto de “considerar sospechoso a todo extranjero”. Según el artículo 40 de la romántica Constitución de Montecristi, nadie puede ser considerado ilegal por su condición migratoria. ¿Cómo pueden ahora volver al pasado —que tanto han repetido que no regresará— solo para poder deshacerse de una periodista?
Por lo visto, la izquierda académico-lírica de la Revolución Ciudadana no sabe de qué tamaño es el garrote que sostiene su derecha autoritaria. En el prólogo al libro Con o sin pasaportes: análisis socio-antropológico sobre la migración ecuatoriana escrito por —adivinen, sí— Jacques Ramírez, la antropóloga Patricia Zamudio explica qué es esto de la ciudadanía universal. “Significa demandar que se reconozca en la mesa del debate intra e inter-nacional que la razón de ser de las estructuras sociales, políticas, económicas, etc., trátese del nivel territorial que sea, es el ser humano” —dice Zamudio al prologar a Ramírez— “que sus derechos son inalienables y no deben estar condicionados por visiones mercantiles de la ciudadanía, las cuales solo reconocen la humanidad de aquellos que «cumplen con su parte del contrato»”. En medio del enredo del lenguaje académico, queda clarísimo: ciudadano se es por la condición humana.
Es perverso, como dice Zamudio, pretender una visión mercantil de la ciudadanía. Pero es igual de perverso pretender una visión politizada de la ciudadanía. Y como todo ciudadano, Picq, con su visa de intercambio cultural y su familia trasnacional (esas que la Constitución jura proteger) tiene el derecho a tener una opinión política. A interesarse por las causas que la afectaban directamente, y que eran relevantes para su pareja. Porque no se puede uno desdoblar y ser ciudadano de a puchos. Porque no se puede separar la compleja identidad de cada ser humano para cumplir requisitos formales impuestos fuera de la democracia. Porque, como dijo Long, “la patria es donde se lucha”.
El cinismo de este gobierno está llegando a nuevos niveles. La agencia Andes ha hecho lo mismo que José Serrano. El Ministro del Interior le envió —sin derecho por no ser parte del juicio— una carta furibunda a la jueza que negó la deportación de Manuela Picq. Serrano le decía que había incumplido con la obligación de elevar en consulta esa negativa a él. Esa disposición es, Serrano lo sabe, inconstitucional. Pero no importa, porque es funcional a sus propósitos. Parece una carta sacada de una época anterior, algo que Jacques Ramírez citaría en sus largos y sesudos estudios sobre las políticas migratorias en el Ecuador.
Es que hay algo que Serrano ni Andes dicen. La redacción original de la ley hablaba de la negativa de deportación “del intendente de policía”. Entonces, claro, tenía sentido: un miembro de la Función Ejecutiva, reportaba a su superior en, pues, esa Función Ejecutiva. Hoy, carece de lógica: si ante alguien debería apelarse la negativa de deportación es ante el superior del juez que la dicta. No hay que ser un erudito jurídico para sacar esa conclusión. Tampoco hay que ser un genio del Derecho para entender por qué, como cuenta Juan Pablo Albán, a Picq se le negaron de forma sistemática todas las protecciones legales posibles. O lo que es más claro: que Andes diga en su nota que “el sistema de justicia en Ecuador se maneja de manera independiente y no está cooptado por el gobierno” carece de todo sustento.
Lo más grave de todo esto es la reafirmación de una xenofobia de la que no queremos hacernos cargo en el Ecuador. Este es un país donde si escuchamos colombiano, pensamos en delincuente. Pasa lo mismo con los cubanos, los peruanos y muchísimos otros migrantes latinoamericanos. Es un rezago de esa desconfianza con el extranjero. En palabras de Jacques Ramírez, seguimos considerándolo sospechoso. Hoy, el gobierno de la ciudadanía universal, el régimen de la eliminación de la condición de extranjero ha exacerbado esa noción entre sus seguidores más fanáticos.
El viejo argumento de “qué hace opinando en un país que no es suyo” o “si no te gusta, lárgate”, han vuelto a inundar el imaginario nacional. “Lamentablemente desde la ciudadanía, cierta opinión púbica y algunos actores gubernamentales” —escribe Ramírez— “han visto en los inmigrantes como los causantes de ciertos problemas vinculados a la delincuencia, inseguridad, la falta de trabajo o la pérdida de las tradiciones”. Eso, según Ramírez, ha incrementado las prácticas de discriminación, racismo y xenofobia, y citando un estudio de 2011, concluye: “la amplia visión negativa de los ecuatorianos hacia la inmigración a quienes no reconoce los aportes que ellos hacen al país”. El gobierno de Rafael Correa al obligar a Manuela Picq a irse del país contribuye a la perpetuación de esas perversiones conceptuales. A este paso, la Revolución Ciudadana no será la patria de los ciudadanos universales, sino el refugio chauvinista donde los extranjeros serán más extranjeros que nunca.
¿Valía la pena retroceder en el tiempo —y en la democracia— solo para lograr que Manuela Picq se fuese del Ecuador?